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El miércoles por la mañana Milo me llamó para decirme que se había puesto en contacto con Loren Bukovsky, presidente de la delegación local de Mensa.
—No es mala persona, se mostró razonablemente curioso acerca de la razón de que yo esté investigando sobre Meta. Le dije que era una cuestión financiera secreta y a gran escala, lancé insinuaciones acerca de que tenía algo que ver con ordenadores robados y le pedí que guardara silencio. Así me lo prometió y tengo la impresión de que mantendrá su palabra porque no le agrada Meta. Los considera unos «insufribles» que desprecian a Mensa.
—¿Por qué los miembros de Mensa no son bastante inteligentes?
—Bukovsky lo niega rotundamente.
—¿Y si Bukovsky no mantiene el pico cerrado y esto llega a oídos de alguien de Meta?
—Entonces nos enfrentaremos a ello. Incluso podría funcionar a nuestro favor: uno o más de sus miembros resulta ser malo, descubre su juego y nos facilita un objetivo móvil. Lo que es mejor que nada.
—Parece razonable —dije.
—No, Alex, es la verdad, no has echado a perder las cosas. En las actuales circunstancias no hemos llegado a ninguna parte con este grupo. Incluso Bukovsky, pese a su hostilidad, no sabía gran cosa sobre ellos. Solo que habían comenzado allá por el este, que surgieron en Los Ángeles hace dos o tres años, reclutaron a algunos miembros de Mensa y que luego se han mantenido en segundo plano.
—Hace dos años —dije—. Exactamente por el tiempo en que apareció el artículo de Sanger y se publicó Fuga de cerebros. ¿Te dio Bukovsky los nombres de los miembros reclutados por ellos?
—Dijo que no podía —respondió—, que la lista de afiliados era confidencial. Y que si yo cambiaba de idea acerca de divulgarlo accedería a dejarme acudir a una reunión de Mensa y así poder hablar con los demás. Sería toda una escena, ¿verdad? El vulgo se reúne con la élite.
—Estoy seguro de que lo considerarían una experiencia educativa.
—Sí. A continuación, entérate de las devoluciones de impuestos de Zena Lambert durante los últimos tres años. Anteriormente ella no ganaba nada y durante ese tiempo sus únicos ingresos procedían de su salario en PlasmoDerm. De modo que aún es una cuestión pendiente saber cómo puso en marcha el negocio.
—Tal vez pidió un préstamo. Como Andrew Desmond —le dije.
—¿Los padres de Andrew eran ricos? —repuso, mirándome.
—Bastante.
Y le di una descripción.
—Parece un individuo encantador —dijo—. Lo único pendiente es informar de que el cuerpo de Melvin Myers estaba limpio de drogas y Bob Pierce dice que ninguno de los camellos locales lo conocía, de modo que no fue la droga la que lo llevó a aquella calle… ¿Estás preparado para actuar como agente secreto?
—Ya he conectado mi «zapatófono».
Daniel me llamó a las cuatro de la tarde.
—Me gustaría enseñarte el apartamento secreto de Genessee. Tal vez no tengas que utilizarlo nunca, pero así te acostumbrarás a él.
—Nos encontraremos allí. ¿Cuál es la dirección?
—Está cerca de tu casa —dijo—. Si no te importa, pasaré a recogerte.
Al cabo de diez minutos me entregaba una bolsa de papel de un supermercado. Dentro había una muda de ropa: pantalones ligeros de algodón negro, jersey con cuello de cisne, asimismo de algodón, de un negro grisáceo a base de lavados, y chaqueta gris holgada de espiga con la etiqueta de los grandes almacenes Dillard de St. Louis en el interior del bolsillo del pecho, amén de zapatos negros de suela de goma de Bullock’s, Los Ángeles.
—¿Prueba de vestuario? —le dije.
—Algo parecido.
—¿Sin ropa interior?
—La ropa interior es interior.
—Cierto. No veo a Andrew vistiendo de seda roja.
Examiné la chaqueta. La ropa despedía un tenue perfume a colonia barata.
—Este toque de St. Louis es simpático —dije—, pero Andrew vivía en Los Ángeles desde hacía varios años.
—No lo veo como a alguien que le guste comprar —respondió—. Se lo mandó su madre.
—La buena mamá.
Me puse las ropas. La chaqueta era un poco holgada, pero no me caía mal.
El espejo me mostraba un cómodo y desastrado atuendo que encuadraría perfectamente en muchos escenarios de Los Ángeles. La barba también contribuía a ello. Había superado el estado de la picazón y era espesa, áspera y correcta, con más canas de las que yo había imaginado. Me cubría desde las mejillas hasta la nuez de Adán, la parte inferior del rostro quedaba oculta.
Condujimos por la cañada en el Toyota gris. En cuanto pasamos el límite de Beverly Hills me dijo:
—Pruébatelas.
Y me entregó unas gafas. Eran pequeñas, de cristales redondos y ahumados con montura metálica.
Me las puse. No estaban graduadas.
—Me gusta el efecto —dijo—, pero yo me las quitaría de vez en cuando. Tienes los ojos adecuados para el papel, agradables y rojos. ¿Has dormido bien?
—Sí —mentí.
—Bueno —repuso—, de todos modos pareces hastiado de la vida.
—Es que me meto mucho en el personaje.
—¿Andrew padece insomnio?
—Andrew no es un hombre feliz.
Daniel sonrió.
El edificio Genessee era un bloque estucado de dos plantas casi del mismo gris que el Toyota y estaba situado entre Beverly y Rosewood. De techo plano y ventanas enrejadas, tenía todo el encanto de un almacén. La puerta principal estaba cerrada.
—Es la llave pequeña y redonda —dijo.
Giré el pestillo y entramos en un pasillo central alfombrado con fieltro barato de color granate. Olía a cebollas hervidas. Al fondo se veía la escalera, cuatro buzones de latón al pasar la puerta.
La etiqueta con el nombre DESMOND aparecía en la unidad dos. Con papel pardo, manchado de agua. Mis vecinos eran Weinstein, Paglia y Levine.
El apartamento estaba en la planta baja, a mano derecha. Un par de agujeros de clavo atravesaban la jamba de la puerta como las huellas de los colmillos de una serpiente de potentes mandíbulas. Entre ellos había una columna de ocho centímetros de un cono algo más pálido que la carpintería del entorno.
—¿Ha quitado Andrew el mezuzah? —quise saber.
—No es judío.
—Aun así, después de tomarse la molestia…
—Al parecer no es un hombre de mucha fe, Alex. La llave cuadrada abre ambos pestillos.
Dos grandes cerrojos rutilantes sugerían que habían sido instalados recientemente.
El apartamento estaba oscuro y mal ventilado y se percibía el mismo olor tenue a colonia por encima del moho y las bolas de naftalina.
Los suelos de madera necesitaban barnizarse y algunos tableros cedían. Las paredes eran blancuzcas, al igual que las cortinas acrílicas orladas con borlitas de color turquesa con que cubrían las poco protegidas ventanas. El mobiliario, más bien escaso, que habría sido adquirido en establecimientos benéficos de segunda mano, era de tonalidades ceniza y tierra.
Una pared del salón estaba cubierta de estanterías contrachapadas atestadas de libros y con un aparato estereofónico de Taiwán. La cocina se veía grasienta, pero parecía limpia. Por un pasillo oscuro y desnudo había un cuarto de baño de baldosas agrietadas, un dormitorio con un colchón en el suelo y una puerta que daba a un pequeño patio en la parte posterior de la casa, en el que había una cuerda de tender combada y un garaje con tres plazas de aparcamiento.
El conjunto me recordó la casa de Nolan Dahl.
La vivienda de un soltero solitario. Los lugares adonde podía conducir…
—¿Qué te parece? —me preguntó Daniel.
Miré en derredor. Todo estaba gastado, sucio y mellado en los lugares adecuados. Nadie sospecharía que se trataba de un decorado.
¿Quién viviría allí el resto del año?
—Perfecto —dije.
Me condujo hacia la puerta trasera y salimos al patio, cubierto a medias por césped semiseco y cemento manchado de excrementos de pájaros.
—Detrás de la casa existe una callejuela —dijo—. Se puede entrar en el garaje por ambos lados.
Sacó un mando a distancia del bolsillo y pulsó el botón. La puerta central del garaje se abrió. En el interior se encontraba un Karmann Ghia de color amarillo.
De nuevo en la casa, me entregó el mando y volvimos al salón, donde se apostó a un lado y me invitó a inspeccionarlo. Examiné el aparato estereofónico y los libros. La música consistía en una mezcla de elepés, cintas y compact. Era una colección reducida, tal vez cincuenta selecciones en total de Beethoven, Wagner, Bruckner, Mahler, Bach, Cat Stevens, Lovin’ Spoonful, Hendrix, The Doors, el «Abbey Road» de los Beatles, nada reciente. Algunas fundas exhibían etiquetas de reventa de Aaron’s, en Melrose. El establecimiento hacía años que se había trasladado a Highland.
Los libros trataban de psicología, sociología, antropología e historia. Algunos exhibían pegatinas de segunda mano, muchos de ellos mostraban la evidente irrelevancia de textos recomendados. Debajo de todo se encontraban las obras literarias: Hemingway, Faulkner, Kerouac, Burroughs, Camus, Sartre, Beckett… Montones de antiguas revistas y diarios de psicología: Evergreen Review, Eros, Harper’s, The Atlantic Monthly, The Nation, descansaban cómodamente sobre la National Review. Al igual que Nolan, Andrew Desmond había cubierto una amplia extensión del territorio político.
A excepción de ello, tal podía haber sido mi biblioteca en mis tiempos de estudiante, aunque mi apartamento de Overland era la mitad de extenso que aquel, un reducto mal ventilado colindante con un taller de reparaciones cuyo alquiler de noventa dólares constituía un problema para mí, que no contaba con ninguna beca de estudios.
Cogí un libro sobre anomalías psicológicas. Las páginas manchadas despedían el olor vomitivo que a veces toman los libros viejos. En el interior aparecía estampado el sello de la biblioteca de la Universidad de Missouri, de Columbus. Había sido vendido y revendido. En las páginas aparecían frases subrayadas en amarillo.
Un tomo de aspecto más nuevo sobre el mismo tópico, que reconocí como la obra principal de la escuela de graduados, procedía de la Librería Técnica del bulevar Westwood de Los Ángeles y había sido adquirido hacía diez años.
Muy meticuloso.
—Supongo que también tendrás los recibos originales.
—No veo a Andrew como alguien que guarde recibos.
—¿No es sentimental?
Se sentó en un sofá hundido, que despidió una nube de polvo.
—Por suerte, no soy alérgico —dije.
—Sí, debería habértelo preguntado.
—No se puede pensar en todo.
—¿Cambiarías algo de todo esto, Alex?
—Hasta cierto punto, no. ¿Dónde están los micrófonos ocultos?
Cruzó las piernas y consiguió apoyar la mano estropeada en la rodilla, donde descansó como un sapo gris y amorfo.
—En el teléfono, en una lámpara del dormitorio y aquí —respondió.
Y señaló con el pulgar curvado hacia el alféizar de la ventana delantera. No advertí nada especial en ella.
—¿Cuántos teléfonos hay? —me interesé.
—Dos, aquí y en el dormitorio.
—¿Ambos están intervenidos?
—En realidad, nada ha sido manipulado. La línea está intervenida.
—¿Qué colonia es esa? —pregunté.
—¿Cómo?
—Se distingue un perfume en el apartamento y también en esta chaqueta.
Olfateó el ambiente.
—Lo investigaré.
Guardamos unos instantes de silencio y descubrí que me centraba en los sonidos. El traqueteo de un aparato de aire acondicionado en la planta superior, el paso de un coche por la calle, el parloteo de algunos transeúntes.
—¿Algo más? —le pregunté.
—No, a menos que tengas alguna sugerencia que hacerme.
—Parece que lo has previsto todo.
Se levantó y yo seguí su ejemplo. Pero cuando nos dirigíamos hacia la puerta, se detuvo, cogió un buscapersonas que llevaba en la cintura y lo observó.
—Silencio —dijo—. Discúlpame, debo responder a una llamada.
Fue hacia el teléfono del salón, marcó unos números, saludó a alguien y escuchó con las cejas arqueadas. Sostuvo el aparato con la barbilla y rebuscó en su chaqueta, de la que extrajo un pequeño bloc de notas al que iba sujeto un lapicito con velero que soltó.
—De acuerdo —dijo.
Apoyó el bloc en un ala de la mesa y se inclinó sobre ella con el lápiz preparado.
—¿Eyzeh mispar… norteamericano? —dijo.
Tomó notas, respondió: «Todah. L-hitra’ot», y colgó el aparato.
Mientras se guardaba el bloc bajo su cazadora distinguí el arma alemana resguardada en una funda de malla negra de nailon en su sobaco izquierdo.
—Se trataba de un informador de Nueva York —me aclaró—. Nuestro amigo, el abogado Farley Sanger, ha reservado una plaza para Los Ángeles este viernes con la American Airlines en el vuelo 005 que tiene prevista su llegada a las siete de la tarde. Por poco no nos enteramos, pues el trato no se ha realizado con su agencia de viajes habitual. Uno de nuestros hombres lo siguió a una reunión con Helia Cranepool. Sanger cenó con ella en el hotel Carlyle y luego ambos cogieron un taxi hacia el centro, a la parte baja de Manhattan, y se dirigieron a una agencia de viajes de la que no teníamos noticias. Lo que significa que tal vez hayan realizado otros viajes de los que no nos hemos enterado. Ella pagó el billete, aunque era para él. No viaja con su propio nombre: se hace llamar Galton.
—¿Francis Galton? —inquirí.
—Algo parecido —respondió—. Frank.