XIX
CUANDO bajé a desayunar mi madre estaba en la cocina. Sin esperar siquiera a prepararme un café soltó a bocajarro.
—Es obra tuya.
—¿De qué hablas?
Pensé que por fin habían encontrado al doctor Orlando y ya el barrio entero conocía la historia; la caracola ya no estaría en su boca y mi madre confesaría cómo la había obtenido.
Todo terminaría por fin.
El cansancio y el desvelo me tenían podrido, sin defensa alguna.
—Por eso los gatos y los perros. Tenías miedo de que lo descubrieran.
—¡Que descubrieran qué carajo! —grité enfurecido.
—El cadáver de ese joven.
—¿Cuál joven? ¿Qué cadáver?
—Lo violaste, hijo de la grandísima puta, has vuelto a violar niños.
—Espera, madre ¿de qué hablas?
—Habíamos acordado que jamás lo volverías a hacer. ¡Ah, ven aquí para destrozarte con mis manos, mala sangre!
—Espera, santa madrecita mía, no sé de qué hablas —supliqué viendo su rostro congestionado por la ira profunda.
—Del vendedor de biblias, estaba ahogado en el río, atorado en las ramas, cerca de donde acostumbras ir. Unas personas que buscaban cadáveres de animales lo encontraron. Lo vieron hace días vendiendo de casa en casa.
Mi madre se levantó y llorando se fue a su consultorio.
No tardarían en llegar sus clientes.
Desconcertado, regresé a mi cuarto.
Abrí la hielera y continué destazando el torso de Maricela. Debía darme prisa.
Uno.
Dos.
Tres.
Al cuarto golpe de martillo, la pieza final de hueso que tenía de la señorita Maricela terminó por fraccionarse.
Metí aquellos últimos trozos en el saquito de lona.
Su cuerpo no era nada más que pequeñas arenitas, pedacitos de un compuesto de calcio y hormonas convertidas en polvo. Minerales triturados.
A excepción del cráneo, todo su esqueleto cabía perfectamente en la bolsita de manta.