XII

MI cuerpo se derrumbó sobre la cama como si todo el mundo hubiera puesto sus manos sobre mi ausencia y un tajo de fuerza me empujara hacia dentro.

Un temblor comenzó a pegar en mi cuerpo, el desvelo impidió que pudiera hacer otra cosa más que sollozar, quería llorar y no podía hacerlo, intentaba gritar y tampoco lo conseguí, sabía que sólo así podía sacar esa angustia al darme cuenta de lo que había hecho.

Había matado a dos hombres y una mujer en apenas unas cuantas horas. Todo ocurría tan semejante a la ocasión en que asesiné a la joven del mercado. Así de fácil, sin lucha ni forcejeo. Me daba miedo la facilidad pasmosa que tenía para cometer tales actos.

Mi cuerpo todo se llenó de un temblor que impedía cualquier movimiento porque éste, por mínimo que fuera, implicaba siglos de dolor de dudas sobre hacerlo o no.

Me sentía adherido a una costra de pesar y desamparo.

Por la mañana escuché a mi madre llamándome a desayunar sin poder contestarle.

Sollozaba.

El sol entraba pleno en el cuarto. Era mediodía.

Sentí como si una garra hubiera tasajeado cada poro de mi cuerpo. Estaba hecho un nudo de músculos sin poder mover alguno. Aún tenía sueño. El sol golpeándome en la cara me lastimaba e impedía volver a cerrar los párpados.

Cerré los ojos. Busqué instintivamente las gafas oscuras y me las puse para soportar tanta claridad matinal.

No podía hacer otra cosa más que pensar en ese cuerpo, abajo, en el subsuelo, guarecido por la humedad de la tierra, iniciando su lenta ruta hacia el polvo y eso me angustiaba. Tarde o temprano el hedor aparecería.

¿Cómo evitar que el anciano Jacinto se diera cuenta?

Debía hacer algo y no se me ocurría maldita cosa.

Pensé en quebrarle la nariz, pero no tenía ningún pretexto para acercarme a él y realizar semejante acto, además Jacinto no me debía nada, era un simple viejo gruñón que pasaba la noche bebiendo con sus amigos. De cualquier forma no sería el único que oliera aquella peste, el olor también llegaría a los vecinos.

Y seguramente mi madre tampoco podría ayudarme.

Estaba solo con el problema.

Por la tarde tenía pensado algo, aunque no sabía si era correcto, tenía además el miedo de mis huellas fijas en el lodo de la zanja mientras arrastraba el cadáver del doctor.

Su misteriosa desaparición tarde o temprano sería advertida. Mi madre se preguntaría por la ausencia de sus visitas. A menos que...

Un grito del cielo me indicó que la fortuna me acompañaba.

Comenzó a llover y todo mi cuerpo se convulsionó de felicidad. El agua borraría toda huella, todo vestigio, todo rumor de sangre y culpa.