XXXVI

LA señorita Maricela me pide que hagamos algo.

"Algo", significa alejar al doctor Orlando del regazo de mi madre.

Le digo que eso no es posible, que mi madre es feliz con ese hombre y no tengo por qué entrometerme en tales asuntos del corazón y la buenaventura.

Furiosa se marcha, aprovechando la oscuridad de la madrugada neblinosa que semeja un mar de lagartos.

El barrio queda cubierto por la neblina.

La neblina.

Es propicia para salir.

Tomo mi chamarra y el hilo naylon con que llegara atada la caja del telescopio. En la cocina, del cajoncillo de la alacena, tomo un cuchillo, mediano, de buen filo.

Salgo a pasear.

Cruzo la calle y me escabullo hasta la casa de quien supongo que a esa hora duerme.

Veo los montones de arena y grava que utilizan los albañiles para construir, rehaciendo las paredes derribadas. En el patio permanece el diván de exploración.

Pienso en las palabras de la señorita Maricela y sé que nada me daría más gusto que atar al doctor Orlando en ese diván y abrirle la carne con alguno de sus instrumentos.

Pienso en el crimen y lo veo como algo natural, inherente. Incluso, posible y fácil.

Sé que durante el día es difícil realizarlo por los albañiles que entran y salen constantemente. Tal vez sería mejor de noche. O de madrugada.

Me asomo por la ventana a los cuartos que se salvaron del destrozo y lo veo recostado en un sillón, se ha dormido con la televisión prendida. A su lado tiene una botella de vino. Duerme con la boca abierta.

Efectivamente. De día sería imposible asesinarlo. Es mejor aprovechar una ocasión propicia.

Para que mi visita no sea en balde, voy a la cochera. Tomo el cuchillo y pincho las llantas de su auto.

Con el mismo cuchillo corto la yema de mi dedo cordial y usando la sangre que escurre, a manera de tinta, escribo sobre el diván de exploración la palabra "Muerte".

Creo que con eso será suficiente para espantarlo.

De regreso a casa me escabullo bajo las cobijas.

Por la madrugada, despierto llorando convulsivamente. Tengo miedo. Quiero regresar a casa del doctor Orlando y borrar la fea palabra que escribí con mi sangre, quiero pedirle perdón por sus neumáticos pinchados.

A punto de levantarme escucho tras la puerta los pasos de mi madre que, al oírme llorar, desea ayudarme. No se atreve a entrar y mi llanto crece.

Extraño las manos de mi madre, consolándome, como cuando era niño.

Para sentirme mejor levanto el colchón y encuentro algunos restos de basura que tengo reunida para esas noches difíciles. Husmeo los papeles, las envolturas.

Una cáscara de plátano está convertida en una simple tripa seca y oscura. La llevo a mi boca y su sabor amargo me ofrece una serenidad que detiene el llanto y regreso a mi cama sin dejar de chupar esa cáscara dura como corteza.

Mi madre se aleja por el pasillo de regreso a su habitación.