19

El barco medía nueve metros de blanca y lustrosa fibra de vidrio con adorno gris, altos mástiles y velas atadas. El nombre, Satori, aparecía pintado en el casco con letras negras ribeteadas de oro.

En el puerto deportivo el cielo era de un azul suave frotado con polvo de tiza. No corría un soplo de viento. La embarcación y sus vecinas apenas oscilaban, y me pregunté si Baker habría salido siquiera del puerto. A pocos pasos de distancia, la terraza posterior del Marina Shores Hotel se extendía sobre el camino que festoneaba el borde del muelle. Algunos comensales precoces estaban ya sentados, tomando bebidas frescas y degustando suculentos platos de marisco.

Un muro de cadena de eslabones separaba el inmueble del hotel de las gradas de alquiler, pero estaba suelto y pasé al interior.

Satori. Sabía que tenía algo que ver con el zen y lo había consultado antes de salir.

Un estado de iluminación intuitiva.

Tal vez el sargento Wesley Baker pudiera iluminar la muerte de Nolan.

Apareció por debajo antes de que yo llegara al barco, secándose las manos con una toalla blanca. Debía de medir metro setenta y era robusto, pero sin visible grasa corpórea. Llevaba un polo blanco Lacoste, pantalones tejanos negros y blancos planchados y lujosos zapatos. Representaba perfectamente su edad, unos cincuenta, aunque muy bien llevados. Lucía un bronceado duradero, cabellos castaño oscuro muy cortos que le plateaban en las sienes y sus hombros eran anchos y cuadrados y exhibía brazos musculosos y sin vello. Tenía la cabeza algo pequeña para su potente torso, el rostro redondo algo infantil pese a las arrugas producidas por el sol y los rasgos enérgicos. Grandes gafas con montura de oro le protegían de la fuerza de los rayos solares de mediodía.

Parecía un brillante hombre de negocios en su día libre.

Me saludó, yo subí a bordo y nos estrechamos las manos.

—¿Doctor? Soy Wes Baker. ¿Dispuesto a almorzar? ¿Qué le parece el hotel?

—Estupendo.

—Déjeme cerrar y en seguida estaré con usted.

Desapareció un momento y regresó llevando un gran billetero de piel. En realidad, más bien parecía un monedero y lo llevaba en una mano. Salimos del barco y nos dirigimos al hotel.

Andaba muy lentamente, como si cada movimiento contara. Igual que un bailarín o un mimo. Balanceaba los brazos y miraba a uno y otro lado con una tenue sonrisa.

Tras los cristales, sus ojos eran castaños y curiosos. Si se proponía ocultar algo, no lo parecía.

—Magnífico día, ¿verdad? —dijo.

—Muy hermoso.

—Al vivir aquí se renuncia al espacio, yo me arreglo con treinta y siete metros cuadrados, y el puerto deportivo está tan congestionado como la ciudad. Pero por la noche, cuando todo se tranquiliza y se disfruta de una clara perspectiva del océano, la ilusión de infinidad compensa de todo ello.

—¿Satori? —dije.

Rio entre dientes.

Satori es un ideal, pero uno tiene que seguir intentándolo. ¿Navega usted?

—Con escasa frecuencia.

—Yo también soy relativamente nuevo en ello. Obtuve alguna experiencia en barcos cuando era niño pero nada que me enseñara cómo hacer funcionar una embarcación seria. Me he metido en ello hace unos años. La prueba fue un suplicio. Unos tientos en la jarra y en seguida aprendes a desplegar las velas.

—Nolan también adquirió alguna experiencia con barcos, ¿no es así?

Asintió con la cabeza y luego dijo:

—En los buques pesqueros de Santa Bárbara. Y asimismo hizo algunas inmersiones en busca de orejas marinas. Aunque, en realidad, no le interesaba nada de todo eso.

—¿Cómo?

—No era aficionado al trabajo manual.

Subimos la escalera en dirección al comedor del patio.

Había un letrero que decía «Por favor, aguarde a que lo acomoden», y el atril del hostelero estaba vacío. Por la terraza enlosada estaban diseminadas dos docenas de mesas cubiertas con mantelerías de hilo de color azul marino, tres de ellas ocupadas. El cristal y la plata jugueteaban con el sol. La pared de la parte este era de cristal y daba a un comedor vacío.

—También decía que le desagradaba matar pescados —dijo Baker, mirando a su alrededor—. Matar, punto. No era un muchacho violento. Se había hecho vegetariano un año antes de ingresar en la academia. Probablemente era el único policía vegetariano que he conocido. ¡Eh, Max!

Un maître chino surgió desde dentro del hotel. Llevaba un traje negro, camisa y corbata también negras y tenía una amplia y profesional sonrisa que irradiaba congoja.

—¡Hola, señor Baker! Su mesa está lista.

—Gracias, Max.

Nos condujeron a una mesa junto al agua lo suficientemente grande para cuatro personas pero preparada solo para dos. Distinguí olor a salmuera, a combustible de barcos y al almuerzo salteado de algún comensal.

—No era un muchacho violento —dije—. Sin embargo, escogió el cuerpo de policía.

Baker desplegó una servilleta de color azul marino y se la colocó en el regazo.

—En teoría no debería existir conflicto. El objetivo del agente de policía consiste en reducir la violencia. Pero, desde luego, esa no es la realidad.

Se quitó las gafas, miró a través de ellas, sopló una mota y volvió a ponérselas.

—La realidad es que la labor policial conlleva estar constantemente sumergido en violencia. Integre a un muchacho sensible como Nolan y el resultado puede ser desilusionante.

—¿Le había comentado él que se sentía desilusionado?

—No con esas palabras, pero no era feliz. Siempre estaba como desanimado.

—¿Deprimido?

—Considerándolo retrospectivamente, tal vez, pero no mostraba señales clínicas.

Se interrumpió.

—Por lo menos, que yo sepa. Quiero decir que parecía tener buen apetito y siempre estaba dispuesto para la tarea. Solo que nunca se reía ni parecía satisfecho. Como si se hubiera sumergido en una especie de baño protector, una laca emocional.

—¿Para evitar sufrir?

Se encogió de hombros.

—No sé qué decirle con respecto a eso. Estoy más asombrado que nadie por lo que hizo.

Un joven camarero trajo pan francés y nos preguntó qué queríamos beber.

—Una tónica con vodka —dijo Baker—. ¿Y usted, doctor?

—Té helado.

—También estoy listo para encargar la comida. La ensalada de calamares es estupenda, si le gusta el marisco.

—Desde luego —respondí.

—Que sean dos, entonces, y sírvanos un buen blanco.

Miró al camarero. La expresión del joven denotaba que no lo había entendido.

—¿Todavía tienen en reserva aquel Sauvignon blanco Bear Cave?

—¿El del ochenta y ocho? Creo que sí.

—Si es así, tráiganos una botella. En caso contrario, ¿qué otro tienen que sea parecido?

—Tenemos un buen Sauvignon blanco Blackridge.

—Lo que sea razonable. El doctor es el que paga.

—Sí, señor.

El camarero se marchó y Baker se olió el dedo.

—¡Ah, un olfato muy fino! Un suave aroma de melocotón y hojas secas y una leve alusión a Seven-Up.

Cortó un pedazo de pan y lo mascó lentamente.

—Lo que hizo Nolan me ha estado martirizando en dos niveles. El más importante, desde luego, el acto en sí mismo. La pérdida. Pero también de un modo narcisista. ¿Por qué no lo advertí?

—¿Cuánto tiempo trabajó con él?

—Tres meses, día tras día. Era el alumno más rápido que he visto jamás. Un muchacho interesante. Diferente de los otros novatos que he tenido, pero nada me indujo a creer que fuera de alto riesgo… ¿Cuánto sabe acerca del suicidio policial?

—Solo sé que va en aumento.

—Desde luego. El promedio probablemente se ha duplicado en los últimos veinte años. Y esos solo son los conocidos. Incluya aquellos que asumen excesivos riesgos, accidentes que en realidad no lo son, otras «muertes sin resolver» y probablemente duplicará de nuevo la cuenta.

—Accidentes —dije—. ¿Suicidio laboral?

—Desde luego —respondió—. A los policías les gusta hacerlo así porque ahorran la vergüenza a la familia. Lo mismo sucede con la gente con quien ellos tratan. Algún personaje profundamente deprimido se embriaga o se droga, se sitúa en medio de la calle agitando un arma y cuando llega el coche patrulla, en lugar de tirarla al suelo, apunta al parabrisas.

Apretó un gatillo imaginario.

—Lo llamamos suicidio por agente. La única diferencia es que la familia del personaje contrata a un abogado, demanda al ayuntamiento por muerte improcedente y cobra. La depresión y los litigios forman una gran combinación, doctor Delaware.

—¿También litigan los policías? —dije.

Se quitó las gafas y miró el puerto con aire pensativo.

—Lo hacen los vivos, doctor. Piden pensiones por estrés y todas esas cosas. Últimamente, el departamento ha puesto freno a eso. ¿Por qué? ¿La hermana desea demandar?

Se expresaba en tono despreocupado y miraba su plato de pan.

—No, que yo sepa —respondí—. Solo está buscando respuestas, no culpables.

—Al final es al suicida a quien debe culparse, ¿no es cierto? Nadie más puso el arma en la boca de Nolan. Nadie más apretó el gatillo. ¿Había otras señales de que no fuera el alma de la fiesta? Yo no las vi. Se tomaba las cosas muy en serio, se tomaba seriamente su trabajo. Yo lo veía como un muchacho positivo. No era un holgazán.

Llegaron nuestras bebidas. Mientras Baker probaba la suya, le dije:

—Aparte de aprender con rapidez, ¿en qué se diferenciaba Nolan del resto de los novatos?

—En su seriedad, en su inteligencia. Hablamos de auténtica genialidad. Nosotros nos tomábamos un descanso y él sacaba un libro y comenzaba a leer.

—¿Qué clase de libros?

—El código penal, política. También revistas y periódicos. Siempre llevaba algo encima. No es que me importara. Yo prefería leer un buen libro en cualquier momento que charlar sobre los habituales temas policiales.

—¿De qué tratan?

—Harleys, Corvettes, armas y municiones.

—Tenía un coche deportivo. Un pequeño Fierro rojo.

—¿De verdad? Nunca lo mencionó. Esa es exactamente la cuestión. Cuando salíamos a patrullar se concentraba en el trabajo. Cuando nos deteníamos, no mantenía conversaciones triviales. Era muy serio; eso me gustaba.

—¿Decidió entrenar a Nolan porque era inteligente?

—No, él me escogió a mí. Cuando aún estaba en la academia yo fui allí a dar una conferencia sobre normas de arresto. Después él se me acercó y me preguntó si yo sería su agente instructor cuando se graduara. Dijo que aprendía con rapidez y que nos entenderíamos estupendamente.

Baker sonrió, agitó la cabeza y extendió sus gruesas y bronceadas manos sobre el mantel. El sol caía con fuerza. Sentía el calor en mi nuca.

—Me pareció sumamente audaz. Imaginé que lo que realmente buscaba era situarse en West Los Ángeles. Pero estaba intrigado, de modo que le dije que fuese a la comisaría al concluir el tuno y que hablaríamos.

Se frotó la punta de la nariz.

—Al día siguiente apareció en el lugar. No se mostró en absoluto insistente, al contrario; deferente. Le pregunté qué había oído acerca de mí y dijo que me había ganado cierta reputación.

—¿Por ser intelectual? —le pregunté.

—Por ser un agente instructor que mostraba las cosas como realmente eran.

Se encogió de hombros.

—Era inteligente pero yo no sabía cómo funcionaría en la calle. Imaginé que sería interesante, de modo que le dije que vería lo que podía hacer. Al final decidí aceptarlo porque parecía el mejor del grupo.

—¿Mala clase?

—Lo corriente —repuso—. La academia no es Harvard. La acción afirmativa ha hecho las cosas más… variables. Nolan funcionaba bien. Su altura contribuía a ello, la gente no solía meterse con él y él nunca intimidaba a nadie ni trataba a los individuos de una forma despótica. Seguía las normas.

—¿Hablaba alguna vez de política?

—No, ¿por qué?

—Solamente trato de conseguir una imagen lo más completa posible.

—Bien —dijo—. Si tuviera que imaginar diría que era conservador. Simplemente porque usted no encontraría liberales ardientes en exceso en el departamento. ¿Pero acaso agitaba banderas del Ku Klux Klan? Pues no.

Le había preguntado por política, no sobre racismo.

—¿De modo que se llevaba bien con la gente que usted supervisaba?

—Como cualquier otro.

—¿Y qué me dice de los otros policías? ¿Se mostraba muy sociable?

—Algunas veces habíamos comido juntos. Aparte de eso, no lo creo. Era muy reservado.

—¿Diría que se alienaba de los otros novatos?

—No puedo responder a eso. Parecía cómodo con su propio estilo de vida.

—¿Le explicó alguna vez qué lo indujo a hacerse policía?

Volvió a ponerse las gafas.

—Antes de aceptarlo se lo pregunté y dijo que no iba a contarme una historia acerca de ayudar a la gente o ser un nuevo centurión, que unicamente pensaba que podía ser interesante. Me gustó, me pareció una respuesta honesta, y no volvimos a hablar de ello. En general era un tipo callado. Siempre pendiente del trabajo, ansioso por ponerse al día. Mi estilo policial consiste en efectuar muchos arrestos, de modo que la mayor parte del tiempo perseguíamos sospechosos agresivamente. Pero no al estilo de John Wayne: yo me atenía a los límites y también Nolan.

Desvió la mirada. Sus manos seguían sobre la mesa pero las puntas de los dedos se veían blancas. ¿Sería aquel un tópico delicado?

—De modo que no había problemas notorios en el trabajo.

—Ninguno.

—¿Abuso de alcohol o drogas?

—No. Llevaba una vida muy saludable. No dejó de ser vegetariano, se entrenaba en las horas libres en el gimnasio de comisaría y practicaba jogging antes de sus turnos.

—Pero era un solitario —dije.

Levantó la mirada al cielo.

—Parecía contento.

—¿Alguna mujer en su vida?

—No me sorprendería: era un tipo atractivo.

—Pero no mencionaba a ninguna.

—No, no era el estilo de Nolan… Verá, doctor, tiene que comprender que el mundo policial es de una subcultura que no soporta debilidades. Se necesitan verdaderos síntomas para justificar la búsqueda de apoyo. Mi tarea consistía en enseñarle a ser un policía. Aprendió estupendamente y funcionó estupendamente.

El camarero nos sirvió la comida y el vino. Baker realizó el ritual de catarlo y ordenó que lo sirvieran. Nos llenaron las copas. Al quedarnos nuevamente solos, dijo:

—No sé si deberíamos brindar por algo, de modo que ¿qué tal un genérico «¡Salud!»?

Bebimos ambos y aguardó a que yo comenzara a comer antes de abordar los calamares, luego cortó cada uno de ellos por la mitad y examinó el pedazo que llevaba en el tenedor antes de metérselo en la boca. Se enjugaba la boca con la servilleta cada tres o cuatro bocados y bebía el vino muy lentamente.

—Alguien le recomendó que se sometiese a terapia —dije—. O tal vez la buscó por sí mismo.

—¿Cuándo se sometió a terapia?

—No lo sé. El terapeuta se muestra reacio a comentar los detalles.

—¿Algún psicólogo del departamento?

—El doctor Roone Lehmann, un especialista privado.

—No lo conozco.

Desvió de nuevo la mirada y la fijó ostensiblemente en unas gaviotas que se sumergían en el puerto, pero había dejado de masticar y entornaba sus grandes ojos.

—Terapia. No estaba enterado de eso.

De nuevo volvió a mover las mandíbulas.

—¿Tiene alguna idea de por qué se trasladó de West Los Ángeles a Hollywood?

Depositó el tenedor sobre la mesa.

—Cuando se trasladó yo había pasado al cuartel general. Era una zanahoria administrativa que había estado oscilando ante mis ojos durante algún tiempo: revisar los currículums de instrucción. No me entusiasma el papeleo pero no puedes ir dando negativas a los jefazos.

—¿De modo que no estaba enterado de su traslado?

—Eso es.

—¿Tras el período de entrenamiento, usted y Nolan perdieron el contacto?

Me miró.

—No se trataba de perder el contacto, sino de interrumpir una relación más importante tipo padre-hijo. El período de instrucción es limitado. Nolan aprendió cuanto necesitaba y salió al gran mundo de los malos. Me enteré del suicidio al día siguiente de haberse producido por las habladurías de los compañeros. Mi primera reacción fue darle una patada a toda la porquería que rodeaba al muchacho… ¿Cómo alguien tan inteligente pudo haberse comportado de un modo tan estúpido?

Pinchó un calamar.

—¿A qué se dedica la hermana?

—Es enfermera. ¿Le habló Nolan alguna vez de ella?

—Nunca la mencionó. Lo único que decía acerca de su familia era que sus padres habían muerto.

Apartó el plato a un lado. La mitad de los calamares habían desaparecido.

—¿Qué opina acerca del modo en que lo hizo? —inquirí—. De un modo tan público, quiero decir.

—Muy singular —respondió—. ¿Qué le parece a usted?

—¿Podía dar a entender algo?

—¿Cómo, por ejemplo?

Me encogí de hombros.

—¿Había mostrado Nolan tendencias exhibicionistas?

—¿Mostrar? Nunca, estando de servicio. ¡Se sentía orgulloso de su cuerpo! Llevaba el uniforme bien cortado y pulido, pero muchos policías jóvenes son así. No obstante, no sé qué quiere decir acerca de dar a entender algo.

—Antes ha mencionado que los policías siempre han tratado de minimizar la vergüenza del suicidio. Pero Nolan hizo exactamente lo contrario. Hizo un espectáculo de sí mismo, casi como una autoejecución pública.

Permaneció durante largo rato en silencio. Levantó su copa, la apuró, volvió a llenarla y sorbió de nuevo.

—¿Está sugiriendo que se autocastigaba por algo?

—Solo teorizaba —respondí—. Pero usted no es consciente de que pudiera haber hecho algo de lo que se sintiera culpable.

—Nada que se relacionara con el trabajo. ¿Le contó su hermana algo de acuerdo con esa idea?

Negué con la cabeza.

—No —respondí—. Solo que no tiene sentido.

El camarero se acercó.

—He terminado —dijo Baker.

Seguí su ejemplo, rechacé el postre y tendí al camarero mi tarjeta de crédito. Baker sacó un gran cigarro y mojó la punta.

—¿Le importa?

—No.

—Va contra las normas del restaurante —dijo—. Pero aquí me conocen y me siento donde el viento arrastra el humo.

Examinó el prieto cilindro marrón liado a mano, mordió la punta que colocó en su servilleta y doblo el paño sobre el fragmento. Sacó un encendedor de oro, le prendió fuego y dio una calada. Un humo amargo aunque no desagradable impregnó el espacio entre nosotros y luego se esfumó.

Baker observó los barcos del puerto deportivo y se recostó en su asiento a tomar el sol.

Puf, puf. Pensé en que probablemente habría atestado la taquilla de Milo de pornografía.

—Una terrible pérdida —dijo—. Aún me disgusta.

Pero allí sentado, fumando y bebiendo vino, pulcramente rasurado y con el rostro caldeado por el sol, parecía la viva imagen de la felicidad.