XXXI

UN padre vivía con sus dos hijos. Lo escaso del agua obligaba a ahorrarla de tal forma que los tres se bañaban en una misma tina. Primero el padre, luego el hermano mayor.

Cuando llegaba el turno del hermano menor, el agua de la bañera estaba oscura de mugre.

Cierto día el hermano mayor debió partir a estudiar a la ciudad.

Durante la semana, el hermano menor no extrañó a su hermano, sino hasta llegar al sábado y con ello el ritual de limpieza. Y sucedió porque esa ocasión el agua de la bañera estaba menos sucia, casi limpia, únicamente con la mugre de su anciano padre.

No sé por qué recordaba semejante historia, ni dónde la había conocido. Sería porque bajo el agua de la regadera siempre pensaba en mi madre. El primer cuerpo desnudo de mujer que conociera.

Tras lo ocurrido esa tarde, en que mis manos se posaron en su cuerpo, mi madre dejó de bañarme. Desde entonces la extrañaba. Y ahora, al saber de su relación con el doctor Orlando, sentía un pesar agudo en alguna parte de mi pecho. La imaginaba con el doctor bajo el agua de la regadera, en el baño de su recámara cubierto por azulejos de flores rosas y naranjas.