CAPÍTULO 3
Lídia do Carmo Ferreira nació en 1928, en Chela, en una xitaca[3] decrépita y aislada, medio escondida entre dos grandes montes verdes. Cuando tenía dos años, el bisabuelo paterno fue a buscarla y se la llevó a Luanda. Por eso Lídia no conservaba del lugar donde nació la memoria de imagen alguna, sólo sensaciones, el sentimiento de algo verde y poderoso.
En 1988 fui a Lubango. Salí de Luanda en un avión militar, un Casa, con bancos de madera a lo largo del fuselaje y ventanillas redondas casi a la altura del suelo. Sobrevolamos la costa en dirección al sur y, poco antes de Namibe, viramos hacia el interior. Agachado, con la cara pegada a la ventanilla, pude ver cómo el suelo se elevaba súbitamente en un salto prodigioso y todo el paisaje cambiaba de color.
La primera noche en Lubango cené con responsables locales de las juventudes del partido. A mi derecha se sentó un joven de cara ancha y pelo abundante, color cobre. Se presentó: se llamaba Barbosa y era natural de Chela. Entonces le pregunté si conocía a la familia de Lídia Ferreira. Barbosa dejó de comer y me miró desconfiado:
—Es mi tía —dijo—. Pero ni siquiera la conozco. Además, no tengo ningún interés en conocerla.
La reacción que tuvo me sorprendió. En aquella época había mucha gente que prefería no haber oído nunca hablar de ella. Después de cenar, vino a rondarme un tipo de ademanes burdos. Empezó a hablar del tiempo, quiso saber si soportaba bien el frío de las noches, pero enseguida cambió de tema:
—Hace un momento —dijo— le oí hablar con Barbosa de la familia de Lídia Ferreira.
Aquello sí que me sorprendió. Pensé que me había metido en problemas. Miré directamente a aquel embaucador y le dije que casi no conocía a Lídia Ferreira, a no ser como poeta, pero que había oído decir que había nacido en la región. El tipo movió la cabeza, asintiendo:
—Así es —dijo—. Mi madre fue muy amiga de su madre. Lídia nunca me había hablado de su madre. Sin embargo, solía referirse con frecuencia a la abuela, una señora de origen congoleño, y, sobre todo, al abuelo, en realidad bisabuelo, Jacinto do Carmo Ferreira. En 1954, a los pocos meses de su muerte, le dedicó incluso un corto poema:
Largas barbas albas, desgreñadas.
Las manos en el pecho, como aves asustadas.
Así te recuerdo, mi abuelo blanco,
irremediablemente muerto.
Te hace tanta falta —¿sabes?— el viejo
sombrero de corcho y el bastón de soba[4].