XVII
HABÍA pasado la tarde llorando.
Sentía los dientes romperse en partículas blancas y lechosas, como si todas mis encías de pronto se hubieran derretido.
Me revolqué en la cama. Nunca me había sentido así. El dolor emigró a los oídos y de ahí trepo a las sienes. Estaba reventando, pronto mi cuerpo estallaría salpicando el tapiz beige con flores lisas del cuarto y todo habría terminado.
Mi madre tocó a la puerta.
No contesté.
Dejé que pensara que dormía aún cuando estaba llorando a gritos, igual que siempre lo hacía, sin poder pronunciar un simple sonido, ningún quejido, era como si la garganta se abriera en una grieta silenciosa y gruesa.
Por fin sabía la razón de tanto dinero. Quise ir al patio aquel y escarbar la tierra, sacar el cadáver del doctor Orlando, llevarlo a su consultorio, ponerlo ahí con una bata blanca y nueva sobre su diván de exploración.
¡Malditas galletas! Así como ese gato había vomitado la pasta igual podía suceder con otros, no debí utilizar el cianuro, tal vez bastaba con... ¡Ah! Todo se había echado a perder. Comprendía por qué mi madre no había pagado jamás un centavo por todas las atenciones del hotel. ¡Éramos los dueños!
Un momento...
Si éramos dueños de ese hotel, aunque fuera únicamente de nombre, debían existir documentos que ampararan el trato. ¿Dónde estarían? Debía buscarlos. No sabía con qué propósito pero quería tener control sobre ese asunto que me tenía desconcertado.
¿Y la señorita Maricela?
¿Dónde estaba la hija de la chingada justo ahora que necesitaba su consuelo? ¿Dónde se había metido la muy puta?
Entonces recordé.
Su cuerpo destrozado estaba envuelto en bolsas de plástico justo abajo de la cama. ¡La tenía almacenada y descuartizada en mi cuarto!
¡Cuántos días llevaba escondida ahí!
¡Santo Dios!
¿Acaso mi madre había revisado mi colección de caracolas sin descubrirla? Si así era por qué no lo había comentado; «oye, hijo, fíjate que encontré el cadáver de una mujer descuartizada, ¿podrías retirarla de ahí para hacer el aseo y recoger los calcetines sucios bajo la cama?».
No, por supuesto. Aquello significaba que mi madre no la había descubierto por la sencilla razón de que jamás entraba a mi cuarto... Su miedo era demasiado; ella no lo haría ni aún sabiendo que estaba fuera de casa, mi ausencia bien podía ser una trampa, yo podría regresar en cualquier momento y entonces se encontraría con un joven de veintitantos años decidido a poseerla por la fuerza...
Todo era un vil truco.
La caracola que mi madre me mostrara tenía que ser otra, porque la mía, la de mi colección, estaba totalmente seguro, la había metido en la boca del doctor Orlando.
¿Qué diablos pasaba?
Pasaba que necesitaba descansar.
¿Cuánto quedaba del cuerpo de la señorita Maricela?
El torso.
Dormí profundamente.
Cuando desperté, tomé una bolsa de plástico llena de algunos trozos de carne y salí hacia la barranca.
Dediqué la tarde a arrojar disimuladamente aquella carne tumefacta a la corriente sucia y apestosa.
Se iban.
Únicamente carne.
Con los huesos era diferente. Los golpeaba hasta dejarlos en pequeños trozos y luego los metía en un costalito y salía a tirarlos tranquilamente como quien va dejando caer cáscaras de fruta.
Mi madre no entraba a mi cuarto. Territorio prohibido. Sabía que no debía hacerlo, que si algún día lo hacía...
Había exagerado en realizar los crímenes tan inmediatos. Hubiera sido mejor dejar un espacio mayor entre uno y otro. No matar hasta no desaparecer el anterior. Al menos así había sido hasta entonces, desde la "Primera Sangre", el sitio donde había asesinado a aquel hombre sin mayor motivo que ver su sangre correr por el cuello cercenado y desde entonces le ofrendaba una piedra al pasar.
Revisé la hielera. Necesitaba comprar más hielo y también jabones de olor.
No. Mi madre santa no había entrado al cuarto. Entonces cómo había sabido lo de la caracola. A menos que...
A menos que me hubiera observado. Pero... ¿y la caracola? ¿Dónde demonios había conseguido una caracola Felisia, semejante a la depositada en la garganta del doctor Orlando?
Ese era un misterio que necesitaba resolver pronto.
Mi madre tenía ganado el primer round.
Lo cierto es que existía una fotografía de la palabra que yo había escrito en el diván del doctor. "Muerte". Y es posible que tuviera hasta mis huellas dactilares. ¿Alguien más lo sabía?
A todo esto ¿qué día era?
Con lo ocurrido, el cansancio y el tiempo eran una especie de grasa, una destilación de instantes amontonados bajo la luz y la sombra sin poder distinguirse. Debía ser viernes, seguramente, aunque aún sentía cómo el lunes había pasado muy pocas horas atrás.
¿Cuándo había dado muerte al doctor Orlando? Una semana atrás. No, dos semanas. El envenenamiento también había ocurrido por los mismos días. Tenía un faltante de siete días, una semana totalmente extraviada. ¿Cuánto tiempo pasaba en el cuarto limpiando los huesos de la señorita Maricela?
Aún así, seguían faltando tres días que no sabía dónde estaban.
Buscaba una razón y lo único que se me antojaba era verme durmiendo en la cama, siendo azotado por el sol. Entonces, seguramente había dormido mucho más tiempo de lo acostumbrado el día que lloré toda la tarde, el día que enterré el cuerpo. Luego vino el envenenamiento de gatos y perros y... ¡Estaba perdido!
El otro día era este o sea ayer que al mismo tiempo parecía mañana y nada terminaba porque todos los relojes marcaban lo contrario, recién había hablado con mi madre, casi minutos atrás, esa era mi sensación y sin embargo había pasado un día sin poder moverme de la cama pensando en lo sucedido, sabiendo que mi madre tenía una foto donde aparecía un diván de exploración médica con la palabra "Muerte" escrita con sangre.
Quería decirle que sí, que efectivamente yo había pintado aquello como una simple broma, para mostrar mi repudio al tipo que me odiaba y se mostraba indiferente a mi gran inteligencia y afirmado que no creía el cuento de que yo era...
¡Un momento! ¿Acaso mi propia madre le había confesado la verdad sobre mi persona?
Furioso por semejante posibilidad, me dediqué a triturar con mayor saña los huesos de la señorita Maricela. La bolsita con tan curiosa gravilla sucia continuaba creciendo. No serían más de cinco kilos cuando terminara todo el proceso. En el baño tenía las dos cubetas de tierra que siempre guardaba para ese tipo de trabajos.
La primera ocasión fue una niña. Había pasado tanto tiempo que ni siquiera lo recordaba. Todo su cadáver, trozado en partes, logré ocultarlo en las tres macetas.
Cuando las compré para ponerlas en la recámara, mi madre dijo que eran un bonito adorno, «¡dan mucha vida!». Curioso. Unas macetas, rellenas con el cadáver de una pequeña, daban vida a mi habitación. También dijo algo referente a que le daba gusto verme dedicado a un pasatiempo tan refinado como la jardinería.
La tierra negra y generosa pronto dio cuenta de la osamenta y cuando lavé los huesos para retirar los últimos restos de carne y tendones fue fácil limpiarlos. Igual ocurría con Maricela, no me atreví a tirarlos enteros, por eso preferí triturarlos.
Los huesos de la niña habían quedado en la misma maceta donde ahora tenía enterrado los fémures, cubitos, radios y peronés de Maricela. El cráneo estaba en la tercera maceta. El tronco lo tenía en la hielera oculta en el clóset y cuando el costillar estuviera limpio de carne colocaría todo en la segunda maceta.
¡El costillar!
Debía darme prisa antes que la peste fuera insoportable. Fui a la maceta y tomé los fémures, la tierra llena de insectos había devorado los pedazos minúsculos de carne que aún quedaban.
Del clóset tomé el galón con ácido y los guantes de lona. Tapé el desagüe de la bañera. Cubrí mis manos y vertí el áspero líquido. Arrojé los huesos y los sumergí acomodándolos cuidadosamente. El ácido los cubrió por completo.
Al día siguiente los sacaría.
Si lograba permanecer despierto tal vez lograría limpiar el torso. Tarea difícil e ingrata. Disolver los cartílagos con ácido era peligroso por el olor que despide todo el proceso. Además aquello creaba el problema de la higiene. ¿Dónde me bañaría durante el proceso? A mi madre le extrañaría que me aseara en la planta baja.
Debía seguir trabajando. Bajé a la cocina. Del refrigerador tomé jamón, queso, pan de caja y subí de nuevo a mi cuarto. Debía estar aprovisionado, no salir para nada bajo riesgo de que alguien entrase a mi cuarto, como decía mi madre que lo había hecho... ¡Mentira! Ella jamás entraría, pero y ¿entonces la caracola?
No.
Era demasiado.
No debía seguir pensando en la caracola.
Podría volverme loco.