V

AHORA vivimos en el centro del barrio, cerca del paradero de camiones, enfrente del consultorio del doctor Orlando.

Mi madre sigue dando consultas espirituales.

La nueva casa es grande. Lo único que me duele es que no tiene patio de tierra y no puedo jugar con mis caracolas ni encontrar lombrices.

A cambio mi madre me regaló un telescopio para mirar las estrellas.

—Ten cuidado con el tripié-dijo mi madre al momento de entregármelo —. De lo contrario no podrás usarlo.

Quise dejarlo junto a la bicicleta, o destrozarlo como hice con el tarot. Cambié de opinión y decidí instalarlo.

Desaté los amarres de hilo nailon de la caja y cuando terminé de armarlo lo asomé por la ventana de mi cuarto para observar la calle.

Es como si todo estuviera frente a mis ojos y pudiera tocar las cosas. No se puede. Siguen estando lejos.

Así veo a los camiones llegar al paradero y dar vuelta y sacar polvo. Aprovecho para anotar su entrada y salida en mi libreta. Desde que tengo el telescopio llevo un récord casi perfecto de llegadas y salidas.

Es de tarde, el sol oculto y la noche próxima, cuando salgo a caminar.

Al pasar por el lugar de la "Primera Sangre" tomo una piedra y la coloco sobre el montón. Ha estado tanto tiempo ahí, creciendo lento e imperceptible gracias a mi constancia que para la gente resulta indiferente.

Veo a las personas salir de la iglesia y al doctor Orlando de pie frente a su consultorio. Mira hacia esta casa donde mi madre continúa ofreciendo consultas espirituales y sé —porque leo sus labios— que el doctor profiere insultos a mi madre.

El doctor Orlando odia a mi madre, sobre todo cuando mira la larga fila de gente que a diario viene a consultarla.