CAPÍTULO 6

Mientras el presidente pronunciaba su discurso en la plaza Primero de Mayo, Zorro avanzaba hacia Paulete entre la multitud, la abrazaba, y después saludaba a Borja Neves. Mientras Lídia pensaba en la muerte, encerrada en su habitación, Ángel Martínez enterraba a un muerto para robarle el nombre. Mientras sucedía todo esto, yo me preparaba para huir de Huambo.

Fue una noche de tiroteo intenso, me acuerdo perfectamente.

Empezó cuando Angola todavía no era independiente y no paró hasta la madrugada. Creo que aquella noche, en Huambo, nadie durmió. Mi abuela estuvo todo el tiempo sentada en la gran silla de mimbre en la sala de estar, con los brazos cruzados y la cara seria. Nos miraba, pero no decía nada. A su alrededor se acumulaba un desorden de maletas, cajas, cartones, libros, ropa, vajillas, bandejas y cubiertos. Mi madre intentaba ayudar en el arreglo de todo aquello, pero mientras aumentaba el tiroteo empezaba a llorar: «Ya dije que tendríamos que habernos ido en septiembre, pero nadie quiso hacerme caso. Tantos tiros, tantos tiros. ¡Van a llegar los comunistas!». Mi padre fingía no escucharla. En momentos así solía recordar las palabras de un abuelo escocés:

—¡Si te da miedo el fuego, no te metas a bombero!

En mitad de la noche supimos por la radio que el tiroteo había empezado como si fueran fuegos artificiales para conmemorar la independencia; sin embargo, en el auge de la fiesta, una bala perdida mató a un oficial del FNLA. Los soldados del ELNA se tomaron el accidente como una provocación y respondieron disparando contra los de la UNITA. En pocos minutos había empezado una batalla entre dos fuerzas aliadas.

Me alegré cuando me enteré de eso: «Los fantoches van a matarse unos a otros», pensé. Pero de inmediato me di cuenta de que aquella nueva guerra civil podía traerme complicaciones. Quería escaparme a Luanda con un amigo, Tito Rico, cuatro años mayor que yo. El último avión hacia Portugal salía aquella misma mañana y mi familia y la de Rico lo tenían todo preparado para irse en él. Acordamos huir de madrugada. Rico había falsificado un salvoconducto de la UNITA y sabía conducir. Nos escaparíamos en el Land Rover de su padre.

El día anterior estuve paseando por la ciudad. Las calles estaban inmundas y jaurías de perros rebuscaban en los destrozos; había pastores alemanes, lobos de Alsacia, un bóxer, perdigueros, dálmatas y muchos otros perros de raza. Las casas, preciosas, tenían las ventanas cerradas, las puertas y portalones cerrados, los grandes jardines vacíos y ese aspecto vago y desolado de las cosas que han dejado de tener sentido. Fui al jardín zoológico, un lugar que conocía desde que era niño. Los soldados habían matado a las gacelas, a los pavos reales y a las avestruces para comérselos; a los elefantes para robarles los colmillos, y a los leones, a los perros salvajes y a los tigres por puro placer. Pero habían soltado a los monos, y el viejo cocodrilo permanecía incólume, con la boca abierta, a la espera de que algún pájaro viniese a limpiarle los dientes y aliviarle el hambre.

Los monos, colgados de los eucaliptos, empezaron a gritar cuando me acerqué. Unos saltaron de las ramas más bajas y vinieron hacia mí. Gritaban, daban volteretas y gritaban, se alejaban unos metros y volvían al griterío. Saqué de un saco unas manzanas y mendrugos de pan. El alarido creció y los monos que todavía estaban en los eucaliptos empezaron a imitar a los demás. Me dio miedo, les tiré el pan y las manzanas y me marché. En ese momento empezó a llover.

Llovió toda la noche. Una tormenta furiosa ahogaba de vez en cuando el crepitar de las ametralladoras. Mi abuela se levantó y fue a cubrir los espejos con una sábana. Siempre que había tormenta lo hacía. Desde mi habitación, con la súbita luz de los relámpagos, podía distinguir imágenes de la guerra. Hombres alcanzados mientras corrían, como en una fotografía, petrificados en plena carrera por la luz de los relámpagos.

Metí dos pares de pantalones, algunas camisetas, calcetines y calzoncillos en una mochila pequeña. A esto le añadí una cantimplora, un cepillo de dientes, mi máquina de fotos y un libro, El proceso histórico. En la sala, mi abuela seguía callada. «Ve a descansar», me dijo mi madre, «cuando sea la hora de irnos al aeropuerto, te llamo». Volví a mi habitación y escribí una nota: «Abuela, cuando leas esto, yo ya estaré muy lejos. Voy a unirme al MPLA para luchar por nuestra tierra. Sé que tú lo entiendes. Diles que volveremos a vernos cuando todos los fantoches hayan sido perseguidos y Angola sea libre. Saludos revolucionarios». ¿Os hace gracia? En 1975 tenía quince años y eso no era ridículo.

Las cinco de la mañana. Me calcé un par de bambas, me puse mis viejos vaqueros acampanados, mi camiseta roja y salté por la ventana. Crucé el patio; al otro lado del muro había un descampado que se unía con el campo del Atlético Clube. Una vez allí, nadie podía verme. Respiré hondo la frágil luz de la mañana. Me agaché y enterré las manos en la tierra húmeda.

Tito Rico me estaba esperando delante de la puerta principal del Atlético. Intercambiamos un apretón de manos a la manera del MPLA, clavando los dedos corazón e índice en señal de victoria. «Temí que no vinieses», me dijo Rico, «pasa de la hora».

Nada más salir de la ciudad nos topamos con un control. Eran tres militares del ELNA. Uno de ellos metió la cabeza por la ventana y Rico le enseñó el salvoconducto. El hombre cogió el papel y gritó no sé qué a los demás. «Mierda», murmuró Rico, «¡son zairenses!». Salimos del coche y los soldados nos registraron. El que tenía el salvoconducto se volvió hacia nosotros muy excitado:

Qui êtes vous? —gritó—. Où allez vous?

Rico se abalanzó sobre el soldado y con un gesto rápido le quitó el salvoconducto.

—¡Vete a tomar por culo!

«¡Se acabó!», pensé, «¡nos matan!». Los otros soldados levantaron las armas y miraron al tercero como si esperaran órdenes. Sin embargo, éste había perdido la arrogancia y parecía un simple campesino amedrentado:

Excusez-moi! —repetía—. Excusez-moi!

Entramos en el coche y arrancamos a toda velocidad. Empecé a reírme a carcajadas. Rico también se desternillaba sobre el volante. Se reía tanto que se le saltaban las lágrimas. «¡Hostia!», pregunté, «¿al final qué es lo que ha pasado?».

Rico se limpió los ojos con el reverso de la mano: «¡No sé!», respondió, «deben haber pensado que yo era alguien muy importante. Esos paletos, cuando se les grita, enseguida pierden la compostura».

En el control siguiente, Rico se limitó a mostrar el salvoconducto con un gesto de indiferencia. El soldado, un adolescente tímido, le dio vueltas y más vueltas al documento y al final lo devolvió: «¿Adónde vais, hermanos?». Rico ni lo miró:

—¡Y a ti qué te importa!

El soldado retrocedió sorprendido:

—¡Hostia! No vale la pena que hagáis disparates. Continúa, pero ten cuidado: están disparando en Quibala.

Rico estaba eufórico. Cantaba. «Valooodia, Valooodia. / Valodia cayó / defendiendo al pueblo angoleño. / Valooodia, Valooodia. / Valodia cayó / en manos de los imperialistas». Tenía una voz áspera pero agradable. Un sol deslumbrante formaba espejismos en el asfalto. Miré alrededor y vi la hierba alta, la inmensa extensión de campo. Levanté la voz y me uní a él: «Pueblo angoleño, / todos bien atentos, / porque en el neocolonialismo / la represión es peor, / la miseria es un martirio, / la pobreza también, / porque el neocolonialismo / no tiene color».

Íbamos cantando y no nos dábamos cuenta que el paisaje se hacía cada vez más denso. Un bosquecillo discurría a lo largo de la carretera. Una curva. Rico grita y para el coche. A cincuenta metros un tronco largo cortaba el camino. Dos bidones de gasolina, uno a cada lado del tronco, indicaban que aquello debía de ser —o haber sido—, un puesto de control. Fuera de la carretera había un sofá enorme, en buen estado. El suelo estaba lleno de botellas vacías.

Silencio. Nos quedamos en silencio. Rico quitó las manos del volante y vi que temblaban. «¡Qué raro!», dijo, «si esto fuese una emboscada, ya nos habrían matado. Seguro que están comiendo. Lo mejor será apartar el tronco y seguir el viaje». Salimos del coche y en ese instante se oyó un silbido prolongado y después una voz burlona:

—Tranquilos, colegas, tranquilos, os quiero a los dos con las manos en alto.

La voz venía de la derecha. Nos volvimos y no vimos a nadie. Entonces me di cuenta de que había gente detrás de nosotros. Sentí un golpe en la nuca y caí al suelo. Estaba a gatas intentado comprender lo que había pasado, cuando la voz volvió a oírse.

—Vaya, vaya, vaya. Será mejor que no peguemos a estos chavales. Al fin y al cabo, no sabemos por qué.

El dueño de la voz salió entonces de detrás de los árboles. Un hombre bajo y corpulento, vestido con una camiseta muy ajustada de mil flores. Llevaba un Kaláshnikov en bandolera y dos pistolas en un cinturón, como los cowboys. Se acercó balanceándose, dio unos pasos de baile, me tendió la mano y me ayudó a ponerme de pie:

—Muy bien —dijo—. Nombre, edad, estado civil, señas particulares y etcétera, etcétera. Kapuete karnundanda kapulokosso, como se dice allí, en nuestra Luanda.

El soldado que me había golpeado fue a buscar dos cervezas y me ofreció una. Estaba caliente. Le pasé la cerveza a Rico. El hombre esperó a que acabásemos de beber y después volvió a hablar:

—Quiero ver vuestras tarjetas, cartas de recomendación, pasaportes o carnés de identidad. Y, ahora, quiero saber de qué lado estáis en esta guerra.

Rico se metió la mano en el bolsillo y enseñó el salvoconducto. El cowboy empezó a reír:

—¡Vaya! ¿Ahora resulta que estos ilustres chavales son kwachas[52]? —sacó una de las pistolas, la hizo rodar alrededor del dedo índice y apuntó a la cabeza de Rico—. ¡Con los kwachas no acostumbro a perder el tiempo!

Lo miramos aterrorizados. Rico gritó:

—¿Sois del MPLA? ¡Joder, que nosotros también somos del eme! El salvoconducto es falso…

El cowboy parecía divertirse mucho:

—¡Claro que sí! El salvoconducto es falso, los chavales son falsos y yo me llamo Trinidad —se plantó delante de Rico, arrimó la cara a la suya y gritó—. ¡Calla la boca, mulato de mierda, hijo de puta! Habla sólo cuando yo te lo mande.

Fue una conversación difícil. Rico intentaba contar nuestra historia, pero cada vez que decía que éramos del MPLA se llevaba un cachete. Por fin, el cowboy se sentó en el sofá, se cruzó de piernas y nos miró fijamente:

—¿No me conocéis, chavales? —preguntó—. ¡En el eme todo el mundo me conoce!

Dejó el Kaláshnikov en el suelo, llamó a uno de los soldados y le susurró no sé qué al oído. Éste desapareció corriendo y volvió con una guitarra. El cowboy cogió el instrumento, lo afinó y empezó a cantar: «Mira a Juka Kalu, / se pasa el día huyendo. / Trata al pasma de criado, / cuánto lo está jodiendo».

Rico me dio una palmada en la espalda:

—¡Es Santiago! —dijo—. ¡Ese tío es el comandante Santiago!