CAPÍTULO 8

Cada vez era más peligroso salir a la calle. Una tarde asistí a un linchamiento. Primero pasó por mi lado un albino en una bicicleta, pedaleando como un loco. Detrás de él, tripulando un carro de helados, iban dos policías. Mientras uno conducía, el otro, acuclillado dentro de la caja de los helados, con la cabeza y los brazos fuera, disparaba una pequeña arma automática. Disparó varias ráfagas, pero sin dar en el blanco. Entonces la bicicleta chocó contra una piedra, se irguió como un ave, el albino rodó por los aires y cayó desvalido. Los policías le saltaron encima:

—¡Córtale la cabeza! —dijo el que conducía.

El otro dudó:

—¿Aquí mismo?

En ese instante apareció una mujer pequeña agitando un puñado de dólares: «¡Doy 100!», gritó. Los policías intercambiaron una rápida mirada: «¡150!». La mujer separó los billetes, los alisó con los dedos y se los entregó. El albino empezó a llorar: «¡No lo haga, señora, por piedad, tengo nueve hijos!». No le sirvió de nada. La mujer sacó una catana y le cortó la cabeza con dos golpes vigorosos. Después, la guardó en un saco de plástico y se marchó.

Fui a casa de Paulete y le conté lo que había presenciado. Ella se encogió de hombros:

—Toda la ciudad está así —explicó—. Alguien ha corrido el rumor de que el cerebro de los albinos produce un jugo capaz de curar el sida.

En el mercado Roque Santeiro ya era posible comprar dicho jugo, servido en pequeños frascos. La televisión hizo un reportaje sobre el tema. Un albino, entrevistado en su casa, protestó aterrorizado: «No soy albino, soy blanco». Y se llevaba la mano al pelo teñido de negro y desrizado, la raya en medio: «¿Lo ven? ¡Soy blanco!». En el estudio, un médico garantizó que no existía una base científica que justificase el mujimbu: «El cerebro de los albinos es idéntico en todo al nuestro», aseguró.

Paulete me sonrió. Se había pintado como si fuese a una fiesta. «¡A la mierda los albinos!», dijo, «te estaba esperando». Ocultó la sonrisa entre las manos:

—¡Te quiero!

Yo no la quería. Quería salir de allí, de esa casa, de esa ciudad que ya no me pertenecía.