20
Lo dejé en la terraza con su cigarro y el resto del vino. Poco antes de internarme en el sendero que me devolvería al aparcamiento del hotel, me detuve y lo vi sonreír mientras comentaba algo con el maître.
Era un hombre entregado al ocio. Nada indicaba que hubiera estado hablando de la muerte de un colega.
¿Me habría molestado si Milo no me hubiera advertido acerca de él?
Pese a su aparente sinceridad, me había dicho menos que el doctor Lehmann: Nolan había sido un policía reservado, más listo de lo habitual y que se atenía a las normas.
Ninguno de los graves problemas a los que Lehmann había aludido. Por otra parte, Baker había sido el agente instructor de Nolan, no su terapeuta.
Aun así, era mi segunda reunión cara a cara sin ninguna razón aparente.
¿Se escabullía la gente para protegerse por si se suscitaba un pleito?
¿Sobre qué?
Helena aún no había llamado. Tal vez había decidido que solo Nolan comprendería lo que él mismo había hecho. Si se retiraba de la terapia, ya no tendría control sobre ella y, hasta cierto punto, eso no me importaba. Porque Lehmann tenía razón: las verdaderas respuestas solían ser inasequibles.
Una vez en casa me atormenté subiendo la cañada más de prisa que de costumbre, me duché y me cambié y salí hacia Beverlywood a las cuatro y cuarto. Llegué a casa de Carmeli diez minutos antes de la reunión prevista a las cinco.
La casa consistía en una residencia de una sola planta pulcramente conservada en una manzana de iguales edificios. Un césped insignificante ascendía en pendiente hasta un camino de acceso de piedra. Aparcados en lo alto se veía una minifurgoneta Plymouth azul y un Accord negro, ambos con matrículas consulares. Las curvas estaban vacías, salvo por la presencia de dos breaks Volvo y un Suburban aparcados junto a la manzana y una furgoneta de la compañía eléctrica al otro lado de la calle. En otros caminos había más furgonetas y breaks con muchas sillitas infantiles. Utilidad y fertilidad.
Introducido en el este del Hillcrest Country Club y el sur de Pico Beverlywood, se había desarrollado en los cincuenta como una comunidad pionera para familias de ejecutivos jóvenes camino de convertirse en socios decanos y casas de pastores protestantes de Brentwood, Hancock Park y Beverly Hills, y algunos aún la llamaban Baja Beverly Hills. Los Ángeles había abandonado esencialmente la conservación de las calles, pero Beverlywood parecía muy cuidada gracias a la comunidad de propietarios, que fijaba normas y mantenía podados los árboles. Una empresa de seguridad privada patrullaba por las noches. El boom de la construcción de los años sesenta había elevado los precios de las viviendas a la cota del medio millón y el descenso posterior los había mantenido a un nivel en que familias esforzadas se encontraban en el colmo de sus sueños y permanecían allí de modo permanente.
Milo aparcó detrás de mí al cabo de unos momentos. Llevaba un blazer de color verde botella, pantalones de color marrón claro, camisa blanca y corbata de tartán amarilla y oliva. Parecía un gigante verde pero no alegre.
—Por fin he conseguido localizar a otros seis desgraciados de los archivos iniciales del modus operandi, todos trasladados a Riverside y San Berdoo. Ninguno de ellos coincidía con la época, y los agentes de la prisión y/o terapeutas responden por ellos. Tampoco encontré nada sobre DVLL, por lo que estoy dispuesto a echarlo al dossier de la basura.
Zev Carmeli respondió a la llamada de Milo en la casa. Llevaba un traje negro y exhibía una torva expresión.
—Pasen, por favor.
No había vestíbulo y entramos directamente a un salón bajo, estrecho y de color marfil. La moqueta verde oscura era de tonalidad sorprendentemente similar a la chaqueta de Milo y por un momento pareció un elemento integrado en la decoración. Los sofás de color marrón claro y las mesitas de cristal podían ser de alquiler. Los cortinajes de color beige corridos sobre las ventanas eran transparentes, pero la mayor parte de la luz provenía de dos lámparas de sobremesa de cerámica.
En el sofá más grande se sentaba una hermosa mujer de piel tostada, treintañera, de pelo negro, largo y rizado y ojos negros hundidos y húmedos. Tenía la boca plena pero reseca y los pómulos moldeados de modo tan pronunciado que parecían artificiales. Llevaba un vestido oscuro sin forma que le cubría las rodillas, calzaba zapatos planos también oscuros y no lucía joyas. Tenía la mirada ausente.
Carmeli se acercó a ella y vaciló y yo me esforcé por no mirar.
No a causa de su belleza; había visto fotos de Irit ya fallecida y aquella era la mujer en que podía haberse convertido.
—Te presento al detective Sturgis y al doctor Delaware. Mi esposa Liora.
Liora Carmeli hizo ademán de levantarse, pero su marido le puso la mano en el hombro y siguió sentada.
—Hola —saludó muy quedamente, esforzándose por sonreír aunque sin aproximarse siquiera a ello.
Le estrechamos la mano. La presión fue floja y tenía la piel húmeda.
Sabía que había reanudado sus clases en la escuela y no podía estar deprimida por sus estudiantes. De modo que nuestra visita había sacado a relucir las cosas.
—De acuerdo —dijo Carmeli.
Se sentó junto a ella y señaló unas sillas al otro lado de la mesita de té.
Nos sentamos y Milo emprendió uno de sus discursitos profesionales llenos de simpatía, empatía y posibilidad que odia pronunciar pero que tan bien hace. Carmeli tenía aspecto enojado pero su mujer pareció identificarse un poco, irguió los hombros y centró la mirada.
Yo había sido testigo anteriormente de este tipo de situaciones. Algunas personas, por lo general mujeres, responden a Milo en seguida.
A él no le satisface, siempre le preocupa fracasar en su argumentación, pero sigue pronunciando el discurso, pues no conoce otro sistema.
—Bien, bien —dijo Carmeli—, comprendemos todo eso. Entremos en materia.
Su mujer lo miró y dijo algo en lo que supuse que sería hebreo. Carmeli frunció el ceño y tiró de su corbata. Ambos eran personas atractivas que parecían desprovistas de sus jugos vitales.
—Señora, si hay algo que usted pueda… —comenzó Milo.
—No sabemos nada —repuso Carmeli, tocando con el codo a su mujer.
—Mi marido tiene razón. No tenemos nada más que decirles.
Solo movió la boca mientras hablaba. El vestido oscuro la cubría de tal modo que no se advertía su silueta.
—Estoy seguro de que es así, señora —dijo Milo—. El motivo de que pregunte es que a veces a la gente se le ocurren cosas; cosas que creen que carecen de importancia, por lo que nunca las sacan a relucir. No quiero decir con eso que sea este el caso…
—¡Oh, por Dios! —exclamó Carmeli—. ¿Cree usted que si supiéramos algo no se lo habríamos dicho?
—Estoy seguro de que así habría sido, señor.
—Comprendo lo que quiere decir —repuso Liora Carmeli—. Desde que mi Irit se… ha ido, pienso en todo momento. Los pensamientos… me atacan. En especial de noche. Pienso constantemente, siempre estoy pensando.
—Liora, maspeek —la interrumpió Carmeli.
—Pienso cosas necias, insensatas. En monstruos, demonios, nazis, locos… A veces estoy soñando; otras, despierta —repitió ella como si estuviera sorprendida.
Cerró los ojos.
—En ocasiones resulta difícil distinguir la diferencia.
Carmeli estaba pálido de ira.
—Lo extraño es que Irit nunca aparece en los sueños —dijo su mujer—, solo los monstruos… Siento que ella está ahí pero no puedo verla, y cuando intento… traer su rostro a la imagen… huye de mí.
Me miró y yo asentí con la cabeza.
—Irit era mi tesoro.
Carmeli volvió a susurrarle unas apremiantes palabras en hebreo que ella no pareció oír.
—Esto es ridículo —le dijo el hombre a Milo—. Le ruego que se vaya ahora mismo.
Liora lo tocó en el brazo.
—Los sueños de monstruos son tan… infantiles. Cosas negras… con alas. Cuando Irit era pequeña temía a los monstruos negros y alados… a los diablos. Shedim, los llamamos en hebreo. Ba’al zvuv, que significa «señor de las moscas» en hebreo. Como ese libro sobre los escolares… era un dios filisteo que controlaba los insectos y las enfermedades… Belcebú, en español. Cuando Irit era pequeña, tenía pesadillas sobre insectos y escorpiones. Se despertaba a media noche y deseaba venir a nuestro lecho… Para ayudarla yo le contaba historias sobre shedim. En la Biblia —como nosotros—, los filisteos fueron… conquistados… y sus necios dioses… mi cultura —mi familia es de Casablanca—, tenemos maravillosas historias y yo se las contaba a ella… historias en que los niños dominaban a los monstruos.
Sonrió.
—Y dejó de sentir miedo.
Su marido apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—Yo pensé que había tenido éxito porque Irit dejó de venir a nuestro lecho —dijo la mujer.
Miró a su marido, que tenía los ojos fijos en sus pantalones.
—¿Tenía Irit miedo de algo al hacerse mayor? —se interesó Milo.
—De nada. De nada en absoluto. Yo creí que había hecho una buena labor con mis historias.
Profirió una breve y seca risa, tan salvaje que sentí un escalofrío en la espalda.
Su marido seguía sentado a su lado, de pronto se puso en pie y regresó con una caja de pañuelos de papel.
La mujer tenía los ojos secos pero él se los enjugó.
Liora le sonrió y le cogió la mano.
—Mi valiente pequeña. Ella sabía que era diferente… le gustaba sentirse bonita… en una ocasión, cuando vivíamos en Copenhague, un hombre la cogió y trató de besarla. Tenía nueve años, estábamos comprando tejanos y yo iba delante de ella en lugar de ir a su lado porque Copenhague era una ciudad segura. Había un museo allí, en Stroget, la principal calle comercial. El museo de la Erótica. Nunca entramos, pero siempre estaba muy concurrido. Para los daneses esas cosas son de lo más natural, pero quizá el museo atraía a gente enfermiza porque el hombre…
—Ya basta —dijo Carmeli.
—… cogió a Irit y trató de besarla. Era un anciano patético. Ella no lo oyó, llevaba su audífono apagado, como de costumbre, y probablemente iba cantando.
—¿Cantando? —dijo Milo.
—Cantaba para sí. No canciones verdaderas, sino sus propias canciones. Yo siempre podía adivinarlo porque la veía mover la cabeza arriba y abajo…
—Dejó de hacerlo hace mucho tiempo —intervino Carmeli.
—Cuando ese hombre la cogió, ¿cómo reaccionó ella? —se interesó Milo.
—Le pegó y se liberó y entonces se rio de él porque parecía muy asustado. Era pequeño y viejo. Un enfermo. —Se dio unos golpecitos en la cabeza—. Yo ni siquiera me di cuenta de que sucedía algo hasta que oí gritar en danés y, al volverme, vi que dos jóvenes sujetaban al anciano y que Irit estaba allí delante, riendo. Los jóvenes habían sido testigos de todo, dijeron que el anciano estaba loco pero que era inofensivo. Irit siguió riendo y riendo. Era el anciano quien parecía desgraciado.
—Eso fue en Dinamarca —observó Carmeli—. Esto es Norteamérica.
La sonrisa de Liora desapareció e inclinó la cabeza, escarmentada.
—De modo que usted cree que a Irit no le asustaban los desconocidos —dijo Milo.
—No le asustaba nada —repuso Liora.
—Por lo que si un desconocido…
—No lo sé —dijo, llorando de repente—. No sé nada.
—Liora… —dijo Carmeli, cogiéndola por la muñeca.
—No lo sé —repitió—. Tal vez. ¡No lo sé!
Se liberó de la mano de su marido y se volvió hacia la pared, contemplando el yeso desnudo.
—Tal vez debería haberle contado otras historias en que ganaran los demonios, y explicarle que debía andarse con cuidado.
—Señora…
—¡Oh, por favor! —exclamó Carmeli, disgustado—. Esto es ridículo. Insisto en que se vayan.
Y se dirigió hacia la puerta con pasos firmes.
Milo y yo nos levantamos.
—Una cosa más, señora Carmeli —dijo Milo—. ¿Fueron enviadas a Israel las ropas de Irit?
—¿Sus ropas? —repitió Carmeli.
—No —dijo Liora—. La enviamos solo… a ella, cuando nosotros… nuestras costumbres… utilizamos una túnica blanca. Sus ropas están aquí.
Miró a su marido.
—Te pedí que llamaras a la policía y, como no lo hiciste, le encargué a tu secretaria que lo hiciese ella. Las ropas llegaron hace un mes y yo las guardo.
Carmeli la miró, estupefacto.
—Están en el Plymouth, Zev —dijo ella—. Así puedo llevarlas conmigo cuando conduzco.
—Si no le importa… —comenzó a decir Milo.
—Es una estupidez —intervino Carmeli.
—¿Crees que soy estúpida? —dijo Liora, sonriendo de nuevo.
—No, no, no, Lili, estas preguntas…
Más hebreo. Ella lo escuchó tranquilamente. Luego se volvió hacia nosotros.
—¿Para qué quieren las ropas?
—Me gustaría realizar algunos análisis —respondió Milo.
—Ya fueron analizadas —replicó Carmeli—. Aguardamos meses a que nos las devolvieran.
—Lo sé, señor, pero cuando asumo un caso deseo asegurarme.
—¿Asegurarse de qué?
—De que se ha hecho todo.
—Comprendo —dijo Carmeli—. Es un hombre meticuloso.
—Lo intento.
—¿Y sus predecesores?
—Estoy seguro de que también lo intentaron.
—Y también es leal —dijo Carmeli—. Un buen soldado. Después de tanto tiempo y de estar las ropas en el coche de mi esposa, ¿qué utilidad tendrán los análisis?
—No las he tocado nunca —dijo Liora—. No he abierto la bolsa. Deseaba hacerlo, pero…
Carmeli parecía dispuesto a saltar.
—¡Ah! —exclamó solamente.
—Voy a buscarlas. ¿Me las devolverán? —dijo Liora.
—Desde luego, señora.
La mujer se levantó y salió de la casa.
Abrió la puerta trasera de la minifurgoneta, levantó un sector y apareció el compartimento de la rueda de recambio. Junto a la rueda había una bolsa de plástico que aún llevaba la etiqueta del Departamento de Pruebas de la policía de Los Ángeles. Dentro se veía algo azul, unos tejanos enrollados, un parche blanco y un solo calcetín.
—Tal vez sea algo enfermizo. Mi marido ya cree que me he vuelto loca porque he comenzado a hablar conmigo misma… como cuando Irit cantaba.
Carmeli se puso visiblemente tenso y luego sus ojos se enternecieron.
—Liora —dijo.
Le pasó el brazo por los hombros. Ella le acarició la mano y se apartó de él.
—Tómela —dijo, señalando la bolsa.
Mientras Milo la cogía, Carmeli regresó a la casa.
Liora lo observó y dijo:
—Tal vez esté loca, tal vez sea una inculta… ¿Qué van a analizar? El primer policía nos dijo que no había nada en ellas.
—Probablemente repetiré lo que ya se ha hecho —respondió Milo.
Sostenía la bolsa con ambas manos como si fuera algo precioso.
—Bien —dijo ella—. Adiós. Encantada de conocerlos.
—Gracias, señora. Lamento haber molestado a su marido.
—Mi marido es muy… sensible. ¿Me las devolverán?
—Sin duda alguna, señora.
—¿Puedo saber cuándo?
—Lo antes posible.
—Gracias —respondió—. Lo antes posible. Me gustaría volver a llevarlas conmigo cuando conduzca.