III

ESTOY oculto en el lote baldío, cerca de la esquina. Mis pies se cubren con la hierba que crece en esta época de año. De sus ramas se desprenden espinas, pequeños asteriscos que se enredan en los calcetines y pican la piel.

Es noviembre.

El frío comienza su aparición.

Algunos chicos juegan a meterse por los tubos del drenaje colocados en las zanjas. Las conexiones les permiten entrar por un extremo y cambiar el rumbo una vez abajo en el subsuelo. Minutos después aparecen por el sitio más insospechado. Algunos mayores se divierten con tal travesía, otros les regañan para que dejen de hacer algo que se les antoja peligroso.

Realmente no hay nada que temer, únicamente soportar algo de claustrofobia mientras se viaja por ese gran intestino de concreto bajo tierra.

Yo lo hice el lunes después de la medianoche. Hoy es miércoles y quisiera repetir la experiencia. Me detengo porque aún hay varios chicos jugando en los tubos. Podría hacerlo, pero pienso en lo que ocurriría si encuentro alguno de ellos en la oscuridad de los tubos.

No podría resistirlo, la tentación sería demasiada. Imagino la carne torcida, la llama de un instante, el terror de un desvelo, la distancia del grito... Veo a un joven bajar de un camión. Trae un maletín y un bloc de papeles en la mano. Por el sudor de su frente adivino se trata de un vendedor. Camina hacia la primera casa de la calle que encuentra y toca la puerta. Nadie contesta.

El vendedor camina a otra casa y una señora sale diciendo que ella no vive ahí y no puede atenderlo. De cualquier forma el joven le muestra su mercancía. No alcanzo a distinguir qué es lo que vende. Tampoco puedo leer sus labios porque está muy lejos desde el sitio lleno de hierbas donde, escondido, observo el panorama.

El joven se aleja sin conseguir nada. Cruza la calle y toca otra puerta. Nadie sale. En la siguiente casa no se atreve a tocar por temor del perro que gruñe amenazador junto a la puerta. Vuelve a cruzar la calle y ahora camina cuesta arriba.

Una casa más y otra y otra. Nadie sale a su llamado. Todas las casas son grandes, largas, viejas, antiguas, de paredes gruesas y húmedas.

El joven, que todavía no sé qué vende, pasa frente a mí en este lote baldío. Ni siquiera intuye que estoy a unos cuantos metros, como animal nocturno, agazapado, observando sus movimientos. Entra.

Me escondo silencioso tras la hierba.

Deja el maletín en el suelo y camina hacia donde los árboles esparcen sombra. Baja sus pantalones dispuesto a realizar necesidades fisiológicas.

Sin hacer ruido tomo el maletín y huyo sin mover apenas la hierba. A salvo, cerca de la barranca, me escondo tras un árbol. Me siento seguro porque sé que el pasto impide dejar huellas.

Desde mi refugio, observo al joven que termina de defecar y se sube los pantalones, aún abrochándose el cinturón va a donde dejó el maletín y disfruto el rictus de sorpresa y coraje cuando descubre que no está. Desconcertado, comienza a buscarlo, tal vez imagina que lo ha dejado en otro lugar. Quisiera tener el telescopio a la mano para leer sus labios, saber cuáles son sus expresiones exactas. Gira de nuevo. Vuelve sobre sus pasos, traza el camino, mueve las hierbas. Nada.

Me escabullo por la barranca. Llego justo al lugar donde una joven —cada mañana— deja su viejo calzado escondido entre la hierba del camino y se pone unas zapatillas para tomar el autobús. Un día decidí robar sus zapatos. Los tengo en mi cuarto en medio de las bolsas de basura.

Huyo del lugar.

El joven sigue buscando su morral.

Llego a la casa y me dispongo a saber el contenido de lo que he robado cuando por la ventana miro al joven salir furioso del lote baldío, corre hacia los niños que juegan en los tubos de drenaje, los interroga, los sorprende con su pregunta.

Tomo el telescopio y enfoco su cara.

«No se hagan pendejos, chamacos, denme mi maletín».

Los niños le responden que no saben de qué chingaos les habla.

Furioso, el joven agarra a patadas a los niños.

Comienzan a llorar y uno del grupo corre a su casa llamando a gritos a su mamá. Cuando la señora sale y ve lo que pasa el joven explica que alguien le robó su maletín; la señora grita algo y aparecen más vecinas que rodean al joven y comienzan a golpearlo.

El joven echa a correr por la calle hacia el paradero de autobuses. Una de ellas lo alcanza, lo derrumba al suelo y llegan las demás señoras. Cuatro mujeres gordas lo tunden a golpes.

Ahí lo dejan, sangrante, aturdido. Poco después el joven se levanta tambaleante. Se pierde en la calle.

Aviento el maletín del joven a un rincón de mi cuarto y pega al tripié del telescopio. El aparato cae con su ruido de metal hueco. Me acerco a revisarlo. Se ha despostillado en el borde del lente. Busco entre mis cosas el pequeño tubo de resina plástica. Hay varias cajas, todavía de la mudanza, sin desempacar. Encuentro la hielera y me hago el propósito de subir cubos de hielo para tenerla siempre lista. En otra caja encuentro un galón de ácido, guantes de lona... ¿cuándo utilicé todo esto?

Me cuesta trabajo encontrar la resina. Cuando por fin la encuentro, paso algunos minutos colocando la pieza y rellenando la fisura del telescopio con el pegamento. Al terminar siento hambre y bajo a la cocina. Si me doy prisa tal vez logre ver la Pantera Rosa.

Hay un par de mujeres en la sala que esperan consulta con la santa bienhechora. Las saludo cortésmente, inclinando la cabeza, como dice mi madre que debo saludar. Ellas no responden el saludo, parecen preocupadas. Voy a la cocina por un vaso de leche. —Te dije que me hicieras caso, eres tan pendeja.— Cállate, ahí está el joven, nos va a oír. —¡Bah!, y qué te preocupa, está loco— dice una de ellas señalándome —. Hey, tú, ¿verdad que estás loco? ¿Verdad que eres puritito pendejo?

Simulo no escucharlas pues muchos son los que afirman que también soy sordomudo. Tal vez sea porque siempre me ven en casa atento al programa de la Pantera Rosa, sin reír jamás de lo que pasa en pantalla.

También será porque dicen que pasé dormido muchos años de mi vida y otros tantos sentado en el sillón con la mirada alejada e inerme, antes que mi madre vendiera su alma al Diablo con tal de lograr mi regreso del mundo de agua y tinieblas donde estaba recluido.

—¿Y tú cómo lo sabes? —pregunta una de ellas.

—Me lo dijo la Madame un día que vine a que me limpiara, antes de las fiestas de la Candelaria.

—Pobrecita, mira que siendo ella una santa, Dios la castigó con un hijo idiota.

—Ja, pero ya quisiera tener el dinero que ella tiene.

—¿Crees que sea mucho?

—¿Cómo crees que compró esta casa? Dicen que también le está pagando al doctor Orlando para que construya su consultorio allá en el centro de la ciudad.

—Yo creo sí. Dicen que a todos sus amantes les ha dado dinero.

—Lo dicho, esa mujer es una puta.

—Y bruja.

—Ojalá al doctor no le haga lo que al difunto Gabriel.

—Ay, ni Dios lo mande, pobrecito.

—Lo dicho, es puta y bruja.

—Sshh, te puede oír.

En ese momento mi madre abre la puerta. Sé, por su cara, que las ha escuchado. Seguramente les cobrará más de lo acostumbrado, o leerá las cartas al revés sólo por divertirse con su suerte. Si mi madre interrumpe un diálogo así es también porque no le agrada que yo escuche lo que la gente piensa de ella.

Las mujeres callan de improviso y se ponen de pie. Mi madre impone respeto con esa bata blanca decorada con una gran serpiente y el turbante que cubre sus negros cabellos.

Las mujeres la saludan con la reverencia que a todo el barrio es menester y entran al consultorio mientras permanezco, sin mover la cabeza, viendo la televisión.

En tantos años he logrado controlar mis reacciones para que no respondan a ningún estímulo que yo no deseé. Realmente parece que no escucho, que no hablo, que no pienso, que soy un perfecto imbécil. Y tal vez lo soy, de cualquier manera los comentarios sobre mi madre me molestan profundamente.

Así que lo dicho por la señorita Maricela era cierto. Mi madre entrega dinero al doctor Orlando para reconstruir su casa y comprar un consultorio en el centro de la ciudad.