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Milo me dejó en mi casa y regresó a la comisaría de policía. Cuando me dirigía a la escalera de la entrada principal distinguí el gemido de la sierra de mesa de Robin desde la parte posterior y me desvié por el jardín hasta su estudio. Spike, nuestro pequeño bulldog francés, tomaba el sol junto a la puerta, como una masa de músculos abigarrada en negro que se fundiera en la alfombrilla de la entrada. El animal interrumpió sus ronquidos lo suficiente para levantar la cabeza y mirarme. Le froté el cuello y pasé por encima de él.
Al igual que la casa, el anexo estaba estucado en blanco, era compacto y sencillo, con muchas ventanas y tejado de azulejos sombreado por las ramas del sicomoro. Los rayos oblicuos del sol inundaban el despejado y ventilado espacio. Por la estancia se encontraban guitarras en diversos estadios de realización y el picante olor a resina de la madera recién cortada impregnaba el aire. Robin conducía un trozo de madera de arce por la sierra y yo esperé a que ella hubiera acabado y apagado la máquina para aproximarme. Llevaba recogidos los rizos castaño-rojizos en un rodete y su delantal estaba cubierto del serrín de la madera. La camiseta que llevaba debajo se veía sudorosa, así como su cara en forma de corazón.
Se limpió las manos y me sonrió. Yo le rodeé los hombros con el brazo y la besé en la mejilla. Robin se volvió para ofrecerme su boca y luego se apartó y se enjugó la frente.
—¿Te has enterado de algo?
—No.
Le hablé del parque y de la bóveda sembrada de hojas.
Se le desorbitaron los ojos y parpadeó.
—La pesadilla de cualquier padre. ¿Qué sucedió después?
—Milo me pidió que examinara los archivos.
—Hace tiempo que no te comprometías en algo parecido, Alex.
—Cierto. Será mejor ponerse a trabajar.
La besé en la frente y me alejé.
Ella me observó cuando me marchaba.
Al cabo de tres horas me había enterado de lo siguiente:
El señor Zev Carmeli y su esposa vivían en una casa de alquiler en una calle residencial de Beverlywood con, a la sazón, su único hijo, un niño de siete años llamado Oded. Zev Carmeli tenía treinta y ocho años, había nacido en Tel Aviv y estaba diplomado como funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores. Su esposa Liora era cuatro años más joven y había nacido en Marruecos, pero se había educado en Israel y estaba empleada como profesora de hebreo en una escuela judía del West Side.
La familia había llegado a Los Ángeles un año antes desde Copenhague, donde Carmeli había ejercido como agregado durante tres años en la embajada israelí. Dos años antes había sido destinado a la embajada de Londres y había obtenido un máster en relaciones internacionales en la universidad. Él, su esposa y Oded hablaban inglés con fluidez. Irit, según su padre, lo hablaba «bastante bien, dadas las circunstancias».
Todas las declaraciones procedían del padre.
Los problemas de salud de la niña se habían sucedido como consecuencia de una enfermedad similar a una gripe sufrida a los seis meses. Carmeli se refería a su hija como «algo inmadura, pero siempre bien educada». La expresión «retrasada» no aparecía jamás en los archivos, pero un informe resumido realizado por la escuela, el Centro de Desarrollo, indicaba «múltiples problemas de aprendizaje, lesiones bilaterales auditivas, comprendida la absoluta sordera del oído derecho, y de suave a moderado retraso de desarrollo».
Como Milo había dicho, Carmeli se negaba a admitir que tuviera enemigos en Los Ángeles y desechaba toda pregunta acerca de su trabajo y la situación política en Oriente Medio.
El detective E. J. Gorobich había anotado:
El padre de la víctima manifestó que su trabajo consistía en «coordinar acontecimientos» en el consulado. Le pedí que me diera un ejemplo y me dijo que la primavera anterior había organizado el desfile del Día de la Independencia de Israel. Cuando le consulté acerca de cualquier otro acontecimiento que hubiera organizado, manifestó que eran muchos pero que el desfile había sido el principal. Al preguntarle acerca de cualquier posible relación existente entre lo que le había sucedido a su hija y su posición ocupacional/política y/o actividades, se agitó notablemente y declaró: «¡Esto no era un asunto político! ¡Se trataba de un demente! ¡Es evidente que en Norteamérica hay muchos locos!»
El Centro de Desarrollo era una pequeña escuela privada de Santa Mónica especializada en niños con incapacidades mentales y físicas. La enseñanza era elevada, y el promedio estudiante/profesor, reducido.
El autocar escolar recogía todas las mañanas a Irit a las ocho y la devolvía a las tres de la tarde. La señora Carmeli daba clases solamente por las mañanas y se hallaba siempre en el hogar cuando regresaba su hija. Oded, el hermano menor, asistía a la escuela donde trabajaba su madre y tenía clase hasta las cuatro. Antes del asesinato lo llevaban a casa en un coche con otros alumnos o acompañado de algún empleado del consulado. A partir de entonces lo recogían el señor o la señora Carmeli.
El historial académico de Irit era escaso. No figuraban calificaciones ni pruebas cuantitativas, solo una evaluación de Kathy Brennan, su profesora, acerca de que realizaba «excelentes progresos».
Brennan había sido entrevistada por el detective Harold Ramos, compañero de Gorobich.
La testigo declara que se siente «destrozada» y «culpable» por lo que le ha sucedido a la víctima, aunque ha repasado una y otra vez los acontecimientos de la jornada y no ha encontrado nada que hubiera hecho de modo diferente, salvo vigilar a la víctima en todo momento, lo que hubiera sido imposible porque había cuarenta y dos niños en el parque, entre los que se incluían algunos que requerían cuidados especiales extraordinarios (empujar sillas de ruedas por senderos, etcétera). La señorita Brennan manifestó que las visitas al parque eran habituales en la escuela, que hacía años que las estaban realizando, pues aquel siempre había sido considerado un lugar seguro donde «los pequeños podían correr un rato y sentirse niños sin ser observados en todo momento». En cuanto a si había observado algo sospechoso, la testigo manifestó que no había sido así, aunque había estado «devanándose los sesos». La testigo declaró posteriormente que la víctima era «una niña realmente encantadora, muy dulce y que nunca presentaba problemas. ¿Por qué tienen que sufrir siempre los más buenos?». Acto seguido, la señorita Brennan se desmoronó y rompió a llorar. Cuando le pregunté si conocía a otros seres buenos que sufrieran, respondió: «¡No, no! Ya sabe lo que quiero decir. Todos los niños son buenos, todos tienen problemas. ¡Pero no es justo que alguien le haga esto a una criatura!»
A continuación, figuraban reuniones personales con todos los profesores y ayudantes que habían acudido a visitar el parque, así como con los profesores que permanecieron en la escuela; el director, un tal doctor Rothstein; el conductor del autocar, Alonzo Bums; y varios compañeros de clase de Irit. No se incluían transcripciones de las charlas con los niños. En lugar de ello, Gorobich y Ramos presentaban cuarenta y dos resúmenes prácticamente idénticos:
Testigo Salazar, Rudy, nueve años, ciego, entrevistado en presencia de sus padres, alega no estar enterado de nada.
Testigo Blackwell, Amanda, seis años, aparatos correctores en los pies, no retrasada, entrevistada en presencia de su madre, alega no estar enterada de nada.
Testigo Shoup, Todd, once años, retrasado, en silla de ruedas, entrevistado en presencia de su madre, alega no estar enterado de nada…
Fin de aquel archivo.
Otro más denso contenía entrevistas con todos los empleados del recinto y los resultados de un sondeo puerta a puerta efectuado entre el vecindario de los alrededores. Veintiocho empleados y casi un centenar de vecinos. Gorobich y Ramos habían recontactado telefónicamente con cada uno de ellos dos semanas después con idénticos resultados: nadie había visto ni oído nada ni a nadie insólito por allí ni por los alrededores del parque.
Releí los archivos del médico forense con una mueca ante la expresión «estrangulación suave», y después pasé a un denso impreso de ordenador cuya cubierta estaba sellada por el Ministerio de Justicia de Sacramento, Red de Información de Delincuencia Violenta.
Seguían cinco listas separadas de nombres, cada una de ellas etiquetada y complementada con un acrónimo, y subtitulada como ZONA DE CAPTACIÓN. En los cinco apartados aparecían mecanografiados en una línea punteada el código postal del parque y tres códigos anexos:
1. RS (Registro sexual)
2. VH (Violadores habituales)
3. IAS (Informes de abusos sexuales)
4. MODA (Modus operandi relacionado con delincuencia violenta)
5. PLC (Personas en libertad condicional de la Penitenciaría Juvenil de California)
Cinco bases de datos repletas de nombres e información sobre violadores. Conté doscientos ochenta y tres nombres, algunos coincidentes rodeados en rojo. Noventa y siete de ellos, entre los que se comprendían cuatro coincidentes, habían sido arrestados de nuevo y se hallaban en libertad condicional; uno vivía a unos cinco kilómetros del parque, y el otro, en Bell Gardens.
Gorobich y Ramos habían entrevistado inmediatamente a ambos criminales y habían comprobado que tenían coartadas el día del asesinato. Los detectives habían obtenido la ayuda de otros tres investigadores, dos administrativos civiles y tres exploradores voluntarios de la policía para localizar a los ciento ochenta y seis criminales que aún seguían sueltos, aunque ninguno de los nombres que figuran en las listas del Ministerio de Justicia coincidían con los trabajadores del parque, vecinos, profesores, el director de la escuela ni el chófer del autobús.
Treinta y un criminales habían desaparecido por violación de la libertad condicional, y se emitieron órdenes judiciales para que volvieran a ser arrestados. Una nota manuscrita informaba de que once de ellos ya habían sido capturados; los restantes habían sido contactados y presentado coartadas de diversa solidez. Una nota de Ramos indicaba que no aparecían sospechosos consistentes porque «No se encontró ningún modus operandi coincidente con este homicidio entre ninguno de esos individuos y, dada la ausencia de agresión y otras pautas sexuales, aún no es evidente que se tratara de un homicidio de carácter sexual».
Leí detenidamente el archivo del modus operandi.
Con la excepción de algunos exhibicionistas, todos los causantes de abusos deshonestos a menores habían jugado, magullado, penetrado o establecido de algún modo contacto físico con sus víctimas y, en su gran mayoría, las conocían previamente: eran hijos, sobrinos, nietos, hijastros, hijos de novias, de compañeros de juergas o de vecinos.
Los dos criminales que tenían coartada habían asesinado a niños conocidos por ellos: uno había matado a puñetazos a la hija de dos años de su novia; la otra, una mujer, había abrasado deliberadamente a su propio hijo al bañarlo.
Casi doscientos predadores erraban libremente por aquella zona relativamente reducida…
¿Por qué solo cuatro códigos postales?
Porque los detectives no podían estar en todas partes y tenían que marcar el límite en algún lugar.
¿Se habría logrado mucho más doblando, triplicando o cuadriplicando la zona?
Los Ángeles consistía en una demarcación irregular dominada por el automóvil. Si un cazador disponía de algún dinero para combustible y café podría ir a cualquier lugar, encontrarse en cualquier sitio.
Coger la autopista, urdir pesadillas y volver a acostarse a tiempo para las noticias de la noche. Mascar patatas fritas y masturbarse con los ojos fijos en los titulares esperando alcanzar la fama.
Una característica de los sádicos sexuales era que conducen sin rumbo fijo.
Pero Irit no había sido torturada.
De todos modos, tal vez sí contábamos con un viajero. Alguien que prefería las carreteras comarcales. Tal vez en aquellos momentos el asesino se encontrara en Alaska pescando salmones, paseando por las tablas de las playas de Atlantic City, o en Nueva Orleans, comiendo gumbo, guiso picante hecho con quimgombó, en cuclillas, en algún club del distrito francés.
Al acecho…
Pese a toda su precisión numérica, las hojas de la impresora parecían rudimentarias. Las dejé a un lado y cogí el siguiente archivo, negro y delgado.
Seguía pensando en doscientos predadores situados dentro de cuatro códigos postales. ¿Qué clase de sociedad permitía que la gente que violaba y golpeaba a los niños volviera a circular por las calles?
Ha pasado ya mucho tiempo, Alex.
Dentro del archivo negro había fotos aéreas del escenario del crimen, densas zonas de un verde negruzco correspondientes a las copas de los árboles, tan distantes y artificiales como en el boceto de un arquitecto.
Se veían cintas parduscas en la periferia superior… las carreteras. Los capilares que alimentaban a montañas, barrancos y la urbana irregularidad del más allá.
Frente a las fotos se veía una carta blanca impoluta con membrete del FBI. «Querido detective Gorobich», correspondencia de la agente especial del cuerpo, Gail Gorman, de la Unidad Regional de Ciencias del Comportamiento de San Diego.
Gorman acusaba recibo de las vistas aéreas, los datos sobre el escenario del crimen y el cuestionario cumplimentado, pero lamentaba que no hubiera información suficiente para efectuar un retrato definitivo del asesino. Sin embargo, estaba dispuesta a aventurar que muy probablemente era varón, blanco, mayor de treinta años, con un cociente intelectual algo superior a la media, no sicótico, posiblemente compulsivo y perfeccionista, que presentaría un aspecto limpio, pulcro, corriente, y que era muy posible que estuviera empleado a la sazón, aunque probable que contara con un historial laboral inconsistente o diverso.
Con relación a que el crimen fuese «de carácter sexual», repetía la alegación de poseer datos insuficientes y añadía que «pese a la evidente organización del crimen, la falta de elementos sádicos u horribles atenuaban la posibilidad de que se tratara de un homicida sexual, al igual que la ausencia de una actitud sexual evidente o secreta en escena. Sin embargo, si se produjeran futuros homicidios que ostentaran exactamente estos elementos distintivos, nos interesaría conocerlos».
La carta concluía sugiriendo que debían seguir siendo examinadas las características de la víctima: edad, etnia e incapacidades específicas. «Mientras que quizá este homicidio haya sido cometido por un desconocido de una forma oportunista o premeditada, no puede descartarse la posibilidad de que la víctima conociera al autor, y de hecho debe ser estudiada, aunque repito que solo es una sugerencia, no una conclusión. Los factores que atenúan la posibilidad del conocimiento autor-víctima corresponden a dejar el cadáver boca arriba en un lugar donde finalmente sería encontrado. Los factores que favorecen el conocimiento corresponden al uso de la fuerza difusa (“suave”) en la estrangulación y a otras evidencias del cuidado y tiempo tomados para evitar la brutalización y degradación del cuerpo.»
Promedio superior a la media. Organizado, compulsivo y perfeccionista.
Todo encajaba con mi primera impresión.
Un planificador, alguien que se enorgullecía de componer los elementos y observar que encajaran.
Se tomaba tiempo, hacía desaparecer a Irit casi a dos kilómetros desde el autocar para actuar con mayor tranquilidad.
Eso implicaba cierta relajación… ¿Autoconfianza? ¿Arrogancia?
Era alguien que se creía inteligente.
¿Por qué ya había conseguido hacerlo anteriormente?
No existía ningún modus operandi igual en ningún archivo estatal.
¿Habría evitado ser descubierto ocultando otros cadáveres?
¿Se daba a conocer ahora?
¿Se había vuelto más confiado?
Dejé vagar mi mente por los datos.
¿Sería alguien que reclamaba control porque había estado demasiado controlado en su infancia, tal vez brutalmente?
Quizá aún se hallara dominado por alguien. ¿Sería una abeja obrera o una esposa sumisa?
¿Simulaba autoconfianza?
Necesitaba liberación.
Empleado, posiblemente con un historial de altibajos.
La agente Gorman utilizaba una psicología válida y consistente porque los logros de los psicópatas casi siempre se rezagaban tras sus propias imágenes henchidas.
Inducía a desacuerdo. Tensión.
La necesidad de liberación: el control definitivo.
Recordé a un asesino que había conocido en la escuela para graduados. Resultó ser un estrangulador que se hallaba recluido en una sala retirada del hospital general del condado y que aguardaba a que los tribunales evaluaran su cordura. Un profesor que se ganaba algún dinero extra como testigo experto nos condujo a la celda del asesino.
Se trataba de un tipo enjutó, casi esquelético, en la treintena, con las mejillas hundidas y cabellos negros y ralos, que yacía sujeto a un catre con amplios correajes.
Uno de mis compañeros le preguntó qué se sentía cuando se mataba a alguien. El hombrecillo primero ignoró la pregunta, luego se extendió una lenta sonrisa por sus labios, que se oscurecieron como cuando el papel se aproxima a una llama. Su víctima había sido una prostituta a la que se había negado a pagar. No había llegado a conocer su nombre.
«¿Qué se siente? —dijo finalmente con una voz enojosamente agradable—. No se siente nada, no es ninguna hazaña apasionante, jodido estúpido. De todos modos, no se trata de hacerlo sino de ser capaz de ello, imbécil.»
El poder…
Oportunista o premeditado.
¿Tendría conocimiento previamente el asesino de Irit de la visita anual al campo o solo sabía que el parque era frecuentado por escolares?
¿Estaban en lo cierto los Carmeli acerca de que convertir en víctima a Irit había sido uno de esos horrores fortuitos de tiempo y lugar equivocados que estimulan a los ateos?
El predador observa con astucia mientras se descarga el autocar.
Siente la dulce satisfacción que experimentaría un zorro al ver a los polluelos salir del cascarón.
La pesadilla de cualquier padre.
Escoge a un miembro débil del rebaño… ¿Pero por qué Irit?
La agente especial Gorman había sugerido las incapacidades de la niña, pero sus problemas no eran evidentes para un observador casual. Por el contrario, había sido una muchacha atractiva. Sin las insuficiencias de otros niños con desventajas más llamativas.
¿Era esa la señal? ¿El hecho de que pareciese normal?
Entonces recordé el audífono caído en el suelo.
Pese a todas las molestias que el asesino se había tomado para arreglar el cuerpo.
No había sido un accidente. Cuanto más pensaba en ello más seguro me sentía.
¿Acaso era un mensaje dejar aquel disco rosado a la vista…?
¿Qué deseaba comunicar?
Cogí de nuevo el archivo del modus operandi, en busca de crímenes cometidos contra sordos. Pero no hallé nada.
¿Acaso el audífono le habría hecho suponer que Irit era el objetivo más fácil de todos… el menos probable que se diera cuenta de que la seguía, el menos probable que gritase?
La muchacha no era muda, pero tal vez él supuso que sí lo era.
Suave estrangulamiento.
La frase me disgustaba…
El tiempo y el cuidado tomados para evitar la degradación del cuerpo… No se había perpetrado ningún acto sexual en el escenario, pero tal vez él habría ido a algún otro lugar para desahogarse, para masturbarse con los recuerdos, como suelen hacer los asesinos sexuales.
Pero los criminales sexuales suelen utilizar trofeos para desencadenar recuerdos: ropas, joyas. Partes del cuerpo: los senos eran uno de sus preferidos.
El cuerpo de Irit había quedado íntegro, nada faltaba en él. Estaba colocado… casi primorosamente. De un modo expresamente asexual.
Como si el asesino hubiera deseado informar al mundo de que no había sido tocado.
¿Qué él era diferente?
O tal vez se había llevado algo consigo… algo discreto, indetectable… algunos cabellos.
¿O acaso los recuerdos habían sido las propias imágenes?
Fotos tomadas en el escenario del crimen y reservadas para más tarde.
Me lo imaginé, sin rostro, de pie junto a ella, henchido de poder, ordenando… haciendo posar a su víctima y tomando foto tras foto.
Creando un cuadro, una espantosa forma artística.
Polaroids. O dispondría de un cuarto de revelado privado donde poder modular matices ópticos.
¿Sería un artista autoestilista?
Se habría llevado a Irit bastante lejos del sendero para que nadie oyera el clic de la cámara ni distinguiera el flash.
Se había esmerado en la limpieza… Era obsesivo, pero no sicótico.
¡Hay muchos locos en Norteamérica!
Releí la carta de la agente especial Gorman, así como el resto del contenido de la caja.
Entre los centenares de páginas echaba algo de menos.
Los amigos y vecinos de los Carmeli no habían sido entrevistados, como tampoco la señora Carmeli, y su marido había sido contactado solo dos veces y ambas muy brevemente.
¿Respeto al dolor o tratamiento de guante blanco para un diplomático?
Luego, al cabo de unos meses, el caso seguía sin solución.
Me dolía la cabeza y me ardían los pulmones. Estaba centrado en ello desde hacía casi tres horas.
Cuando me levantaba para hacerme café, sonó el teléfono.
—Una tal señorita Dahl pregunta por usted, doctor —me dijo mi telefonista.
—Pásemela, gracias.
—¿Doctor Delaware? Soy Helena. Acabo de revisar mis compromisos para la semana y he pensado que podría concertar una cita con usted. ¿Tiene alguna hora libre dentro de dos días? ¿Quizá sobre las diez de la mañana?
Comprobé mis horarios. Ya había cumplimentado varios informes procesales.
—¿Qué tal sobre las once?
—Estupendo. Gracias.
—¿Cómo va todo, Helena?
—Oh, todo lo bien que puede esperarse… Supongo que estoy pasando por un punto en que lo echo realmente de menos… Más de lo que solía… inmediatamente después. De todos modos, gracias por recibirme. Adiós.
—Adiós.
Anoté la cita con vistas al pronóstico clínico.
¿Qué posibilidades tenía de conseguir algo positivo para una muchacha muerta?