7
—¿Hasta dónde has llegado? —me preguntó Milo a la mañana siguiente.
Eran las nueve y estábamos tomando naranjada en mi oficina.
—Lo he revisado todo.
Levanté las ofensivas hojas impresas.
—¿Es un sistema nuevo?
—Creado por Sacramento en respuesta al movimiento de los derechos de las víctimas. Es una gran idea, pero hasta el momento los sistemas informativos son chapuceros y muchas ciudades, entre ellas Los Ángeles, no tienen un sistema en funcionamiento. Asimismo, a la mayoría de los policías les asustan los ordenadores, de modo que el mejor modo de conseguir información siguen siendo las sirenas y los teletipos. ¿Qué opinas de la carta del FBI?
—Solo discrepo con la cautela de la agente Gorman para no comprometerse.
—Así pues, ¿qué otras novedades hay?
Le expliqué mi concepto del asesino. La posibilidad de que hubiera tomado fotos.
—¿Polaroids o un cuarto de revelado? —dijo—. ¿Un fotógrafo profesional?
—O un aficionado que se lo toma muy en serio. Alguien con pretensiones artísticas… Hay algo pretencioso en el crimen, Milo, rebuscado. Al arreglar el cuerpo, al barrer. Parece tratarse de un psicópata que desea creerse algo más. Pero todo se basa en que se trate de un crimen sexual.
—¿No crees que lo sea?
—Gorman tal vez no se equivoca al suponer que tiene algo que ver con los antecedentes de Irit en lugar de un simple hecho al azar. Cuando Gorobich y Ramos hicieron algo, lo hicieron a fondo. Es lo que no hicieron lo que está mal, todas las entrevistas con vecinos del parque pero ninguna en Beverlywood. Con el padre hablaron dos veces; con la madre, nunca.
Milo se enjugó el rostro.
—¿Un asunto familiar?
—La mayor parte de los niños son asesinados por parientes.
—¿Ha aparecido algo horrible acerca de esos padres?
—Solo la escasa atención que han recibido. Y la escasa información que han facilitado.
—Un padre que se ocultara en ese bosque… tendría que ser el padre, porque la madre no sería lo bastante fuerte para trasladar a Irit tan lejos. Y tengo por seguro que no fue el padre porque, cuando avisaron de que echaban de menos a Irit, él se encontraba en el consulado en una reunión.
—De acuerdo —dije—. ¿Algún otro pariente además del hermano menor?
—No lo sé.
Puso las manazas a los lados de la caja y la hizo oscilar.
—De todos modos, es demasiado extraño, Alex. Cuando los parientes matan a los niños te consta que casi siempre sucede en casa o en alguna salida familiar. Nunca me he enterado de que alguien acechara de este modo. Me consta que Gorobich y Ramos no tocaron todas las teclas, pero afirman que no descubrieron nada especial en los Carmeli. Simplemente encontraron a unos padres destrozados por el peor escenario posible. Añade al cuadro la condición de persona importante y verás por qué no desearon entrometerse demasiado.
—Tiene sentido —dije—. ¿Aún no has recibido ninguna llamada telefónica del señor Carmeli?
—No. Y no puedo confiar en abordarlo. Mi yo insignificante chocaría contra los salones de la diplomacia.
La imagen me hizo sonreír.
—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Es la corbata?
La corbata era una tira estrecha y fláccida de seudoseda azul-verdosa, demasiado corta para extenderse sobre su voluminoso abdomen y cuya punta se enrollaba hacia arriba. Perfecta con la camisa de rayas beiges y negras y la americana deportiva de color aceituna descolorido.
Yo pensaba que era incapaz de mejorar su estilo, pero hacía un mes Robin y yo habíamos ido con él al museo de arte y Milo había contemplado los cuadros como un verdadero experto, había comentado cuánto le agradaban los pintores del grupo Ashcan y por qué el fauvismo no valía nada por la vulgaridad de sus colores. Después de tantos años, comencé a sospechar que su modo de vestir era intencionado, destinado a distraer a la gente para que lo creyeran ignorante.
—Esa corbata podría provocar un incidente internacional —dije—. ¿Por qué? ¿Planeas una irrupción por sorpresa?
—Me conoces bien, señor Espontáneo.
—¿Cuándo?
—Lo antes posible. ¿Deseas acompañarme? No dudo que tendrás un fular diplomáticamente correcto… En realidad, ¿tienes alguno para prestarme? Y ya que te levantas, trae más naranjada.
Le presté un pañuelo clásico de cachemira y salimos en un vehículo no oficial.
El consulado israelí se encontraba en Wilshire, cerca de Crescent Heights, en la planta superior de una torre anodina de diecisiete pisos. Los tres primeros estaban dedicados a aparcamiento y Milo entró allí, prescindió del cartel que decía «Aguarde al mozo» y aparcó en un espacio próximo al ascensor. Se guardó las llaves, le alargó un billete al agitado empleado y, tras mostrarle su insignia, se despidió:
—¡Que tenga un buen día!
Subimos. Los pasillos interiores eran estrechos, blancos, desprovistos de decoración, coronados por un techo insonorizado bajo, gris y con manchas de humedad. El enmoquetado era de color verde menta con un tenue dibujo de puntos. Ambos necesitaban una limpieza y los bordes del empapelado de las paredes se habían levantado en algunos lugares. Se veían muchas puertas, en su mayoría blancas y lisas.
Al final del pasillo había una cámara de televisión dirigida hacia la última puerta y un letrero de plástico beige anunciaba la presencia del consulado y de la oficina turística israelí y exponía el horario para solicitudes de visados. A la derecha había otra placa, la bandera israelí blanca y azul y, debajo, una ventanilla con cristal de seguridad, una bandeja de acero para documentos, un timbre para llamar y un altavoz.
Tras la ventanilla se encontraba un joven de cabellos negros con blazer azul, camisa blanca y corbata. Tenía rasgos afilados y su cabello era denso y lo llevaba muy corto. Leía una revista y no levantó la cabeza hasta que Milo pulsó el botón.
—¿Sí?
—Deseamos ver al señor Carmeli.
—¿Están citados?
Se expresaba con acento del Medio Este.
Milo volvió a mostrar su insignia.
—Échela aquí, por favor.
Dejó la insignia en la bandeja, que el hombre deslizó hacia la cabina de recepción. Un postigo de acero cayó sobre la ranura. El guardián inspeccionó la insignia, observó a Milo, alzó un dedo, se levantó y desapareció. La revista era Sports Illustrated.
Detrás de la cabina se veía una serie de cubículos blancos, en los que distinguí a dos mujeres y un hombre que trabajaban con ordenadores. De las paredes pendían algunos carteles de viajes. Todo parecía un poco… impreciso. Como refractado a través de los gruesos cristales.
El joven regresó al cabo de unos momentos.
—Está reunido…
—Se trata de…
El joven sonrió y volvió a levantar el dedo.
—Pero terminará pronto —dijo.
Acto seguido se sentó y volvió a centrarse en el mundo del fútbol.
—Nos hace un gran favor —murmuró Milo.
Desde arriba sonó un zumbido quedo. La cámara giró hacia nosotros.
Milo pulsó de nuevo el botón y el joven levantó la cabeza.
—¿Dónde está mi insignia?
—La tiene el señor Carmeli.
Seguimos de pie en el pasillo mientras el guardián leía. Una corpulenta negra con blazer azul y pantalones grises apareció por la esquina y avanzó por el vestíbulo, mirando las puertas. Al vernos giró en redondo.
Pasaron tres minutos, cuatro, cinco. El guardián cogió un teléfono, escuchó y volvió a colgarlo.
Transcurrieron otros cinco minutos hasta que una de las puertas blancas se abrió y un hombre alto y pálido salió al pasillo. Iba encorvado, tenía los hombros caídos y vestía un traje cruzado de color gris, camisa azul celeste y corbata marrón. El cuello de la camisa era demasiado grande y el traje le venía holgado. Tenía las mejillas hundidas y los huesos de su rostro de halcón eran demasiado grandes y muy prominentes. Sus ondulados cabellos castaños estaban pulcramente peinados y clareaban en la coronilla. Llevaba gafas de gruesos cristales con montura negra.
—Soy Zev Carmeli.
Nos estrechamos brevemente las manos. Tenía los dedos largos y muy fríos. Sus gafas eran bifocales. Pese a sus treinta y ocho años, parecía diez mayor.
Milo se disponía a decir algo, pero Carmeli lo interrumpió devolviéndole la insignia y señalando hacia un lugar del pasillo. Nos condujo a otra puerta blanca, la abrió y nos invitó a pasar a una habitación sin ventanas en la que había un sofá de color oscuro, una mesita de té de madera de teca danesa con cenicero de latón y un par de sillones cromados y tapizados en tweed amarronado.
La moqueta era azul, pero las paredes estaban desnudas. Detrás del sofá se veía otra puerta blanca con doble cerrojo.
Milo y yo ocupamos los sillones mientras Carmeli cerraba de nuevo la puerta exterior. Del bolsillo de su chaqueta sacó un paquete de Dunhill y una caja de cerillas en la que se leía: «Aprende a ser un periodista judicial en casa» y que depositó sobre la mesa.
El hombre se sentó en el sofá, encendió un cigarrillo y aspiró largo rato el humo mientras examinaba la textura de la mesita. Sus movimientos eran lentos y firmes, como si todo precisase un planeamiento cuidadoso. Siguió fumando y finalmente nos miró. Sus ojos eran tan negros como las monturas de sus gafas, sosegados e inexpresivos como una mancha. La estancia se llenó de nicotina. Entonces distinguí el sonido de un aparato de aire acondicionado al ponerse en marcha y el humo comenzó a remontarse hacia un conducto situado en el techo.
Carmeli se subió los pantalones y exhibió unos calcetines negros. Tenía las puntas de los dedos manchadas de ámbar.
—De modo que es usted el nuevo detective —dijo dirigiéndose a Milo.
Tenía un acento más leve que el guardián, característico de Oriente Medio y suavizado por círculos elitistas londinenses.
—Soy Milo Sturgis, señor. Encantado de conocerlo.
Carmeli me miró a mí.
—Es el doctor Delaware —me presentó Milo—. Nuestro psicólogo asesor.
Esperaba alguna reacción por su parte, pero Carmeli no mostró ninguna. Finalmente, levantó los inexpresivos y negros ojos hasta que nuestras miradas se cruzaron. Soltó otra bocanada de humo.
—Buenos días, doctor —dijo.
Todo con retraso. Todo representaba un esfuerzo para él. Había conocido demasiadas familias con hijos muertos para sentirme sorprendido.
—¿Analizará usted al asesino, doctor? —dijo.
Asentí.
—Y todo cuanto merezca ser analizado —intervino Milo.
Carmeli no reaccionó.
—Lamentamos la pérdida que ha sufrido, señor.
—¿Han descubierto algo?
—Todavía no, señor, acabo de examinar los archivos. Creí que debía comenzar tocando base y…
—Tocando base —repitió quedamente Carmeli—. Jugamos a béisbol… Sus predecesores tocaron base conmigo también. Por desgracia, quedaron eliminados del juego.
Milo no respondió.
Carmeli aplastó su cigarrillo aunque estaba semiconsumido. Apoyaba los pies en el suelo, largos y estrechos, calzados con unos mocasines negros, seguramente del cuarenta y cinco, y muy brillantes. Los acercó al sofá y sus rodillas se perfilaron claramente bajo los pantalones. El cuello de la camisa era por lo menos una talla demasiado grande y su nuez de Adán, insólitamente aguzada, se proyectaba como una hoja y amenazaba con desgarrarle el cuello. Era un hombre delgado que había perdido mucho peso.
Otro cigarrillo. Advertí los oscuros círculos bajo los ojos, los dedos que apretaban el cilindro de papel con tanta fuerza que casi formaba una ele. Apoyaba la otra mano en el sofá apretada en un puño.
—Una jugada en blanco —dijo—. De modo que… tocamos base. ¿Qué desea saber, señor Sturgis?
—En primer lugar, ¿desea usted decirme algo?
Carmeli lo miró fijamente.
—Cualquier cosa que se le haya ocurrido desde que los detectives Gorobich y Ramos hablaron con usted —añadió Milo.
Carmeli enderezó el cigarrillo sin dejar de mirarlo, luego lo encendió y negó con la cabeza. Un «no» muy suave surgió de sus apretados labios.
—Nada.
—Entonces le formularé algunas preguntas, señor. Por favor, comprenda que algunas de ellas pueden ser repe…
Carmeli lo interrumpió, agitando el cigarrillo. El humo formó un aro en el aire.
—Pregunte, pregunte, señor Sturgis.
—Es acerca de su trabajo, señor. La situación en Oriente Medio. Estoy seguro de que recibirá amenazas…
Carmeli se rio sin mover la boca.
—No habla con James Bond, detective. Soy vicecónsul para relaciones comunitarias. ¿Le han explicado sus predecesores lo que eso significa?
—Me dijeron algo acerca de que organizaba acontecimientos, tales como el desfile del Día de la Independencia Israelí.
—Desfiles, almuerzos de compromisos nacionales, reuniones en sinagogas, charlas con las damas Hadassah… ¿Saben lo que significa Hadassah?
Milo asintió.
—Damas entrañables —prosiguió Carmeli—, gente encantadora que planta árboles en Israel. Cuando donantes acaudalados desean almorzar con el cónsul general, yo soy el encargado de organizar el acto. Cuando el primer ministro visita la ciudad para reunirse con los donantes más ricos, yo organizo su itinerario. Licencia para supervisar el servicio de catering.
Se pasó la mano libre por los cabellos ralos.
—De modo que, según dice, nunca se ha encontrado…
—Le digo que no existe nada polémico ni peligroso en mi trabajo, señor Sturgis. Le digo que lo que le sucedió a mi hija no tenía nada que ver con mi trabajo, con el de mi esposa ni con nuestra familia, y no comprendo que la policía no pueda limitarse a aceptarlo.
Había elevado el tono de voz pero seguía expresándose con suavidad. Ladeó la cabeza a la derecha como si soltara un rizo de la nuca. Sus ojos negros permanecían impávidos. Siguió fumando con más avidez.
—En alguna ocasión he tratado con su departamento al gestionar mis obligaciones —dijo.
—¿Sí? —Me sorprendí.
En lugar de seguir explicándose fumó de modo más agresivo.
—A veces resultamos enojosos para realizar nuestro trabajo debidamente —intervino Milo.
—¿De verdad?
—Sí, lo siento. Debemos repetir las mismas preguntas una y otra vez —prosiguió mi amigo.
—Pregunte lo que desee, pero si insiste en hacer hincapié en mi trabajo la respuesta será siempre la misma: soy un burócrata. Las plumas no explotan.
—Aun así, señor, por ser israelí tendrá enemigos…
—Doscientos millones de ellos. Aunque ahora nos hallamos en el camino de la paz, ¿no es cierto? —repuso, sonriente.
—¿Entonces cómo puede estar seguro de que no se trata de un asunto político? A pesar de la índole de sus deberes, usted es un representante del gobierno de Israel.
Carmeli guardó silencio unos momentos. Se miró los zapatos y se frotó la punta del izquierdo.
—Los crímenes políticos se basan en el odio, y los árabes nos odian. Y hay miles de árabes en esta ciudad, algunos con criterios políticos muy arraigados. Pero incluso el objetivo del terrorista más violento consiste en enviar un mensaje de un modo que atraiga la atención. No con una niña muerta, señor Sturgis, sino con un autocar cargado de niños. Con cantidades copiosas de sangre, miembros desarticulados, cámaras televisivas que registren todos los gritos de agonía. Bombas que hagan ruido, señor Sturgis, literal y figuradamente. Hace varios años, cuando los palestinos de Gaza y de la orilla occidental descubrieron que tirando piedras a nuestros soldados se convertían en héroes internacionales, comenzaron a telefonear a los servicios de prensa para facilitar a los periodistas noticias anticipadas de atentados inminentes. En cuanto se presentaban los equipos de filmación…
Dio una palmada y la ceniza se desparramó, y cayó sobre la mesita, en sus pantalones y en el suelo.
—Sus predecesores, detective, me informaron de que el… crimen era insólito por su falta de violencia. ¿Está usted de acuerdo con ello?
Milo asintió.
—Solamente eso ya me convence de que no lo motivaba ninguna razón política —prosiguió Carmeli.
—¿Solo eso? —repitió Milo—. ¿Hay algo más convincente para usted?
—¿Está interpretando mi frase, señor Sturgis? Creí que el psicólogo era él… A propósito de lo cual, ¿ha elaborado usted ya alguna teoría, doctor?
—Aún no —dije.
—¿Nos enfrentamos a un loco?
Miré a Milo, que me hizo una señal de asentimiento.
—Exteriormente, es probable que el asesino parezca muy cuerdo —repuse.
—¿Y en su fuero interno?
—Es un caos. Pero clínicamente no está loco, señor Carmeli. Lo más probable es que sea un psicópata, alguien con un grave desorden caracterial. Egocéntrico, carente de respuestas emocionales normales, sin empatía, con una conciencia incompleta.
—¿Incompleta? ¿Acaso tiene conciencia?
—Distingue lo correcto de lo que no lo es, pero prefiere ignorar las normas cuando le conviene.
Se frotó de nuevo el zapato y se incorporó en su asiento. Entornó los ojos.
—¿Está describiendo la maldad… y me dice que podría ser cualquier persona que pasara por la calle?
Asentí.
—¿Por qué mata, doctor? ¿Qué placer encuentra en ello?
—Alivia su tensión —dije.
Se estremeció y dio una nueva calada al cigarrillo.
—Todos sufrimos tensiones.
—Su tensión puede ser especialmente intensa y carece de control. Pero esto son simples sospechas, señor Carmeli. Nadie comprende realmente lo que induce…
—¿Qué origina esa supuesta tensión?
Un desvío sexual, pero no lo dije así.
—Posiblemente, un desfase entre lo que cree ser y el modo en que vive. Acaso se enorgullezca de ser brillante, crea tener derecho a la fama y la fortuna. Pero es muy probable que no rinda cuanto se propone.
—¿Está diciendo que mata para sentirse competente?
—Es posible, señor Carmeli. Pero…
—¿Y matar a una niña lo hace sentirse competente?
—Matar lo hace sentirse poderoso. Al igual que evitar ser capturado.
—¿Pero por qué una criatura?
—En el fondo es un cobarde, por ello persigue a los débiles.
Echó la cabeza hacia atrás como si hubiera sido golpeado. El cigarrillo se agitó y él se lo hundió en la boca. Fumó, jugó con un botón del puño de la camisa y volvió a mirarme.
—Como usted dice, todo son sospechas.
—Sí.
—Pero si existe alguna verdad en ellas, los crímenes no se detendrán, ¿verdad? Porque su tensión no desaparecerá fácilmente.
—Es posible.
—Y acaso asimismo haya matado con anterioridad —observó Carmeli.
Se volvió hacia Milo y le dijo:
—De ser así, ¿por qué no ha descubierto crímenes similares la policía?
Había levantado el tono de voz y sus palabras surgían tumultuosas. Aplastó el segundo cigarrillo y utilizó el índice para formar una tenue línea gris con las cenizas sobre la mesa.
—Tal vez esto sea el comienzo, señor. Un primer crimen —afirmó Milo.
—¿El asesino ha comenzado con mi Irit?
—Es posible.
—¿Por qué? —dijo Carmeli, de pronto con voz lastimera—. ¿Por qué Irit?
—Aún no lo sabemos, señor. Esa es una de las razones por las que estoy aquí para…
—¿Cuán extensamente ha buscado la existencia de otros asesinatos, señor Sturgis?
—Mucho, pero aún estamos en el proceso…
—El proceso, el proceso… Sus predecesores dijeron que en California no había ningún sistema informático criminal centralizado. Me pareció increíble, pero lo comprobé y descubrí que era cierto.
Agitó la cabeza.
—Es absurdo. Su departamento pretende ser… Israel tiene una población de cinco millones, nuestra situación criminal es mucho menos grave que la suya y tenemos nuestros archivos centralizados. Salvo en los incidentes políticos, sufrimos menos de cien crímenes anuales. Eso es comparable a un fin de semana agitado en Los Ángeles, ¿no es cierto?
—No del todo —repuso Milo con una sonrisa.
—De un mal mes, entonces. Según las oficinas del alcalde, Los Ángeles sufrió ciento cuatro mil crímenes el año pasado. Otras ciudades norteamericanas son aún peores. Se producen miles y miles de crímenes en este vasto país. ¿Cómo esperan ustedes acceder a la información sin contar con archivos centralizados?
—Es difícil, señor. Disponemos de cierta central…
—Lo sé, lo sé, el FBI —repuso Carmeli—, el NCIC, Centro de Información del Crimen Nacional, y varios registros estatales, lo sé. Pero los sistemas de información son toscos, inconsistentes y varían enormemente de una ciudad a otra.
Milo no respondió.
—Es el caos, ¿verdad, detective? En realidad, usted no sabe si se han producido crímenes similares y es probable que nunca lo sepa.
—Lo que podría contribuir a ese respecto, señor, sería dar publicidad al crimen. Comprendo que esté poco dispuesto a ello pero…
—Una vez más recurren a mí —dijo Carmeli, apretando las mandíbulas—. A nosotros. ¿Qué espera conseguir dando publicidad al crimen, aparte de someter a mi familia a más dolor y posiblemente poner en peligro a los hijos de mis colegas?
—¿Ponerlos en peligro? ¿Cómo, señor Carmeli?
—Ya sea inspirando al asesino para que mate a otro niño israelí o dando ideas a alguien más… Como perseguir a los sionistas. Al llegar a ese punto estaríamos alimentando fantasías terroristas.
Volvió a negar con la cabeza.
—No, no tiene sentido, señor Sturgis. Además, si este asesino ha actuado antes, habrá sido en un lugar distinto de Los Ángeles, ¿no es cierto?
—¿Por qué dice eso, señor Carmeli?
—Porque, sin duda, incluso pese a sus toscos procedimientos, usted se habría enterado de ello, ¿no es así? Es evidente que los asesinatos de criaturas no son pura rutina, ni siquiera en Los Ángeles.
—Ningún asesinato es pura rutina para mí, señor.
—De modo que usted estaría enterado si se hubieran producido otros casos, ¿no es cierto?
—Suponiendo que el crimen hubiera sido denunciado.
Carmeli entornó los ojos, confundido.
—¿Y por qué no iban a hacerlo?
—Muchos crímenes no son denunciados, con frecuencia aquellos que parecen accidentes.
—¿Pero la muerte de un niño…? —se sorprendió Carmeli—. ¿Me está diciendo que en esta ciudad hay padres que no informarían de la muerte de un niño?
—Sí los hay, señor —repuso Milo con suavidad—. Porque muchos homicidios infantiles son cometidos por los propios progenitores.
Carmeli palideció intensamente.
Milo comenzó a frotarse el rostro pero se detuvo.
—Lo que le digo, señor, es que no podemos suponer nada en estos momentos y que dar publicidad al asunto tal vez refrescaría la memoria de alguien. Quizá surgiría algún crimen similar de modo crucial. Tal vez cometido hace años, acaso en otra ciudad. Porque si conseguimos buena difusión por los medios, la publicidad lograría llegar a otras ciudades. Pero también comprendo su punto de vista sobre el peligro. Y para serle sincero, no puedo prometerle que fuera positivo.
Carmeli respiró agitado varias veces y apoyó las manos en el sofá.
—Su honradez es… loable. Ahora seré franco con usted: no hay ninguna posibilidad. El promedio del resultado de riesgo no es bueno, no quisiera tener la muerte de otro niño sobre mi conciencia. ¿Así pues, qué otras vías propone?
—Formularé muchísimas preguntas. ¿Podría hacerle algunas más?
—Sí —dijo Carmeli débilmente.
Buscó un tercer cigarrillo y cogió la caja de cerillas, pero no lo encendió en seguida.
—Pero si conciernen a nuestra vida familiar, simplemente le repetiré lo que ya he dicho a los demás: éramos felices. Una familia feliz. Nunca nos dimos verdadera cuenta de lo felices que éramos.
Cerró los negros ojos y luego los abrió. Ya no parecía indiferente: algo ardía en su interior.
—Volvamos por un momento a la cuestión política, señor —prosiguió Milo—. Sin duda se reciben amenazas en el consulado. ¿Las archivan?
—Estoy seguro de que es así, pero no sucede en mi departamento.
—¿Se nos podrían facilitar copias?
—Puedo preguntarlo.
—Si me explica a qué departamento corresponde esa tarea, con mucho gusto lo haré yo mismo.
—No, lo haré yo.
A Carmeli comenzaba a temblarle la mano.
—Su comentario acerca de padres que matan a sus propios hijos. Si estaba insinuando…
—De ningún modo. Desde luego que no, por favor, discúlpeme si lo he ofendido. Solo le explicaba por qué no se denuncian algunos crímenes.
Carmeli tenía los ojos húmedos. Se quitó las gafas y se los enjugó con el dorso de la mano.
—Mi hija era… una niña muy especial. Criarla era un desafío y creo que la amábamos más por esa causa. Nunca le causamos daño. Nunca levantamos un dedo contra ella, en todo caso, la malcriamos. ¡Gracias a Dios que la malcriamos!
Volvió a ponerse las gafas y dio una palmada en el sofá.
—¿Qué otras preguntas desea hacerme? —inquirió con más dureza.
—Me gustaría saber algo más sobre Irit, señor Carmeli.
—¿En qué sentido?
—Qué clase de niña era, su personalidad. Las cosas que le agradaban o desagradaban.
—Le gustaba todo. Era una criatura muy agradable. Amable, alegre, se reía constantemente y siempre se mostraba deseosa de ayudar. Supongo que tendrá en su poder los archivos de Gorobich, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces no es necesario que entremos en detalles sobre su… condición médica. Cuando era pequeña sufrió unas fiebres que la lesionaron.
Se introdujo la mano en la chaqueta y sacó una gran billetera de piel de becerro. En su interior había ranuras para tarjetas de crédito. En la primera se veía una foto que él sacó y nos mostró sin soltarla.
Se veía el busto tamaño cartera de una niña hermosa y sonriente vestida con un traje blanco de mangas ahuecadas. Lucía un collar con la estrella judía. Tenía el mismo rostro, los cabellos rubios y rizados, el cutis impecable… Un rostro maduro, sin señales aparentes de retraso. En la foto tomada tras el asesinato parecía más joven; en esta, rutilante, con la alegría de vivir. Podía encontrarse en cualquier punto entre los doce y los diecisiete años.
—Esta era Irit, detective: no la imagen que tienen en sus archivos.
—¿Cuánto tiempo hace que la tomaron? —preguntó Milo.
—Este mismo año, en la escuela.
—¿Podría darme una copia?
—Veré si la encuentro —repuso Carmeli.
Recogió la foto con aire protector y la devolvió a su cartera.
—¿Tenía amigos, señor?
—Desde luego. En la escuela. Los niños de su misma edad eran demasiado… rápidos para ella.
—¿Y en el vecindario? ¿Tenía amigos?
—A decir verdad, no.
—¿Había algún niño mayor que la molestara o la amenazara?
—¿Por qué? ¿Por ser diferente?
—Suele suceder.
—No —repuso Carmeli—. Irit era dulce. Se llevaba bien con todos. Y nosotros la protegíamos.
Parpadeó con fuerza, más animado.
—¿Cuál era exactamente su dificultad auditiva?
—No percibía nada por el oído derecho y tenía un treinta por ciento de audición en el izquierdo.
—¿Con o sin audífono?
—Con él. Sin utilizarlo, apenas podía distinguir sonido alguno. Pero raras veces lo usaba.
—¿Por qué no?
—No le gustaba. Se quejaba de que era demasiado ruidoso, de que le producía dolor de cabeza. Se lo hicimos ajustar varias veces pero nunca le agradó. En realidad, yo…
Se cubrió el rostro con las manos.
Milo se retrepó en su asiento y se frotó la cara.
Al cabo de unos momentos Carmeli se incorporó. Dio una calada al tercer cigarrillo y habló a través del humo.
—Trataba de engañamos con ello. Lo llevaba cuando salía de casa y luego se lo quitaba en el momento en que subía al autocar escolar. O, de no ser entonces, en clase. O lo perdía… Tuvimos que sustituirlo varias veces. Habíamos indicado a sus profesoras que se aseguraran de que lo llevaba. De modo que comenzó a llevarlo en el oído pero desconectado. A veces se acordaba de conectarlo cuando volvía a casa, pero por lo general no era así, de modo que lo sabíamos… Era una criatura muy dulce, señor Sturgis. Inocente, incapaz de hacer nada malo. Pero tenía fuerza de voluntad. Tratábamos de razonar con ella, de sobornarla, pero nada funcionaba. Por último llegamos a la conclusión de que prefería no oír, ser capaz de aislarse del mundo y crearse el suyo propio. ¿Tiene esto sentido para usted, doctor?
—Sí, he conocido esos casos —dije.
—Mi esposa también. Es profesora. En Londres trabajaba en una escuela para niños especiales y decía que muchos niños con problemas se internan en sus propios mundos privados. Aun así, deseábamos que Irit supiera lo que pasaba en su entorno. Siempre le recordábamos que lo utilizase.
—De modo que aunque aquel día lo llevase usted no sabe si estaba conectado —dijo Milo.
—Sospecho que lo llevaría apagado.
Milo permaneció pensativo unos instantes y volvió a frotarse el rostro.
—Treinta por ciento en un oído como máximo. Así que incluso con el aparato es probable que no pudiera distinguir gran cosa de lo que sucedía alrededor de ella.
—No, poca cosa.
Carmeli fumó y se irguió más en su asiento.
—¿Era muy confiada? —intervine.
Aspiró profundamente.
—Tiene que comprender que creció en Israel y en Europa, doctor, lugares más seguros que Norteamérica, y donde los niños son más libres.
—¿Israel es más seguro? —se sorprendió Milo.
—Mucho más, señor Sturgis. Sus medios informativos proyectan algún incidente ocasional, pero aparte del terrorismo político, el índice de violencia es muy bajo. Y en Copenhague y en Londres, donde vivimos después, ella era asimismo relativamente libre.
—¿Pese a ser hija de un diplomático? —dije yo.
—Sí. Vivíamos en barrios excelentes. Aquí, en Los Ángeles, eso no significa nada. Nada está preparado para nosotros en esta ciudad. Desde luego que Irit era confiada, le gustaba la gente. Sin embargo, la aleccionamos acerca de los desconocidos, sobre la necesidad de ser prudente. Ella decía que comprendía. Pero era… a su modo, era muy inteligente. Aunque, asimismo, joven para su edad… Su hermano tiene solo siete años pero en ciertos aspectos es más maduro. Más… sofisticado. Es un muchacho muy dotado… ¿Se habría ido Irit con un desconocido? Yo tiendo a pensar que no. Aunque no estoy seguro de ello.
Agitó la cabeza, dubitativo.
—Me gustaría hablar con su esposa —dijo Milo—. Hablaremos con sus vecinos también para descubrir si advirtieron algo insólito en su calle.
—Nadie reparó en nada anormal —repuso Carmeli—. Yo se lo pregunté. Pero siga adelante, interróguelos usted mismo. En cuanto a mi esposa, sin embargo, insisto en establecer algunas normas básicas: no debe insinuar en modo alguno que ella pudiera ser responsable de la muerte de mi hija, tal como lo ha hecho conmigo.
—Señor Carmeli…
—¿Me he expresado con claridad, detective?
De nuevo su voz era sonora y su estrecho torso se veía tenso y con los hombros erguidos como si se dispusiera a atacar.
—No tengo la intención de aumentar la tensión de su esposa, señor, y lamento haberlo ofendido…
—Ni la menor alusión —prosiguió Carmeli—. De cualquier otro modo, no le permitiré que hable con ella. Ya ha sufrido bastante. ¿Comprende?
—Sí, señor.
—Estaré presente cuando se entreviste con ella. Y no hablará con mi hijo: es demasiado joven para tener algo que ver con la policía.
Milo no respondió.
—No le agrada esto —dijo Carmeli—. Cree que soy… obstruccionista. Pero se trata de mi familia, no de la suya.
Se levantó bruscamente y se quedó en posición de firme con la mirada fija en la puerta, como un dignatario que realiza una enojosa pero importante función.
Nos levantamos también.
—¿Cuándo podremos ver a la señora Carmeli? —preguntó Milo.
—Lo llamaré.
Carmeli fue hacia la puerta y la abrió.
—Sea brutalmente sincero, señor Sturgis. ¿Alberga alguna esperanza de encontrar a ese monstruo?
—Haré todo lo posible, señor Carmeli, pero yo trato con detalles, no con esperanzas.
—Comprendo… No soy un hombre religioso, solo asisto a la sinagoga para asuntos oficiales. Pero si hay vida después de la muerte, estoy muy seguro de que iré al cielo. ¿Sabe por qué?
—¿Por qué?
—Porque ya he estado en el infierno.