XII

EN el agua, en la tierra y en todo lugar, las acciones son la mismas. Es el devaneo del tiempo quien procura enmendar nuestros errores. La concepción del mundo se limita por nuestra perspectiva. Damos por finalizado aquello que ni siquiera exploramos a cabalidad, ignoramos lo que nos conviene, soslayamos la verdad, nos hacemos partícipes del rumor.

Si alguien conoce la obra Planetas, de Gustav Holst, conocida también como Opus 32, se preguntará por qué sólo aparecen siete fragmentos que representan a cada uno de los planetas, cuando todos sabemos que los cuerpos que forman el sistema solar son nueve.

Existen dos olvidos. El primero es la Tierra. Para Gustav Holst, su planeta madre no merecía la pena realizar una composición. Simplemente ignoró esta gran bola de agua y tierra y aire y fuego.

Tampoco aparece Plutón. Se debe a que en ese entonces ni siquiera figuraba, es decir, aún no era descubierto. No existían telescopios como el que tengo en mi cuarto y me permite controlar el pulso del barrio, con el que puedo sondear la vejiga y el plasma que circula estas calles, las llegadas y salidas de los camiones.

Anteriormente, cuando pasaba frente al consultorio del doctor Orlando me atraía el símbolo de Hipócrates; la tiara medicinal, la serpiente enroscada en el báculo, parpadeando noblemente bajo el anuncio neón de consultorio MÉDICO. PARTOS SIN DOLOR. ANÁLISIS.

En ese entonces no tenía telescopio. Así descubrí que si alguien deseaba hacer daño a mi madre era precisamente el doctor Orlando.

Aquella mañana mi madre todavía desnuda, escribió un mensaje en una cartulina y me pidió lo colocara en la puerta. Tuve que hacer un tremendo esfuerzo para trabajar de espaldas a la calle sin que la claridad lastimara mis ojos.

«Madame necesita reponer su energía espiritual para seguir otorgando su divino poder a su distinguida clientela a quien le ruega tener la paciencia necesaria hasta su inminente regreso».

Esa misma tarde llegó un hermoso auto. Un elegante chofer tocó a la puerta y preguntó: —¿Se encuentra madame...? Mi madre no le permitió terminar la frase.— Sí, soy yo.

—A sus órdenes, Madame, soy su chofer. La agencia me ha enviado. Por favor, indíqueme cuáles son las maletas.

—Oh, es casi nada —respondió mi madre señalando un maletín color negro sobre la mesa.

—Sube, hijo.

El chofer abrió la puerta y ambos subimos al auto. Era extraño, mi madre ni siquiera había advertido la posibilidad de viajar, jamás me pidió que hiciera algún equipaje.

—Sí te lo dije, sólo que no me escuchaste.

Cuando el auto arrancó, el doctor Orlando estaba a la puerta de su consultorio.

Al tomar el auto la carretera tuve el primer acceso de vómito de los varios que tendría antes de llegar a esa playa ubicada en algún lugar perdido de la costa oaxaqueña.

Tal vez mi madre había reservado por teléfono porque, en el hotel, de inmediato nos entregaron tres habitaciones.

En una se hospedó el chofer; en otra mi madre.

Mi habitación tenía un enorme ventanal por donde el mar se dejaba ver furioso y lleno de rencores.