V

MARICELA tenía razón.

Había demasiadas cosas que yo no sabía.

Esa noche salí a deambular. Quería llenar las bolsas de mi chamarra de basura fresca para llevar a mi cuarto.

Me acerqué al paradero de autobuses justo en el lugar donde una señora ponía su puesto de fritangas durante la tarde y levanté algunos papeles impregnados de grasa, hojas de tamales con restos que comí con deleite. También encontré un pañal desechable que alguien había arrojado a una de las zanjas del drenaje.

Recuerdo cuando mi madre encontró el primer pañal en mi cuarto. Se molestó. Por eso seguí llevándolos a casa, aunque casi no tengo suerte: en el barrio, casi nadie compra pañales desechables.

Al regreso, encontré un camión estacionado. Había gente en su interior. Fui hasta un montón de tierra y semioculto por la zanja miré el interior. Eran dos choferes. Podía ver sus labios moverse.

—Te digo que es fácil. Maricela lo está convenciendo. Haremos como si fuera un asalto.

—No. Me gusta más la idea de aparentar que fue un crimen del loco ese.

—La gente no lo cree capaz de asesinar a alguien. Además, eso vale madre, lo que debemos lograr es amenazar a la bruja para que diga dónde esconde el dinero. Maricela ya consiguió la llave de la casa y podemos entrar. Tomamos el dinero y se acabó.

Miré la cara de quien hablaba sin poder reconocerla. Sólo vi el número del camión. Nuevamente era el número 87. Aquello era una sorpresa.

Regresé a casa, subí a mi cuarto sabiendo que debería apresurar las cosas. Cierta idea había surgido en mi mente sin atreverme a hacerlo.

Mi madre estaba dormida en su recámara. Bajé a la planta baja y pasé frente a su consultorio. Llegué a la alacena. Sin hacer ruido busqué el dinero que mi madre escondía bajo el lavabo. No lo encontré.

Regresé a mi cuarto. El aroma del pañal usado era penetrante.

Me dormí sin ver las estrellas.