XIV

AL día siguiente todo el barrio hablaba de los perros y gatos que habían aparecido misteriosamente muertos en todas partes.

Mi madre iba a las casas según se lo pidieran para rezar por el alma de aquellos animales.

Era justo lo que deseaba. Pronto el calor crearía una peste insoportable y aún cuando el cuerpo del doctor Orlando comenzara a convertirse en un caldo de huesos y gusanos nadie lo notaría.

Tres preguntas me asaltaban: ¿Cuánto tardaba un cadáver en pudrirse? ¿Cuántos días duraba el olor nauseabundo de un gato o un perro expuesto al sol? ¿Y si había calculado mal?

Maldita sea. La idea era buena. Tal vez me había apresurado en mi plan para cubrir el olor del cadáver del doctor Orlando, tal vez hubiera sido mejor envenenar a esos perros y gatos cuando su cadáver comenzara a oler descaradamente.

Por fortuna, hasta ese momento, nadie había notado la ausencia del médico. Lo dicho, mi madre le había robado toda la clientela.