IX
POR el telescopio veo a los niños jugar en el parque del barrio.
Sé que hubo algún tiempo en que tuve esa misma edad. No recuerdo bien cuándo fue, si el día de ayer o la semana pasada. Estoy seguro que fui niño porque existen fotos donde aparezco con esa misma estatura. No recuerdo nada. Es como si hubiera nacido adulto, como sí me hubieran cortado la vida. Un tijeretazo de años.
Mi madre siempre responde todas mis preguntas, pero no sabe explicar por qué yo no recuerdo haber sido niño.
Dice que un día desperté tras quedarme dormido. No explica cómo fue que dormí tanto tiempo, cómo una persona puede dormir demasiados años.
Cuando pienso en esto me siento como la Bella Durmiente del cuento, hasta que llega un príncipe en su caballo blanco y dándome un beso me despierta. Así se lo cuento a mi madre y le da por reír. Al mirar sus dientes blancos tan perfectos y hermosos me pongo a llorar y aunque deseo detenerme no puedo hacerlo y mi madre entonces deja de reír y acude a consolarme. Sabe que si no dejo de llorar en ese momento pasaré así el resto de la noche.
Me lleva a mi cuarto y parada en el dintel de la puerta mira el telescopio.
—Veo que ya lo instalaste.
—Sí. ¿Quieres ver la calle? —le digo con el corazón cabalgando en mi pecho, esperando con ansia el momento en que ella entre a mi habitación.
Astuta, percibe el ansia de mi voz y se niega a entrar.
—¿Por qué lo tienes dirigido hacia el consultorio del doctor Orlando?
—Para espiarlo. Ese hombre te odia.
Mi madre vuelve a reír y al ver sus dientes blancos nuevamente me da por llorar. Hago un esfuerzo y logro controlarme.
—Tú no sabes lo que es el odio —dice y se marcha por el pasillo hacia su habitación.
Quise decirle que sí sabía lo que era el odio, que éste es como la grasa y el musgo, el lodo, la lontananza y la mirada del actor y las piedras que me arrojan los choferes cuando paso junto a ellos y el odio es un pez tuerto y un aparato que no funciona y un rescoldo y una brasa y un gigante...