XVIII

NO avancé gran cosa.

No me gusta la tarea de destazar. Las vísceras son un territorio difícil, lleno de recovecos por donde los cuajos de sangre no cesan de salir y aparecer; y cuando se quedan entre los dedos se rompen, se vierten, se estrellan, se vuelven una marisma de sangre transformada en hedor insoportable.

Recurrí a la bañera. Ahí arrojé todos los líquidos y humores que pude retirar con mis manos. Los seccioné en trozos más pequeños. Me preocupaba que los desechos —al salir por la barranca— llamaran la atención por su color diluido de sangre.

Cerca del amanecer había logrado limpiar la parte media del costillar hasta la parte del coxis y el inicio de la cuarta lumbar.

A mis pies quedaban dos cubetas repletas de pedazos.

Me asombraba la capacidad del desorden para multiplicarse. Un cuerpo en armonía no ocupaba mayor espacio que el habitual; destazado, los huecos se multiplicaban y todo se volvía grotesco, fuera de proporción.

El costillar fue una tarea que dejé para la siguiente sesión. No podía más, estaba agotado. Limpié el esternón y coloqué la pelvis oculta en la maceta izquierda. El resto de la columna en la otra. Todo lo cubrí con la tierra oscura y olorosa.

Abrí la regadera, lavé los huesos hasta retirar el ácido. Los envolví en una vieja camiseta y comencé a triturarlos finamente, golpeando con el martillito. Por fortuna el ácido los cristalizaba y eran fáciles de romper.

De pronto un grito confundido con la algarabía de la calle llegó hasta la penumbra del cuarto.

Algo pasaba. Quise ir a la ventana...

No pude hacerlo. El esfuerzo era excesivo, demasiado movimiento.

Cuando pasé por la cama un fuerte impulso me apoderó y caí sobre la cama. Mi cuerpo se negó a moverse. Quedé dormido al instante, escuchando los ruidos que llegaban de la calle.

Alguien gritaba sobre un cadáver que habían descubierto.