II
NO tengo más vida que ésta que he decidido contar.
A lo largo de los años nunca he podido crear nada que fuera más allá de este puñado de palabras, reunidas bajo el deseo de narrar cómo me convertí en un infeliz solitario.
Historia triste, cierto, expiadora de culpas.
Las mías al menos.
Fui el primero y el único hijo que mi madre trajo al mundo.
Es desgracia duplicar la mala sangre, dicen. Tal vez por esto cargué con la culpa de ser el causante de la tristeza de mi madre, quien fue envilecida por el rumor canalla que la señalaba como madre soltera.
Y puta.
También hubo quienes le llamaron perra.
Y es cierto.
Mi madre reúne los tres adjetivos.
Tiene uno más que nadie quiere reconocerle: es una santa.
Realiza milagros.
El primero de ellos fui yo.
Bajo el conjuro de artes extrañas pidió a la luna y los astros y a las entidades nocturnas que todo mi cuerpo resultara hermoso.
Y así fue.
Mis facciones son perfectas, simétricas, agradables. Mi piel es blanca, como el amanecer.
La segunda demostración de poder que ofreció mi madre fue la muerte de mi supuesto padre.
A pleno día, rodeada por vecinas del barrio, señaló con el índice la casa de Gabriel García y gritó «¡habrás de morir hijo de la grandísima puta que te parió! ¡La sangre se te pudrirá y todos sabrán que fue en castigo por lo que hiciste conmigo!»
Así fue.
Cuentan que a partir de ese día un sudor hediondo comenzó a fluir del cuerpo de Gabriel García. Un humor acuoso llenaba el sitio que pisaba y desbordaba la calle y el barrio y nadie podía acercársele.
Su recién y joven esposa, la señorita Maricela, pronto se fue de la casa alegando que era imposible vivir con ese hombre cubierto de llagas que mojaban la ropa y provocaban asco y vómito.
Gabriel García fue encontrado muerto días después. El cuerpo hinchado, apestoso, totalmente intacto. Ni las ratas quisieron morderle.
El barrio comprendió que mi madre había cobrado venganza y Gabriel García murió en castigo por haberla despreciado y preferir casarse con la señorita Maricela.
El cuarto milagro de mi madre fue morir.
El quinto volverse invisible.
El sexto resucitar.
El séptimo, sanar a toda persona necesitada de ayuda espiritual en su local que tiene en este barrio construido sobre polvo y olvido.
Ahí vivimos.
Aquí.
Ésta Casa.