XXXII
UNA fuga de soles, una estela de hambre, un zumbido de locura que taladra el sentido. Así me sentía esa noche. Vagaba.
La noche anterior la señorita Maricela había vuelto a visitarme en mi cuarto y habíamos estado comiendo estrellas que bajábamos con ayuda del telescopio.
Por la madrugada, me despertó diciendo que estaba respirando muy agitado. Maldición. Lo había descubierto. Siempre ocurría a cierta hora de la madrugada. Mi cuerpo se congestionaba. Era un balazo de ansia en mi interior. La respiración se volvía agitada, rápida, un recoveco de sonidos y furia que me obligaba a permanecer apretado contra mi nostalgia.
Ocurría.
Días después vagaba.
Como un sueño.
Estaba en la zona del mercado.
A esa hora los locatarios habían ya guardado sus mercancías. En la mayoría de pasillos, las cortinas estaban bajadas, aseguradas con gruesos candados.
Caminé por los callejones metálicos comiendo sobras, destripando bolsas de basura para encontrar algo que llevarme a la boca.
Las ratas comenzaban a surgir, adueñándose de ese territorio oscuro y polvoriento.
Encontré un local que permanecía abierto. El piso estaba húmedo. En una cubeta con agua nadaba una jerga. Una joven doblaba varios pantalones que descolgaba de la cortina metálica. Era el único local abierto a esa hora.
Me acerqué. Miré la mercancía. Así había ocurrido también con la niña. Despacio.
—¿Busca algún pantalón, joven? Ya voy a cerrar. Sin dar tiempo a reaccionar, puse mi mano derecha en su boca y apreté con fuerza. Con la mano libre aventé su cuerpo y al tenerla contra la pared la jalé por los cabellos. De inmediato empujé su cabeza. Su cráneo al romperse hizo un sonido suave, parecido al de una rama dulce siendo rebanada por una cuchilla.
Jorge I, Rey de Inglaterra, tenía dos pasiones, la música y pasear por el Támesis a bordo de una barca. A fuerza de unir ambos deleites, encargó al músico de la corte que compusiera algunas tonadillas para poderlas escuchar mientras realizaba su paseo. Éstas, debían armonizar con el trayecto a bordo de su barca.
El músico cumplió cabalmente y en sus composiciones intentó capturar el movimiento de las breves olas, el sonido del agua, la estructura que encierra un navegar tranquilo y pausado.
Tal es el origen de la Música Acuática de Handel. Algún avispado diría que esta obra, compuesta por tres suites y que adquiere su máxima interpretación con el Budapest Strings, es el primer soundtrack emocional. Al igual que este maniático Rey, mi extraña relación anímica era la que me obligaba a cantar bajo el agua. En momentos así, mi madre se convertía en una astilla de insomnio metida bajo la piel y yo me bañaba de madrugada, a media noche, a medio día, en horas de tormenta o de infierno, para alejar a mi madre y retenerla en esa dimensión ajena.
La historia del acuático y melómano monarca se la comenté al doctor Orlando, esa noche, cuando volví de vagar y lo encontré sentado en la sala de espera al consultorio.
—Por supuesto que usted no la sabía.
—No —respondió, resignado a tener que escucharme.
—Entonces estoy en lo cierto, usted es un imbécil.
El doctor no supo qué contestar.
—¿Verdad que no me equivoco? Usted es un imbécil.
El doctor se levantó del sillón, dejó la revista que hojeaba y caminó hasta poner su mano en mi cuello y apretó encajando sus uñas en mi piel.
—No te quieras pasar de listo. Conmigo te chingas, yo sí te pongo en tu madre, muchachito pendejo.
Aquella mano tenía fuerza y me lastimaba. Era una demostración de odio y violencia. La mayor que jamás había sentido.
—A mí no me la pegas que estás loco, así que te lo advierto, conmigo no te pases de listo.
Apenas me soltó, huí hacia la escalera. Al oír mis pasos corriendo, mi madre salió del consultorio y miró intrigada hacia la sala.
—¿Sucede algo?
—Nada, tu hijo acaba de pasar y subió a su cuarto —respondió el doctor Orlando.
Mi madre volvió a encerrarse en el privado, a terminar de sanar al paciente con quien estaba.
Las consultas siempre ocurrían bajo mi cuarto.
A veces tenía el deseo de hacer un orificio y espiar para saber cómo era todo aquello que ocurría en el consultorio. Nunca me atreví. Me detenía el tener que horadar el piso. Vaya complicación para un simple espiar. Además, tenía miedo de que mi madre lo descubriera, aunque era prácticamente imposible. Nunca entraba a mi cuarto.
Este era un pacto muy extraño. Ella dejaba la ropa de cama a la entrada de mi puerta y yo me encargaba de ponerla. Tomaba la ropa sucia de cama y la ponía en el mismo sitio de donde desaparecía misteriosamente. Supongo que alguna de las chicas que hacían el aseo la recogían y lavaban. Lo mismo pasaba con mi ropa. Cada semana sacaba mi bolsa conteniendo la ropa sucia y a cambio recibía otra con ropa limpia.
Supongo que mi madre no entraba a mi cuarto desde la vez aquella en que intenté abusar de ella.
Sucedió años atrás, en la antigua casa. En mi recámara tenía cuarto de baño propio y en la tubería había una fuga de agua que se transminaba hacia la planta baja. Esa ocasión mi madre entró a ver qué ocurría con el derrame de agua y al verla de espaldas, reclinada, quise poseerla y me fui contra ella. Al sentir que levantaba su falda, volteó furiosa, me empujó contra el lavabo. Aturdido por el dolor en mi espalda no pude detener el golpe que me dio en la cara antes de salir huyendo.
La escuché llorar toda la noche.
Ella nunca supo que yo también lloraba. Mis gritos eran rabia, una verdadera agonía sin sonido alguno.
Igual ocurrió esa noche cuando el doctor Orlando me lastimó el cuello y tuve que huir hasta el refugio que representaba mi habitación.
Tirado en la cama, recordé a la chica del mercado caer inconsciente con el cráneo destrozado, cómo de alguna parte de entre sus cabellos comenzaba a escurrir la sangre. Pronto moriría, estaba seguro. El sonido de rama dulce en su cabeza indicaba que se había fracturado.
Tomé el dinero de entre sus ropas y corrí hacia la parte posterior del mercado. Pronto pasé por el sitio de taxis. Cuadras adelante me encontré con la parada de autobuses que a esa hora dejaban salir hordas de gente que regresaba de trabajar.
Quería sentir miedo y fue imposible.
Tomé una piedra. Al pasar por el lugar de la "Primera Sangre" la coloqué exactamente en la cima de la pila.
Me sentí más sereno. Me detuve a tomar aire y recargado en un árbol revisé mi botín. Eran cerca de mil pesos los que había tomado del mandil de la joven.
Lo que más me sorprendía era la facilidad de mi cometido. Igual había ocurrido con la niña. Sin violencia gratuita. Cada movimiento justo, necesario. Sin demasiada fuerza, sin miedo, sin mayor desgaste de energía.
Así que eso era todo.
Me sentí defraudado.
Pensaba que hacer algo semejante permitía obtener una corriente eléctrica, una sacudida corporal, una vibración de la espina o siquiera un rechinar de dientes. Nada.
Olisqueé mi carne para ver si se había llenado de olor a carroña. No. Estaba igual, no había experimentado ningún cambio físico. Ni siquiera emocional.
Era un simple crimen cometido al amparo de la noche. Por eso, cuando le dije al doctor Orlando que era un imbécil en realidad buscaba otra cosa, deseaba un aguijón de furia. El estúpido no se atrevió a ir más allá, no desafió mis límites. Deseaba mostrarle que yo era más sagaz, que no tenía miedo, que conocía su deseo de quedarse con el dinero de mi madre y no estaba dispuesto a dejar que sucediera, por algo la señorita Maricela me había mostrado su plan para no dejar que nadie más entrara en nuestras vidas.