XXII

A la tarde siguiente la señorita Maricela vuelve a pasar por mí en el mismo sitio. Subo a su auto.

Mi madre no se da cuenta porque está en su consultorio ocupada con toda esa gente que la visita.

Voy al motel con la señorita Maricela y vuelve a desnudarme. Me acaricia. Al ver el nuevo signo que mi madre ha trazado se detiene.

—Maldita sea, ¿qué te pasa ahora?

No comprendo a qué se refiere, únicamente sé que mi órgano de hombre no levanta y la veo llorar desconsolada y yo también lloro y salimos del motel y subimos al carro y me deja en la esquina de la que fuera mi antigua casa.

Parado, en medio de la calle, veo la silueta del anciano que cuida la construcción abandonada. Se llama Jacinto. Toda su vida trabajó picando piedra en la cantera de la autopista vieja. A pesar de su caminar encorvado, sus brazos permanecen fuertes, adivino sus manos callosas, su piel dura como escama.

El anciano mira mi sombra. Estoy seguro que no sabe quién soy, está a punto de quedar ciego. Ese fue uno de los motivos para que lo corrieran de la cantera. Cuando las explosiones era necesario sacarlo antes, pues al momento de alerta no atinaba a correr y ponerse a salvo por temor a tropezarse.

Es casi media noche cuando llego a casa.

Mi madre vuelve a preguntarme dónde estaba y le digo que nunca salí, que pasé todo el tiempo en mi cuarto. Ella duda un momento. No puede comprobar mi mentira, jamás entra a mi habitación, de cualquier forma me abofetea y aunque tengo el deseo de contarle la verdad prefiero decir otra mentira y entonces le cuento que estuve jugando en la calle con mis caracolas.

Afuera se escuchan tremendos ruidos de máquinas. El barrio está siendo destruido y algo habrá de ocurrir. No sé qué será exactamente.