III
POR la mañana mi madre llegó del centro de la ciudad. Me trajo un tarot.
No entiendo a mi madre. Hace años me regaló una bicicleta que permanece arrumbada en un rincón de la casa sin que me anime a utilizarla.
Las cartas que ahora me regala, se debe a la insistencia en que aprenda algo de su oficio. ¿Deseará que le ayude con el trabajo? No es algo que me apetezca hacer. De cualquier forma pasé el día jugando con las cartas y al final terminé destrozándolas.
Preferí salir al patio a jugar con mis caracolas. Tengo varias, grandes y pequeñas, todas despostilladas porque las utilizo para rascar en el jardín hasta encontrar lombrices que guardo en frascos de vidrio. Gracias a esto sé que una lombriz encerrada en un frasco colocado al sol no resiste demasiado tiempo con vida. Me gusta ver estas ligeras muertes en los frascos que semejan pequeñas vitrinas.
Ocurre lo mismo que con un foco, cada que enciende se apresta a vivir con intensidad. Brilla para destruir la sombra.
Un foco no sabe que tras esta fugacidad se consume lentamente en una vitrina. Así lo señala la etiqueta. Vida nominal 1,000 horas, consigna la marca Osram.
Y entre mirar el foco y ver los pedazos de las cartas, me viene en recuerdo la historia de Ícaro. Él no sabía que atrapado dentro del laberinto se encontraba seguro. El culpable de su destino fue su padre, Dédalo, por no darle unas buenas alas. Pegárselas con cera... ¡Habráse visto mayor descuido!
Esta fue la razón principal por la que quemé las cartas. No quiero que mi madre me pegue unas alas con cera y me arroje a volar fuera de este laberinto que significa la casa.
Tengo razón para el miedo, para la tortura, para mi destino al que no encuentro acomodo en el mundo.
No sé qué es más fuerte si el raciocinio o la locura. No tengo idea a dónde me llevan las costumbres y los adornos. Soy un excomulgado del curso normal de la gente que pasa a mi lado, soy un apéndice, un insepulto cadáver que busca el refugio en las letras para crear una atalaya de sombra y llanto.
Y es que... lloro demasiado. Puedo dedicar la noche entera al llanto. Puedo dormir y soñar que lloro. Puedo llorar hasta agotarme y dormir y despertar para seguir llorando.
Hace años, cuando iba al colegio me llamaban "moco-suelto", "cobarde", "chillón", "marica"... Mi madre al recibirme en la puerta lo primero que hacía era limpiarme los mocos y ocultarme bajo un enorme sombrero que me ponía para evitar que el sol quemara mi piel extremadamente blanca.
Al llegar a casa me encerraba en mi cuarto con los ojos irritados, sin comprender cabalmente esa delicadez extrema de mis lagrimales ante la claridad del día.
Por eso evito la luz.
Por eso mi madre me consolaba con leche y galletas en el refugio de la cocina.
Ella dice que me quiere.
Yo también la quiero.
Me aferro a ella como una fuga y un dolor. Como un estandarte de soledad y rozadura.