XI

DESPIERTO a media noche.

Estoy llorando.

Arrojo las cobijas lejos de mi cuerpo y quisiera predecir el movimiento que sigue. Es imposible.

Una laguna de espanto me detiene en medio de la habitación.

Cuando quiero caminar algo me asalta, es la duda de la edad, el desconcierto del cuerpo apasionado por el desvelo.

Abro los cajones de la cómoda, sé que busco algo y lo realizó con fuerza y anhelo sin encontrar nada de lo que deseo.

No sé qué deseo.

Salgo del cuarto.

Encuentro la escalera y ahí está el pasamanos.

Bajo hasta llegar a la puerta de la calle. Está cerrada, he olvidado las llaves y regreso a buscarlas. Antes de subir la escalera veo la puerta de la cocina. Intento abrirla y lo logro.

Voy al refrigerador, abro la puerta y sirvo un vaso de leche, tomo un trago que me produce una náusea intensa y vomito sobre la estufa.

El reloj en la puerta del microondas parpadea intermitente, son las 02:53 de la madrugada, hora de aullidos, de nubes feas, de quedarse en casa.

Corro al patio trasero, de pronto recuerdo que en esta casa no existe tal cosa, que sólo es un espacio con una puerta sellada por mis propias manos, que toda la casa está construida en una sola pieza y no existe un maldito patio, apenas un patio de servicio donde una misteriosa mujer lava la ropa cada semana y la tiende en ese espacio reducido.

Abro la ventana que comunica la cocina al patio de servicio sin ningún motivo aparente, la cierro, siento el zumbar de algunos moscos que entran.

Salgo de la cocina.

Antes de ir a mi cuarto veo el consultorio de mi madre y me acerco. Sin siquiera tocar la puerta sé que está cerrada.

Subo la escalera decidido y sigo sin comprender qué sucede. Estoy confundido. Tomo la llave de la puerta principal.

Ya me había ocurrido este deambular a media noche, lo había tenido anteriormente, en otra casa, en la antigua, aquella que tenía jardín y patio trasero.

Bajo nuevamente y voy al patio de servicio. Encuentro la puerta junto a los tanques de gas, cuando quiero abrirla recuerdo que sigue sellada y entonces regreso a la casa, abro la puerta delantera y quedo a plena calle, con un frío que provoca llevarme los brazos hasta cubrir el pecho.

Camino y a media cuadra encuentro un montón de tierra y una zanja enorme que no tengo ánimos de brincar.

Intento bordear por otro lado de la calle, hay otra zanja, tal vez debieron abrirla por la tarde, porque en la mañana no estaba, o tal vez he estado durmiendo durante días y por eso no recuerdo en qué momento las máquinas estuvieron tan cerca de mi casa, con su ruido, haciendo semejantes excavaciones.

Busco el reflejo de la luna para mirar el reloj y saber la fecha, no consigo alzar el brazo, además ni siquiera tengo reloj, jamás he usado, lo único que logro es perder el equilibrio y desisto de saber la hora, no será la primera vez que me quede dormido y amanezca días después con tremendo dolor de cabeza sin saber qué día es, ni siquiera dónde estoy, el desconcierto es tal que regreso a la casa sabiendo que ya no podré continuar caminando por el barrio, aún cuando me apetecía vagar a semejante hora de la noche por buscar algunos restos de basura.

La calle está llena de zanjas que no permiten el acceso.

Tomo una piedra, voy al lugar de la "Primera Sangre" y la deposito.

Regreso a la puerta trasera de la casa. Compruebo que sigue sellada y regreso a la parte delantera. La puerta por fortuna ha quedado abierta y entonces entro, para ver si puedo retomar el camino hasta mi cuarto, me encuentro con una hilera de sillas y no entiendo en qué momento llego hasta el comedor si la cocina debía estar al otro extremo.

Entonces, calculo que la recámara debe estar hacia la izquierda, camino y sólo encuentro la vitrina de la loza que mi madre guarda celosamente bajo llave y me siento confundido, es como si las dos casas se hubieran sobrepuesto, como si ambas hubieran combinado su disposición arquitectónica y ahora estoy sin poder atinar hacia dónde queda la escalera que ha de llevarme al cuarto.

Veo la rendija de luz de una habitación. Es el consultorio de mi madre. Me sorprende. Cuando salí no había tal luz y ahora está iluminada, seguramente ha bajado a trabajar o a estudiar sus libros o a revisar cartas astrales.

¿Se habrá dado cuenta que salí? ¿Sabrá que no estaba en mi cama?

No me importa.

Busco, afanoso, hasta encontrar el rellano de la escalera, subo a mi cuarto y me acuesto y las lágrimas comienzan a fluir.

Me da tristeza no haber podido vagar esta noche. Me siento como Petrushka, la marioneta de Prokofiev, al desdoblarse de su cuerpo inerte, pero esa es otra historia que algún día platicaré.