XXVI
MI madre ha prohibido que me acerque al paradero de los camiones. La razón es que han detenido al tipo que violó a la señorita Maricela y ahora todos creen que yo fui el supuesto delator, lo cual es cierto.
Bastó una llamada a la policía dando nombre y señas detalladas de su fisonomía. Supongo que no fue difícil encontrarle.
A veces me escabullo por la noche y voy a la casa de la señorita Maricela. O más bien, lo que era su casa. Juego con mis caracolas en el fondo de una tremenda zanja en el sitio donde estuvo el jardín.
En ocasiones invoco algún fantasma y cuando aparece le pido que juegue conmigo. Cuando lo hace siento una brisa fresca en mi espalda, como si una presencia extraña subiera mis hombros y fluyera por mi garganta hasta correr cada vértebra, cada espina de mi efigie, cada leño de esta hoguera en que me consumo repleto de temor y abismo.
Regreso a escondidas.
Hace poco descubrí que nuestra casa tiene una puerta trasera que abre a una calle repleta de hierbas y agujeros de ratones. No la conocía porque nunca juego en ese patio de cemento, siempre invadido por la ropa que una misteriosa mujer lava y pone a secar.
A veces me sorprende que mi madre no note mi presencia o ausencia. Sé que tiene sus motivos. Continuamente el doctor Orlando duerme con ella, en el consultorio, y sale muy de mañana rumbo a su nueva clínica construida con el dinero que mi madre, estoy seguro, le entrega.