XXVII

CARMINA BURANA fue compuesta bajo tres grandes premisas; el amor, el vino y la comida. Basada en textos medievales, Karl Off se encargó de darles coherencia y unidad. A lo largo de la obra se manifiesta el verdadero leit motiv, el exceso, el carnaval de la carne y la pasión.

Así se lo digo al doctor Orlando quien ha permanecido jugando con un encendedor en sus manos. Por todo comentario enarca las cejas. Se muestra sorprendido así que continúo el ataque.

En 1803, una serie de poemas medievales fueron descubiertos en la provincia alemana de Bavaria. Eran obra de los monjes que habitaran el monasterio benedictino de Beuren.

Tales letras, escritas principalmente en latín, fueron determinantes para los monjes del siglo XIII. Sus palabras capturan un halo de rebeldía dentro del mundo secular, celebran la existencia mucho más que la meditación, el celibato o la reclusión del monasterio.

En 1935, Karl Off redescubrió tales poemas, e impresionado por el significado compuso una cantata utilizando los antiguos versos, transformó las escrituras en invocaciones y cantos profanos, dándoles una división que consta de Primavera, Taberna y Amor, todas enmarcadas por la rueda de la fortuna girando eternamente.

En el estéreo está colocado el compact-disc y, conforme avanzan los tracks, agrego información sobre la obra, misma que el doctor intenta asimilar de buena manera para no parecer un estúpido.

—Seguramente usted tenía conocimiento de que en latín a una canción se le llama Carmina. Carmina Burana simplemente significa Canciones de Beuren. ¿Verdad que lo sabía?

Guarda silencio el doctor Orlando.

Es lógico. He rebasado sus parámetros para ser llamado un completo imbécil, alguien que no sabe maldita cosa. Mi intención es dejarle en claro que el hecho de fornicar con mi madre y ella le entregue dinero para construir su consultorio, no le permite considerarme un retrasado mental como mi madre dijo ante los policías que investigan la violación de la señorita Maricela.

El doctor Orlando parece sorprendido por mis conocimientos de música. Pobre diablo. Ni siquiera sabe datos esenciales. Si le menciono la palabra Pinkerton dice que es una agencia de detectives. El imbécil no sabe que es el nombre de uno de los protagonistas de Madame Butterfly.

Si le pregunto por los diferentes movimientos de la Primavera de Vivaldi tampoco lo sabe, siendo que basta un ligero sentido musical a fin de ubicarlos fácilmente; Allegro, luego Largo e pianissimo sempre y remata con otro Allegro.

En Verano son Allegro non molto, Allegro e tutto sopra il canto, continúa con un Adagio e piano, Presto e forte y remata con un Presto.

El segmento Otoño es más fácil porque únicamente se compone de Allegro, Largo y nuevamente Allegro, casi igual que el Invierno; Allegro non molto, Largo y Allegro.

Abrumado, el doctor Orlando contraataca preguntando por qué el hueso llamado clavícula se llama así y lo detengo diciendo que dicho hueso deriva su nombre de "clavis", es decir, "llave" y el libro Clavis Majorae escrito por el alquimista Antonio D' Agripa se debe a...

—¡Basta! —exclama el doctor y prefiere no decir nada. Sabe que está ante una mente privilegiada, alguien que tiene más conocimientos que todos los que él obtuvo en sus años de estudio en la facultad de Medicina.

—¿Y aún así usted considera saber amar a mi madre? —le pregunto.

El doctor Orlando no sabe qué responder, parece molesto. Lo he sorprendido con mi pregunta. No le permito descanso y de inmediato saco el mazo de cartas cicatrizadas que guardo en la bolsa de mi chamarra y lanzo la primera imagen sobre la mesa de centro.

—Vea, eso es un gallo. Ese animal con plumas y orgullosa cresta es usted. Aborrece el día, por eso le grita al sol cada mañana para que regrese la noche y celebra sus bajezas amparado por la luz cenital. En cuestiones de amor un gallo llega, se satisface, se levanta y canta. Un mal amante ¿no le parece? Seguramente usted presume que a diario fornica con la bruja y la tiene mansa como cordero.

La mirada del galeno me confirma que efectivamente hace alarde de su conquista.

—Tenga cuidado, doctor, pisa terreno peligroso. Hay cosas que usted jamás comprenderá y si traiciona a mi madre tarde o temprano ella cobrará venganza.

—¡Bah!, deja de estar chingando —dice—. Sólo eres un pinche imbécil, un idiota, un retrasado mental que trata de joderme el día.

—Recuerde lo que digo, doctor. Usted no saldrá vivo de esta situación. Está empeñando más de lo que su alma está dispuesta a dar y eso se cobra caro en asuntos de magia y de amor.

En ese momento, se abre la puerta de la calle y llega mi madre cargando bolsas del supermercado. Saluda al doctor con un beso en la boca que me provoca una sensación de asco.

De inmediato ordena que me retire a mi cuarto y por toda respuesta subo el volumen del aparato de sonido justo cuando inicia la escena de la taberna stuans interius ira vehementi in amaritudine loquor mee mentí; factus de materia, cinis elementi similis sum folio, de qua ludunt venti y la canción continúa con ese brío donde el espíritu masculino se exalta en forma tal que haría brincar de gusto a Robert Bly, el gurú del machismo ligth.

Así se lo digo al doctor Orlando y vuelve a enarcar sus cejas.

El imbécil no sabe quién es Robert Bly, nada le dice la historia de Iron John y el robo de la llave para escapar de la jaula. Algo semejante al trabajo que desarrolló Joseph Campbell en El Héroe de las Mil Caras con su teoría de la partida del héroe, hasta su descenso al inframundo...

El doctor Orlando se muestra nervioso y mi madre vuelve a ordenar que suba a mi cuarto pues estoy siendo impertinente.

La obedezco y me voy a dormir.

Cuando ya estoy en la cama escucho ese gemido triste proveniente de la recámara de mi madre y me siento mal y salgo del cuarto, bajo la escalera. En el sillón de la sala encuentro el encendedor que tuviera el doctor Orlando en sus manos. Seguramente se le extravió. Lo tomo. Voy al patio, abro la puerta trasera y me escabullo en las calles del barrio.

Poseer el encendedor me da una idea.

Voy hacia el paradero de autobuses y contemplo la llegada de las últimas unidades mientras reviso mi reloj y anoto el número y la hora de llegada de los armatostes.

Los motores se apagan, algunos choferes caminan a sus casas, otros son recogidos por taxis y otros se quedan tomando cerveza en el interior de un camión. Me acerco y noto que son cuatro hombres. Uno de ellos es el mismo que violara a la señorita Maricela. El conductor de la unidad 87.

Me sorprendo. No creí que pudiera salir libre tan pronto, sobre todo porque mi delación telefónica era contundente y según se supo habían encontrado sus huellas digitales y la muestra de semen en el cuerpo de la víctima pertenecía al chofer.

Quisiera sentir rabia.

Me contengo o de lo contrario comenzaré a llorar sin detenerme.

Busco refugio en una de las zanjas y permanezco sin hacer ruido.

Mientras pasa el tiempo comienzo a rascar la tierra esperando encontrar alguna lombriz. No encuentro nada. Sólo escucho las voces de los choferes que siguen platicando hasta que poco a poco van apagándose.

Lo he decidido.

Salgo de la zanja y me acerco lentamente hasta el autobús. Con una piedra trabo la puerta trasera. Me detengo. No. Nadie me ha escuchado. Hago lo mismo con la puerta delantera y entonces me escabullo bajo el autobús hasta el tanque de gasolina. La manguera que conecta al carburador es de metal.

Aquello no estaba previsto, así que voy al local donde checan los autobuses. Todo está en silencio. En la pared hay un tambo que usan como basurero. Encuentro estopas grasientas y botes vacíos de aceite.

Regreso al autobús y me vuelvo a escabullir. De pronto escucho un ruido, alguien intenta abrir la puerta delantera. La encuentra atorada. Escucho sus maldiciones y luego el sonido ligero de un líquido que cae por la ranura. Está orinando.

Me arrastro para percibir con más fidelidad el aroma ferroso de la orina. Luego, escucho los pasos de la persona que regresa a su lugar, en algún asiento del autobús, a seguir durmiendo la borrachera.

Arrastrándome bajo el vehículo aflojo el conducto. La gasolina fluye. Pronto lleno los botes de aceite. Dejo que la gasolina siga tirándose, al fin que no me importa.

Derramo el combustible en las dos puertas y con el encendedor les prendo fuego. Cuando la flama surge, ruedo hasta la zanja y caigo apenas a tiempo de que el autobús se vea rodeado por las llamas. La gasolina derramada bajo el piso es alcanzada y el autobús comienza a crepitar fundiendo pintura y tapicería de los sillones.

Comienzan los gritos. Quienes dormían en el interior se despiertan al sentir las llamas y cuando quieren salir es imposible porque las puertas están trabadas y yo camino por la zanja y me marcho del lugar. Arrojo el encendedor en una zanja y desde lejos veo las siluetas correr en el interior, buscando romper los cristales a patadas. El autobús es una cámara repleta de humo.

No me quedo a ver el final.

Voy a casa y desde la sala escuchó la puerta abrirse.

Me escondo tras la escalera y poco después el doctor sale apresurado, cruza la calle y para entonces todo el barrio ha despertado con el incendio del autobús y se oyen voces que gritan auxilio, ¡agua!, ¡se queman! y dicen que hay muertos y yo cierro los ojos, imagino que regreso a la playa y juego en la arena y busco caracolas. Es tal mi felicidad que quiero llorar sin poder hacerlo.