XXIV
AL día siguiente unos hombres tocan a la puerta y mi madre abre y ellos dicen que son policías. Mi madre se asusta y dice que no puede ser, que debe existir una equivocación. Dicen que traen una orden de aprehensión en mi contra y mi madre se enfurece y golpea a los hombres que haciéndola a un lado van por mí que estoy en la cocina tratando de alcanzar la caja de galletas y me toman por los brazos y me llevan hasta subirme a un auto con luces en el techo. Es una patrulla. Me llevan ante el Ministerio Público y aunque mi madre llora desconsolada a mí no me importa pues hasta ese momento me siento bien.
Me paran frente a un señor que fuma y mientras escribe a máquina pregunta cosas. En ese momento mi madre interviene y dice que no debo contestar hasta no llegar nuestro abogado y que además no estoy en ejercicio de mis facultades y yo respondo que sí puedo responder y los policías se ven entre sí y me preguntan por la señorita Maricela y cuándo fue la última vez que la vi y estoy dispuesto a contarles todo lo que sucedió en el auto cuando aquel hombre entró y la forma en que rompió sus faldas hasta el momento en que se fue con ella... En ese momento mi madre mete la mano entre su vestido, hasta sus senos, saca un fajo de billetes y dice quiero a mi hijo libre ahora mismo y los hombres contemplan el dinero.
El hombre que fuma deja de escribir para tomar el fajo de billetes y salgo con mi madre de aquel lugar y nos vamos a casa y al llegar mi madre me golpea en la cara con su mano y dice «¡qué buena la hiciste, cabrón!», y me siento a llorar en la sala y mi madre va por un café.
Alguien toca a la puerta.
Mi madre responde que no tiene tiempo, que ya no dará consultas esa noche y entonces se escucha la voz aquejada de un hombre. Es una voz delgada, enfebrecida.
—Soy el doctor Orlando, abra por favor, la necesito.
Mi madre deja la taza de café y va a la puerta.
Efectivamente, es el doctor Orlando con la cara compungida, como si un cordero perdiera de vista el prado verde, o algo así. Mi madre lo lleva a su consultorio y se encierran y yo me voy a dormir. Antes de quedar cubierto por el sueño, escucho los jadeos y los gritos de mi madre que sufre.
Pobrecita.