XXV
CUANDO bajé por mi desayuno encontré el periódico en la sala. Mi madre lo compra únicamente los viernes para conocer las ofertas del supermercado y luego lo arroja bajo el cubo de la escalera hasta formar un montón que desaparece misteriosamente. Tal vez alguna de las chicas que hacen el aseo de la casa se lo llevan.
Aquella mañana había periódico, estaba sobre la mesa, colocado a propósito para que yo lo encontrara.
Alguien había preparado huevos revueltos con salchichas. Los metí en el microondas a recalentarlos.
Tomé el plato y antes de subir a mi cuarto cogí el periódico. En las páginas de asuntos policiacos venía el caso de una joven mujer que había sido violada por un chofer de la Ruta Azteca, según sus declaraciones.
Me puse a llorar.
Violación significaba algo parecido a quebrar, forzar, entrar por la fuerza. Si la señorita Maricela había sido "violada" era algo grave.
La nota decía que la policía buscaba al culpable aunque no tenía ninguna pista segura. ¡Imbéciles! Yo se los pude haber dicho; se trataba del chofer que maneja el autobús 87 cuya corrida primera inicia a las 6:10 de la mañana según tengo anotado en mis registros. Recordaba su cara. Es de los hombres que me arrojan piedras cuando paso cerca del paradero de autobuses.
Así se lo dije a mi madre y me prohibió mencionar una palabra sobre la señorita Maricela. Iba a reprocharle y nuevamente me calló diciendo que fuera a abrir la puerta y dejara entrar a los clientes que desde temprana hora hacían fila para recibir consulta de mi madre. Creían que llegando a primera hora mi madre gozaba de poderes más frescos y fuertes.
Al abrir la puerta miré al otro lado de la calle. El doctor Orlando hablaba con un par de hombres que trabajaban como albañiles en el barrio. Les indicaba algunas cosas sobre su consultorio destruido.
En ese momento el doctor Orlando volteó y sonrió. Pensé que lo hacía conmigo. Era con mi madre quien estaba a mi espalda despidiendo a uno de sus pacientes.
Nunca supe en qué momento el doctor Orlando había salido de mi casa la noche anterior, tal vez había dormido con mi madre como algunos otros hombres lo hacían tiempo atrás y por eso en el barrio le llamaban puta.
Regresé a la cocina. Ahí estaba el plato de huevo con salchicha totalmente frío. Tuve ganas de ir a rascar la tierra para buscar lombrices y un sentimiento de tristeza me recordó que desde el cambio de casa ya no teníamos patio trasero. Desde entonces mi madre ya no guardaba su dinero en un agujero del jardín, ahora lo tenía bajo el fregadero de la cocina, en una bolsa de nailon pegada con cinta adhesiva. Un lugar perfecto, a nadie se le ocurriría buscar ahí.
Luego de desayunar, revisé la bolsa bajo el fregadero y contrario a lo que esperaba había mucho más dinero que la vez anterior.
Escuché el ruido de un motor y al mirar por la ventana vi un camión llegar con materiales de construcción a lo que quedaba del consultorio del doctor Orlando. Los albañiles trabajaban marcando niveles y tendiendo sus hilos en lo que serían las nuevas bardas.
¿Acaso mi madre le había dado dinero al doctor Orlando para que realizara tales obras? Era probable, o cómo explicar que mi madre lo estuviera recibiendo cada noche. Aquello confirmaba que mi madre seguía siendo generosa con sus amantes. Así había sido con Armando Delgado, a quien mi madre le financiara la camioneta de redilas con la que iba por las rancherías fuera de la ciudad comprando marranos; o la maquinaría de Enrique Redondo, el carpintero cuando recién llegó al barrio y que poco después falleciera en misteriosas circunstancias; o a Gabriel García, mi supuesto padre, a quien le había comprado todo lo necesario para la carnicería meses antes de que se negara a casarse con ella.