VIII

OTRO día.

Aciago amanecer.

Fui al refrigerador y tomé todo el hielo que pude reunir del congelador y parte de la escarcha que se forma en la charola de las carnes. Lo llevé a mi cuarto y lo vacié en la hielera del clóset.

Las horas transcurrieron lentas, como un animal sanguíneo.

Por fin llegó la tarde.

El camión 87 llegó al paradero. Se detuvo. El conductor de la unidad aprovechó para vaciar la vejiga tras los arbustos del lote vacío.

Lo asalté por la espalda.

Jalé de la navaja y su sangre fue un hermoso espectáculo.

El tipo quiso respirar pero el aire y la sangre en su garganta se lo impidió. Trastabillando, todavía intentó llevar sus manos a la herida para detener la hemorragia oscura y caliente.

Lo empujé hacia la zanja que daba a la barranca, cuidando de no mancharme la ropa. Un poco más y podría tirarlo hasta el río y el agua se lo llevaría.

Lo hice.

El cuerpo rodó como un lamento sordo.

Regresé a casa de inmediato, atravesé sala, cocina y fui hasta el patio trasero. Escuché cuando alguien intentaba abrir la puerta sin lograrlo. Seguramente era la señorita Maricela con su estúpido plan de entrar por ese sitio y esperara que mi madre se moviera rumbo al dinero para tomarlo y huir...

Cuando estuve seguro que nadie me escuchaba del otro lado de la barda, seguí mi corazonada de la noche anterior. Fui a la cisterna y alcé la tapa.

Encontré un delgado hilo de nailon en una de las esquinas.

Ingenioso.

Se perdía en el fondo del agua.

Comencé a jalarlo lentamente hasta descubrir un envoltorio de plástico.

Dentro estaba el dinero. Mucho más de lo imaginado. ¿Cómo había mi madre reunido tal cantidad de dinero? ¿Acaso los clientes pagaban con dólares?

El doctor Orlando visitaba a mi madre por la noche, así que habría tiempo para la segunda parte del plan.

A punto de devolver aquel envoltorio al lugar profundo de la cisterna, decidí llevarlo a mi cuarto.

Cuando subía la escalera escuché la voz de mi madre hablando por el interfono.

—Madame, quiero una consulta, es urgente —dijo una voz, al otro lado del aparato.

—Pase y espéreme en la sala mientras preparo lo necesario —dijo mi madre y surgió el ruido del portero automático, abriendo la puerta.

—Gracias, Madame.

Reconocí la voz. Era la señorita Maricela quien había decidido arriesgarse a todo con tal de entrar a la casa buscando el dinero.

Llegué a mi cuarto y arrojé el dinero bajo la cama. En ese momento llegó la señorita Maricela. Se notaba furiosa.

—¿Acaso fallaron los planes?

Su bello rostro redondo pareció ofenderse.

—¡Hijo de puta! ¡Te arrepentirás! —dijo sin saber que en ese momento su cómplice era arrastrado por la pestilencia del canal.

—¿Te sorprende verte descubierta?

—¡Aléjate!

Sin darme cuenta me había ido aproximando y ahora estaba muy cerca, con mi mano oculta en la bolsa de la chamarra.

—¡Aléjate, te digo!

No. No me alejé, lo que hice fue usar la navaja y cortar su cuello.

El desgarre fue tan limpio que comenzó a girar sólo hasta sentir la sangre escurrir por sus hombros.

Caminó algunos pasos y luego trastabilló. Cayó sobre el telescopio que comenzó a girar a tontas y locas derribando una lámpara. Maldición, tendría que volver a repararlo.

El ruido fue tremendo.

La sangre corrió por el piso.

—Horacio, ¿eres tú? —preguntó mi madre desde su consultorio—. ¿Pasa algo?

—Nada, mamá, se me ha caído el telescopio, es todo.

—Oye. ¿no sabes qué pasó con la persona que venía a consulta?

—No, mamá, seguramente se arrepintió. Últimamente tus lecturas de cartas son deprimentes ¿no crees? —respondí asomándome desde mi cuarto por el barandal de la escalera—. O tal vez presintió que le augurabas un mal final.

Cerró la puerta de su consultorio con un fuerte ruido, molesta por mi comentario. No me importó, estaba obsesionado contemplando la silueta larga y dulce de la señorita Maricela.

Me esperaba una feliz y fatigante noche destazando su hermoso cuerpo, frágil y blanco.