VIII
HA comenzado el tiempo de lluvias.
Como todos los años, mi madre me desnudó para limpiarme con hierbas, también dibujó extraños signos en mi vientre.
Cuando salí a pasear me sentí diferente.
Soy diferente.
Todos saben que soy diferente.
Ahora que vivimos en esta parte del barrio, la casa de la señorita Maricela resulta más cerca. Ella es quien hace años se casó con mi supuesto padre.
Hoy, cuando pasé por esa calle, cerca del paradero de camiones, uno de los choferes me lanzó piedras.
En ese momento llegó el camión 34. Entrada y salida anotadas mentalmente.
El chofer siguió lanzándome piedras.
Me escabullí evitando que las piedras me tocaran. Tomé una de ellas y al pasar por el montón de la "Primera Sangre" la arrojé. Cayó justo en la cima.
Seguí caminando.
La señorita Maricela estaba en el jardín de su casa. En su mano tenía las pinzas con que cortaba los tallos secos de sus flores. Pensé que me iba a agredir con ellas. No lo hizo.
Caminó hasta mí y algo dijo sobre mis ojos. Me pidió que retirara los lentes para verlos mejor.
Lo hice procurando que la luz no me lastimara.
—Son iguales a los de Gabriel —dijo suspirando lentamente, como si recibiera una llamada desde un sepulcro cubierto por las lluvias de marzo.
¿Significaba que de verdad el tal Gabriel era mi padre?
La señorita Maricela me pasó al interior y me dio un vaso de leche, me recostó en la sala, me permitió subir los pies en el sillón, prendió la televisión y pasé la tarde contento viendo la Pantera Rosa.
Fue la primera ocasión que vi televisión en otra casa que no fuera la mía. Y la primera vez que miraba la Pantera Rosa en blanco y negro.
Le pregunté si me dejaba escarbar en su jardín.
—¿Para qué?
—Quiero buscar lombrices —respondí.
La señorita Maricela lo pensó un momento y aunque parecía negarse terminó aceptando. Lo malo es que ya únicamente tengo cuatro caracolas grandes, el resto están inservibles, despostilladas.
Aún así, lo hice.
Al día siguiente, con mis caracolas en la bolsa, caminé hasta la casa de la señorita Maricela.
Estaba en el mismo lugar de la vez anterior, revisando las plantas de su jardín, la misma pañoleta cubriendo su largo cabello negro, como una fotografía adherida a la página de un álbum. Su cabello es largo y negro y lo cubre con esa pañoleta de grecas verdes y rojas y sus ojos son tibios y rudos como piedra.
Permanecí jugando con mis caracolas hasta que me llamó preguntando si deseaba un vaso de leche.
Caminé al interior y me senté en el mismo sillón de la tarde anterior y me dio un vaso de leche caliente y con azúcar. Luego se sentó a mi lado y levantó mi playera para observar mi vientre.
—Entonces es cierto. Tu madre te tiene bien protegido —dijo, señalando los signos extraños que mi madre me dibujara días antes.
Estaba con la playera levantada y tenía los pantalones hasta mis rodillas.
Sentí frío. Nunca había estado así, frente a otra persona. Ni siquiera cuando ocurrió lo de la niña. Sentí pena, como si un rostro desdentado estuviera frente a mí sonriendo por mi piel tan blanca.
La señorita Maricela volvió a fajarme la playera y me marché sin ver la Pantera Rosa. Llegué a casa. Mi madre seguía encerrada dando consultas. Había otras personas en la sala. A señas les indiqué que mi madre ya no las recibiría esa tarde. Sus dones celestiales estaban fatigados y era mejor esperar al día siguiente. Las mujeres se rieron y algo dijeron por lo bajo. Al inclinar su cabeza no pude leer sus labios, entonces me levanté la playera y les mostré los signos que tengo en el vientre. Se pusieron de pie y se fueron.
Cuando salió mi madre preguntó extrañada dónde estaban las demás personas y le expliqué cómo las había obligado a marchar.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó.
—Quería estar contigo —respondí y prendí la televisión. El programa de la Pantera Rosa había terminado. Mamá fue a la cocina a preparar la cena.
—Oye, ¿qué son estas cosas que tengo dibujadas en la panza?
—Son amuletos —respondió al tiempo que regresaba a su cuarto. Antes de cerrar la puerta se volvió—. No vuelvas a correr a la gente. Necesitamos que vengan para que yo las consulte.
—¿Y cobrar dinero por darles frascos con agua?
—Sí, exacto —dijo y cerró la puerta.
Subí a mi cuarto.