XXXIII

EL equilibrio no existe. Nadie puede precisar el impredecible punto donde las cosas permanecen balanceadas.

Sirva como ejemplo el Hombre Araña quien a través de sus largos viajes, deambula por la ciudad sin que nadie pueda precisar de qué misteriosa gárgola, comisa o andamiaje sostiene su telaraña. Un viaje así... ¡es imposible!

Igual ocurre en la mente. Existen telarañas como las del arácnido superhéroe sostenidas de lugares extraños, desconocidos e ilocalizables, misteriosas paredes que están fuera de cuadro.

El sonido es la furia, ya lo decía William Faulkner. Y encierra lo maligno. Por eso el recogimiento en la oración y la ausencia de movimientos cuando se medita. Mi madre lo hacía con los ojos cerrados. Se colocaba a mitad de su consultorio bajo una pirámide de carrizos, orientada, según ella, a los puntos cardinales. En el centro de la habitación, colocaba una piedra de cuarzo, tres manzanas, una veladora y un vaso con agua.

Mi madre.

Tan lejana al tiempo de la furia y el sonido.

Cuando mi madre se sentaba a meditar, un profundo silencio se apoderaba de la casa. Su presencia se sentía claramente y yo me incluía a su ritmo. Durante todo ese tiempo procuraba no hacer ruido. Era como si mi madre ordenara a toda la casa, incluyendo los muebles y el polvo, que se mantuviera inconsciente, inmóvil, sin respirar.

Nada hacía ruido.

Se escuchaba perfectamente la luz atravesando los cortinajes.

Se percibía el rumor del aire entrando bajo la puerta y recorrer cada cuarto.

El aullido de las sombras.

El insomnio de la locura y el azoro.

Mi respiración bajaba hasta convertirse en un solo hilo de aliento manando por mi boca, sintonizando con mi madre en su oración, en su caminata espiritual por vericuetos desconocidos y ajenos. Por eso percibí el peso de aquellas pisadas ajenas. Me deslicé lentamente procurando no hacer ruido ni delatar mi presencia. Desde el rellano de la escalera, miré la sombra de alguien avanzar. Era el doctor Orlando. Quedaba claro que tenía una llave que le permitía abrir la puerta a su antojo. Tal vez por eso jamás notaba cuando regresaba a su casa tras dormir con mi madre.

Entró al consultorio y entonces reapareció el ruido, desapareció el silencio. Hasta mi cuarto llegaron los jadeos tan parecidos a los de la señorita Maricela cuando me acariciaba.

Sentí furia.

El sonido de la furia.

Entré al cuarto de baño.

Apagué la luz y me desnudé.

Abrí la regadera.

Me metí bajo el chorro de agua fría para calmar mi inquietud y no escuchar los ruidos que provenían del consultorio.

Bajé furioso, llegué al inicio de la escalera, desnudo, escurriendo agua, y vi cuando el doctor Orlando salía abrochando el cierre de su pantalón.

Lo vi salir de casa. Llegué al consultorio de mí madre y encontré la puerta abierta, abrí lentamente y la miré bocabajo, desnuda, en medio de su pirámide sagrada.

Las tres manzanas estaban mordidas y el vaso de agua derramado sobre el tapete oriental. Únicamente la veladora continuaba encendida.