39
A la mañana siguiente se lo expliqué a Robin.
En principio, no dijo nada. Luego me preguntó:
—¿Y tienes que ser tú?
—Si realmente no…
—No —respondió ella—. Si te lo impidiera sería… Si sucediera algo que pudiera haberse evitado nunca me lo perdonaría… ¿Estás seguro de que podrás mantenerte a salvo?
—Solo es una visita a una librería.
—Solo una visita. Ojear las estanterías, ¿no es eso?
—Robin…
Ella me asió del brazo.
—Ve con cuidado… Supongo que lo digo más por mí que por ti… Te lo ruego.
Aflojó la presión de sus dedos, me besó y se fue al estudio.
Llamé a mi despacho, les dije que estaría una semana ausente, de vacaciones, y que llamaría con regularidad.
—Supongo que se marcha a algún lugar agradable, doctor Delaware —me dijo la telefonista.
—Un lugar muy privado.
Aquella tarde Daniel Sharavi me llamó y me preguntó si podía llevarme mi nueva documentación a las diez.
—¿Lo sabe Milo?
—Acabo de hablar con él. Está informando a los restantes detectives sobre Melvin Myers. Irá mientras que yo esté ahí.
—Estupendo.
Se presentó con una cartera de vinilo negro. Robin y yo estábamos en el salón, jugando a cartas, y ella acudió a abrir la puerta. Pocas veces jugábamos a los naipes. Había sido idea suya.
Los presenté. Robin estaba al corriente del allanamiento de morada y de la instalación de micrófonos, pero sonrió levemente y le estrechó la mano.
Oí cómo el perro cerraba la puerta de golpe y cruzaba la cocina atropelladamente. Llegó corriendo al salón, resopló, jadeante, y tras detenerse a pocos pasos de Sharavi, tensó los músculos del cuello y gruñó.
Robin se inclinó y trató de tranquilizarlo. Spike ladraba ininterrumpidamente.
—¿Qué sucede, cariño?
—No le gusto —dijo Sharavi—. Y no se lo reprocho. Cuando estuve aquí tuve que encerrarlo un rato en el baño.
La sonrisa de Robin se esfumó.
—Lo siento, señorita Castagna. Yo también había tenido perro.
—Ven, cariño, dejémosles tratar de negocios —le dijo Robin.
Y el animal la siguió a la cocina.
—¿Aún estás dispuesto a seguir adelante? —me interrogó.
—¿Hay alguna razón para que no sea así?
—A veces la gente se entusiasma y luego lo piensa mejor. Y la señorita Castagna…
—Está de acuerdo con ello.
Nos sentamos y colocó la cartera sobre la mesa.
—Me he enterado de más cosas sobre Farley Sanger, el abogado neoyorquino. Su último viaje a Los Ángeles fue dos semanas antes del asesinato de Irit. Se alojó en el hotel Beverly Hills y, según tenemos entendido, realizó gestiones para su firma. Hasta el momento no tenemos datos de que haya regresado desde entonces, pero esa clase de cosas pueden ocultarse.
Sacó unos documentos.
—Seguimos sin rastro de Meta. Tras la publicidad del artículo de Sanger, el grupo desapareció o pasó a la clandestinidad. Cuando estaba en funcionamiento celebraban las reuniones en un edificio de la Quinta Avenida, en un lugar muy selecto, y en una suite especial se albergaba la Fundación Loomis, un grupo benéfico iniciado por una acaudalada familia agricultora de Louisiana hace más de un siglo. Una fundación relativamente pequeña, por lo que sabemos. El año pasado donaron menos de trescientos mil dólares. Un tercio fue destinado al estudio psicológico de gemelos en Illinois, otro tercio a investigación agrícola y, el resto, a varios científicos que realizan estudios genéticos.
—¿Tenía la investigación de gemelos alguna tendencia genética también?
—El investigador es un profesor de biología comparada en un pequeño colegio universitario. Estos son los datos.
Y me entregó un folleto grapado.
El boletín se llamaba Debates de la Fundación Loomis y se titulaba «Homogeneidad de rasgos y pautas longitudinales del comportamiento codificado en gemelos monozigotos separados al nacer».
—Loomis… me resulta familiar. ¿Qué cultivan?
—Tabaco, alfalfa, algodón. La familia Loomis se enorgullecía de su genealogía vinculada a la nobleza europea, ese tipo de cosas.
—¿Enorgullecía? —repetí—. ¿Ya no existen?
—El apellido familiar se extinguió pero quedan algunos primos que dirigen el negocio y la fundación. No han añadido más fondos a la cantidad inicial desde hace años.
—¿Existe algún registro de que fundaran Meta?
—Hasta el momento, no. Pero el hecho de que Meta utilizara sus oficinas se expresa por sí mismo. Si canalizaron dinero a Meta extraoficialmente, ello podría ocasionar problemas en su estatus como exentos de impuestos.
—Y la controversia sobre el artículo de Sanger pudo atraer la atención hacia su contabilidad.
—Exactamente. De modo que tal vez fue esa la razón de que el grupo se disolviera.
—O se trasladara a Los Ángeles —dije—. Loomis… Aguarda un momento.
Fui a mi despacho y saqué Fuga de cerebros de una estantería.
Consulté la biografía del autor en la solapa.
Arthur Haldane, doctor en Filosofía, becario residente, Instituto Loomis, ciudad de Nueva York.
Se lo llevé a Sharavi.
—¡Oh! —exclamó—. Compré ayer el libro y aún no he tenido tiempo de leerlo… De modo que existe un instituto, además de una fundación.
—Tal vez circule más dinero que no has detectado.
Dio la vuelta al libro, lo abrió y examinó el índice.
—¿Puedo utilizar tu teléfono?
Llamó utilizando una tarjeta telefónica, habló brevemente en hebreo, colgó y regresó a la mesa.
—Un bestseller —dijo—. Si parte de los derechos de autor retornaron a Loomis, eso sin duda eliminaría su estatus de exención de impuestos. Con su merma de efectivo podrían haber estado deseosos de asumir el riesgo.
—Tanto Sanger como Helia Cranepool, analista de valores, trabajan en campos financieros. Ella está especializada en productos agrícolas.
—Los productos de Loomis —observé—. Suponiendo que aún se dediquen a ello.
—¡Oh, sí! —dijo—. Aunque no en Norteamérica, sino en el extranjero. Algodón, cáñamo, yute, alfalfa y otros piensos, así como diversos materiales de embalaje. Poseen plantaciones en Asia y África. Supongo que porque allí los salarios son más bajos.
—¿Tiene oficinas aquí la Fundación? —pregunté.
—No con el nombre de Loomis. La estoy investigando.
—Una suite en la Quinta Avenida neoyorquina y lo único que sabemos de ellos es un posible vínculo con una librería de Silverlake. Es todo un contraste.
—Sabemos que son esnobs —dijo—. Tal vez eso se extienda a su perspectiva de California.
Hice café mientras él esperaba, inmóvil, casi encantado. Cuando regresé con dos tazas, me dio las gracias y un sobre blanco. En él había tarjetas de la Seguridad Social, Visa, MasterCard, como socio de un club y de una sociedad médica privada, todo ello a nombre de Andrew Desmond.
—Seguro sanitario —dije—. ¿Cuánto desgrava?
—Bastante —repuso, sonriente.
—¿Y en caso de que resulte herido?
—Me esforzaré por cuidar de ti.
—¿Y el permiso de conducir?
—Necesitaré una foto para eso y deseo aguardar hasta el jueves o el viernes, cuando tengas la barba más espesa. Entonces también tendré algunas credenciales de educación para ti. Hemos encontrado un programa de psicología desacreditado con sede en Los Ángeles que se suspendió hace diez años. Aunque por alguna extraña coincidencia llegaras a conocer a otros alumnos, puedes alegar que estudiabas en casa, que no tenías contacto con tus compañeros.
—Parece perfecto.
Encuadró el montón de papeles.
—Pocos civiles trastornarían su vida hasta este extremo, Alex.
—Soy masoquista. Y, francamente, creo que estamos exagerando un poco el espionaje.
—Mejor eso que lo contrario. Si necesitabas una casa lejos del hogar has conseguido una. He podido obtener alojamiento en la ciudad. En la avenida Genessee, distrito de Fairfax.
Señaló en derredor con su mano sana.
—Me temo que no se parece mucho a esto, pero los vecinos no fisgonearán.
Del bolsillo sacó una anilla de la que pendían varias llaves. Las extendió sobre la mesa y fue señalando una tras otra.
—Puertas delantera y trasera, garaje, coche. Es un Karmann Ghia, de diez años, pero adaptado con un nuevo motor y funciona mejor de lo que parece. He escogido algo feo para que no tengas que enfrentarte a ladrones de coches. Está en el garaje.
Me deslizó las llaves sobre la mesa.
—Parece que has pensado en todo —dije.
—Ojalá fuera posible.
Milo llamó a la puerta poco después de las diez y media. Venía acompañado de Petra Connor. Ella volvía a vestir traje pantalón, en esta ocasión color chocolate, iba menos maquillada y parecía más joven.
Milo los presentó.
—El subjefe Sharavi, la detective Petra Connor, de la División de Hollywood.
Se estrecharon las manos. Connor fijó en mí sus negros ojos y luego en la falsa documentación.
—¿Queréis tomar algo? —los invité.
—No, gracias —repuso ella.
—Si te queda café, tomaré un poco —dijo Milo—. ¿Dónde está Robin?
—En la parte de atrás.
Llené una taza y Milo examinó mi tarjeta de la Seguridad Social.
—Hemos concluido nuestro intercambio de opiniones entre divisiones. Pierce no pudo venir y McLaren y Hooks se encontraban llevando otros casos. De modo que fuimos Alvarado, la detective Connor y yo.
Ella hizo girar un anillo con un camafeo.
—Gracias por permitirme intervenir en esto. He vuelto a contactar con los padres de Malcolm Ponsico en Nueva Jersey pero de nuevo ha sido inútil. Y no podía decirles que acaso no fuera un suicidio porque tenía la impresión de estar tocando fondo. Examiné asimismo los antecedentes de Zena Lambert y son impecables. Dejó PlasmoDerm por voluntad propia, no fue despedida ni existe nada dudoso en su dossier personal y es la propietaria oficial de la librería, por lo que parece un intento de trabajar por su cuenta.
Miró a Milo.
—El único bocado que surgió de la reunión fue que Alvarado se sumergió en los archivos del Departamento Recreativo y descubrió que un tipo llamado Wilson Tenney había trabajado en el parque donde fue secuestrado Raymond Ortiz y lo despidieron unas semanas después por problemas de personalidad. No aceptaba órdenes, acudía cuando le parecía, se sentaba en un banco y leía en lugar de rastrillar. Lo amonestaron varias veces y finalmente lo despidieron. Tenney impugnó el despido, armó ruido acerca de un pleito y de discriminación a la inversa por ser un varón blanco, pero al final se limitó a marcharse.
Me tendió una hoja impresa con el permiso de conducir. Tenney tenía treinta y cinco años, medía metro ochenta y pesaba sesenta y ocho kilos. Ojos verdes, cabellos hasta el hombro de color castaño claro, a menos que la copia en blanco y negro fuera inexacta. Mirada dura, la boca tensa si se trataba de reparar en algo. No se advertía nada más notable en el rostro.
—Un hombre airado —dije—. Resentimiento de minorías. ¿Leía en el trabajo porque era un supuesto intelectual?
—Lo hemos investigado y está tan limpio como Lambert y no fue al otro lado de la ciudad en busca de empleo en el parque natural. Dejó su última dirección conocida, un apartamento en Mar Vista. ¿Y adivinas qué vehículo tiene?
—Una furgoneta.
—Una Chevy del 79, matrícula caducada, lo cual hace aumentar las sospechas. Vive en la calle y no ha solicitado ningún subsidio de desempleo.
—Tal vez tenga historial de tratamiento psiquiátrico —dije—. Podría estar hospitalizado.
—Alvarado ya ha comenzado a comprobar los hospitales públicos; en este punto, sería imposible investigar los privados. También he pasado por casa del presidente de Mensa, Bukovsky. Es su negocio, un taller de reparaciones, y no estaba. Decidí no dejar tarjeta. ¿Alguna sugerencia hasta el momento?
—No —dijo Sharavi—. Solo información.
Y repitió lo que me había dicho sobre Sanger y la Fundación Loomis.
—En la Quinta Avenida —observó Milo—. Y tal vez sean socios comanditarios de ese asno que escribió el libro… Tal vez socios de Zena Lambert que financian Spasm. Una forma de que un oficinista trabaje por cuenta propia de la noche a la mañana.
—Capital de riesgo para una nueva utopía —dije.
—Y las ganancias de la tienda las ingresan en la Fundación Loomis —comentó Sharavi—. Un modo interesante de blanquear dinero.
—¿De modo que sigues comprobando los registros de viajes de Sanger? —preguntó Milo.
Sharavi asintió.
—¿Qué sabes de la editora Cranepool?
—Vive sola en un apartamento de la calle Setenta y Ocho Este, trabaja muchas horas en la casa de corretaje, regresa a su hogar y sale pocas veces, salvo para comprar y hacer recados.
Sacó tres fotos del bolsillo. La primera aterrizó boca abajo y así la dejó. La segunda era una instantánea de un hombre alto y fornido, de alrededor de cuarenta años, con los hombros caídos, que no lograba disimular un buen traje hecho a medida. Llevaba el pelo negro, peinado hacia atrás, tenía los rasgos muy marcados y los ojos negros con los párpados caídos. El traje era gris, con camisa blanca, corbata azul marino y llevaba un maletín de cuero fino. La cámara lo había captado andando con aire preocupado por una calle atestada de gente.
En la tercera se veía a una mujer con los labios apretados, aire acosado y diez años mayor que vestía un voluminoso suéter beige y pantalones de cuadros de color verde oscuro. Lucía grandes pendientes de oro, gafas con montura dorada y sus rasgos también eran blandos. Pregunté si ella y Sanger estaban emparentados.
—Buena observación —dijo Sharavi—. Trataré de enterarme.
Examiné con más detenimiento la foto de Helia Cranepool. Estaba en movimiento pero un objetivo rápido la había captado con nitidez, saliendo de una puerta con dos bolsas blancas de compra. Tras ella, en el escaparate, se exhibían manzanas y naranjas. En el letrero de una de las bolsas se leía D’AGOSTINO.
—Él se dirigía a una comida de negocios —comentó Sharavi—. A ella la encontramos el sábado en la tienda de comestibles de la avenida Lexington.
—Ambos tienen aspecto adusto —observó Petra Connor.
—Tal vez ser brillante no es tan excepcional como lo pintan —dijo Milo.
Sharavi levantó la primera foto. En ella se veía a Farley Sanger con un polo rojo y un sombrero de lona, acompañado de una linda rubia y de dos niños también rubios instalados en una lancha motora aún amarrada en un muelle. El agua era plácida y verde con toques de hierba de zona pantanosa en la periferia.
Sanger aún tenía aspecto desdichado y la mujer parecía acobardada. Los niños daban la espalda a la cámara y mostraban sus cuellos delgados y sus cabellos rubios.
—No es exactamente una imagen de Norman Rockwell —dijo Connor.
Milo preguntó si podía quedarse con las fotos y Sharavi le contestó que sí, que eran para él.
Pensé en que había aguardado a que Milo llegase para mostrárnoslas. Esperé a que se explayara en los detalles.
De policía a policía. Yo apenas participaba en aquello.
—Adelante —dijo Milo—. El apuñalamiento de Melvin Myers. Me reuní con la señora Grosperrin, directora de la escuela comercial de Myers. Al principio estuvo describiendo a Myers como un alumno modélico. Demasiado modélico. De modo que la presioné y por fin reconoció que también podía ser terriblemente pesado: era de genio vivo, resentido, buscaba siempre indicios de discriminación contra los minusválidos y se quejaba de que la escuela trataba de manera paternalista a los estudiantes en lugar de como adultos y que las instalaciones y las ventajas del curso eran un fraude. Grosperrin imaginaba que se debía a que la madre de Myers lo había mantenido encerrado durante demasiado tiempo y a que entonces él era consciente de sus propias fuerzas. Dijo que Myers se veía a sí mismo como un paladín y que había tratado de convertir al consejo escolar en algo importante: mayor vía de expresión de los alumnos y conseguir más respeto por parte de la administración.
—Un líder agresivo —dije—, alguien que podía crearse enemigos.
—Grosperrin negó que hubiera tenido conflictos con nadie, insistió en que la facultad comprendía de dónde procedía él y que lo admiraba por sus agallas: palabras textuales.
—¿Qué hay de la gente que residía en la casa de Myers?
—Son cuatro inquilinos, hablé con tres de ellos y con la casera por teléfono. Respondieron básicamente lo mismo. Que Myers era brillante pero que podía cabrear a la gente con su lengua viperina.
—Aun así, ninguna de las restantes víctimas tenía una personalidad agresiva —observó Connor—. Parece como si se convirtieran en víctimas por lo que eran, no por lo que hacían.
—¿Tenía la señora Grosperrin alguna idea de qué pudo atraer a Myers a aquella callejuela? —se interesó Sharavi.
—No —respondió Milo—, pero de algo estamos seguros: no se perdió. Ella dijo que Myers conocía la zona como la palma de su mano, que se había ejercitado en memorizar toda la cuadrícula del centro de la ciudad. De modo que alguien le ofreció algún motivo para meterse en aquella calle. Y ahí nos encontramos. ¿Ya sabes cuándo vas a visitar la librería, Alex?
—Daniel sugirió el jueves o el viernes, así la barba estará más crecida.
—Buena idea, Andrew —dijo.