57
El chófer de Milo se llamaba Ernest Beaudry y era negro como el carbón, de unos treinta años, atractivo, impasible, baptista devoto, con un bigote erizado que parecía recortado con láser y un cuello de cuarenta y cinco centímetros lleno de cortes y arañazos del afeitado.
El coche era un Ford azul no oficial, el mismo modelo que el de Milo pero más nuevo y mucho más limpio, y estaba en el aparcamiento de la comisaría de West Los Ángeles. Beaudry se mantenía muy próximo a Milo mientras se acercaban al vehículo; luego le abrió la portezuela.
—Buen servicio, agente.
Beaudry no respondió, se limitó a cerrar la puerta y a ocupar el asiento del conductor.
Conducía con pericia. Conducir era una de sus aficiones preferidas. Cuando era niño había fantaseado con convertirse en piloto profesional hasta que alguien le dijo que no había pilotos negros.
La radio policial estaba en marcha, recitando el poema épico nocturno de violencia codificada, pero Beaudry no la escuchaba. Salió del aparcamiento y se dirigió hacia la 405.
—¿Vamos al centro? —se interesó Milo.
—Sí.
Cuando entraban en la rampa, Milo dijo:
—Así pues, ¿de qué va todo esto?
No recibió respuesta porque Beaudry no la tenía, la ignoraba, pero incluso aunque la hubiera sabido, era bastante inteligente como para mantener el pico cerrado. La 405 estaba atestada con el tráfico nocturno del aeropuerto, y durante un rato el vehículo apenas avanzó.
Milo repitió la pregunta.
—No tengo ni idea, señor —respondió Beaudry.
Una vez superados algunos vehículos, Milo insistió:
—¿Trabajas para el jefe Wicks?
—Sí.
—¿Estás destinado al parque móvil?
—Sí.
—Bien —repuso Milo—, tantos años en el cuerpo y es la primera vez que me llevan en coche. De modo que hoy debe de ser mi día de suerte, ¿verdad?
—Eso parece.
Beaudry descansó la mano izquierda en el apoyamanos del conductor mientras guiaba el volante con un dedo.
El tráfico comenzó a moverse.
—Muy bien, me recostaré en el asiento y disfrutaré del paseo —dijo Milo.
—Como guste.
Sturgis estiró las piernas y cerró los ojos. Avanzaban lenta pero continuadamente.
Agradable y cómodo. De pronto Beaudry oyó:
—¡Por Dios…!
Crujidos y movimientos en el asiento contiguo. Beaudry echó un vistazo a la derecha y vio que Sturgis se incorporaba.
—¡Oh, Dios mío… no puedo…!
La última palabra quedó sofocada por un grito y Beaudry vio desplomarse a Sturgis con una mano en el fornido pecho y la otra pugnando por aflojarse el nudo de la corbata.
—¿Cuál es el problema?
—El estómago… el pecho… Probablemente será algo de gas… La porquería que he comido. ¡Oh, Dios mío, otra vez…! ¡Cielos, duele como un parto…! ¡Oh, mierda, esto no es…!
Sturgis se había incorporado de nuevo, bruscamente, como si algo le perforase en su interior. Jadeante, chirriante, tiraba de la corbata suelta pero se aferraba al fláccido tejido. Se llevó la mano a la parte izquierda del pecho. Beaudry oyó saltar un botón, que chocó contra el salpicadero.
—¿Está bien…?
—Sí, sí… Ponte en contacto con Parker, tal vez ellos tengan un… ¡No…! ¡No puedo…! ¡Oh, mierda!
Se le agarrotaban las largas piernas y sus rodillas chocaron contra el vinilo. En aquellos momentos tenía los ojos cerrados y muy mal color, grisáceo, y el rostro muy contraído.
—¿Le había sucedido antes? —le preguntó Beaudry, tratando de mantener la calma.
Por toda respuesta, Milo profirió un profundo y huraño gemido.
—Señor, ¿había usted sufrido antes…?
—¡Oh… Dios mío! ¡Dame…! ¡Oh!
Sturgis arqueó la espalda, se mordió el labio y Beaudry distinguió su rápida y jadeante respiración.
—Voy a llevarlo a un hospital —anunció.
—No. Solo tienes que…
—No hay elección, señor… ¿Dónde se encuentra el más próximo? ¡Cedars, de acuerdo! La salida de Robertson está a poca distancia de aquí, resista…
—No, no, estoy bien… ¡Ah!
Beaudry colocó de nuevo la mano izquierda al volante, se situó en el carril más rápido y pisó el acelerador a fondo usando el microteléfono con la derecha para avisar de que tenía una emergencia.
Nadie respondió en la oficina del subjefe Wicks. Le habían ordenado que condujera a Sturgis directamente a la sala de conferencias de la quinta planta; sin duda se trataba de un importante detective… ¿Qué extensión habría allí? No tenía ni idea. ¿Debía conectar con la centralita de Parker? No, le habían explicado muy claramente que aquel asunto era confidencial. Se trataba de una investigación de alto nivel, lo cual significaba que confiaban en él para algo más que para una simple labor de chófer, probablemente lo preparaban para un trabajo más importante y mejor…
Entretanto, su pasajero gemía y jadeaba como un pez fuera del agua, parecía como si fuera a morirse allí mismo en el coche. Había que ver qué corpulento era, probablemente no hacía ejercicio y debía de comer toda clase de porquerías… ¡Qué mala suerte la suya cuando se le presentaba una ocasión inmejorable! Llevaba una vida intachable, educaba a sus hijos debidamente y Delores se sentía satisfecha porque no sería asesinado por ningún malhechor. Había solicitado el puesto en el parque móvil porque su tío había comenzado de aquel modo y había llegado a sargento pese al racismo que había en el departamento. Porque su tío y otros parientes le habían dicho que un joven inteligente como él, con buena presencia, aún podía prosperar más. Conduciendo uno conoce a mucha gente, tal vez podría llegar a ser el chófer del jefe.
¡Qué diablos! Conduciendo podía llegar a ser un jefe, Daryl Gates había comenzado como chófer de Saint William Parker. Y había que ver cómo había acabado Daryl Gates, de modo que, tal vez, en su caso sucediera totalmente lo contrario y conducir fuera realmente un caso de mala suerte, una maldición. Aquella, sin duda, no era una buena señal, deseaba que Sturgis dejara de sufrir aquel ataque al corazón, decidiera que se trataba de unos simples gases y volviera a respirar normalmente.
Silencio. ¡Oh, no!
—¿Está bien?
Sin respuesta. Pero Sturgis aún respiraba. Beaudry distinguía la oscilación de su enorme vientre.
—Todo va bien —le dijo en tono tranquilizador—. Cuidaremos muy bien de usted. Ya casi hemos llegado.
Sturgis contrajo aún más el rostro mientras volvía a agarrotarse, se deslizaba hacia abajo y aterrizaba casi debajo del asiento. Por fortuna llevaba puesto el cinturón de seguridad. Resistía y jadeaba… aquel resuello…
ROBERTSON, 2 KILÓMETROS. Beaudry observó por el retrovisor y cruzó los cuatro carriles, salió precipitadamente por el carril de deceleración, que gracias a Dios estaba despejado, pasó por debajo de un semáforo en ámbar en National y voló en dirección norte. El hospital se hallaba a escasos kilómetros.
No te mueras aquí, hombre, por lo menos aguarda a que lleguemos allí… Pico, Olympic, otro semáforo dudoso, cierto tráfico en el cruce que proyectó sus bocinazos contra él.
Olvidaos, estoy autorizado, soy policía… Wilshire, Burton, ya llegamos, ya llegamos, ya llegamos… ¡Cedars, por fin! Giró en Alden y entró en el aparcamiento cubierto hasta la entrada de urgencias… No había nadie allí, Sturgis permanecía inmóvil… pero se veía peor que nunca… aún seguía respirando. ¡Oh, Dios Santo, por favor, deja que respire un poco más! ¿Iría a Reanimación Cardiovascular? No, no, desde luego que no, con tantos doctores por allí…
—Ya hemos llegado, resista un poco —dijo cerrando la puerta de golpe en el aparcamiento—. En seguida recibirá ayuda.
Dejó el motor en marcha y se introdujo en la zona de recepción de Urgencias, donde vociferó al empleado de aspecto soñoliento que un agente de policía necesitaba ayuda.
El recinto estaba lleno de ancianos enfermos y de accidentados. Sin aguardar la respuesta del recepcionista, Beaudry pasó corriendo ante ellos y asió a los primeros empleados que encontró, una enfermera filipina y una interna femenina uniformadas, y los tres corrieron hacia el vehículo al más puro estilo televisivo.
—¿Dónde está? —preguntó la interna pelirroja.
Parecía tener dieciséis años pero en su insignia se leía: «S. Goldin, doctora».
—¡Aquí mismo! —repuso Beaudry.
Y abrió bruscamente la puerta del vehículo.
El interior estaba vacío.
Lo primero que se le ocurrió fue que Sturgis había sufrido otro ataque, había abierto la puerta como había podido, se había caído al suelo y había ido arrastrándose hasta algún lugar para morir… Corrió alrededor del coche para comprobarlo y luego miró debajo.
—¿Dónde está? —repitió la interna, en esta ocasión con escepticismo.
Ambas miraron a Beaudry fijamente y repararon en su insignia, en el uniforme, los dos galones y el cinturón Sam Browne, provisto de la nueve milímetros.
Imaginaban que era un policía de verdad, pero ¿qué diablos contaba?
Beaudry corrió por el aparcamiento, buscando por encima, por debajo, entre todos los malditos vehículos, manchando de grasa su uniforme, empapando la camisa ceñida a su musculoso cuerpo con el sudor fruto de la tensión.
Cuando regresaba, la interna S. Goldin repitió:
—¿Dónde dice que está? ¿Qué sucede, agente?
En aquellos momentos, Beaudry respiraba agitadamente y también le dolía el pecho.
Se irguió, tratando de no demostrar la tensión que sufría.
—Buena pregunta —repuso.
¡De nada valían los consejos familiares! No cabía duda de que conducir era una maldición.