CAPÍTULO 12

La Segunda Guerra Mundial había terminado y a Luanda llegaban noticias fragmentadas de un mundo en renovación. La derrota del nazismo alcanzaba la propia esencia de las tesis racistas que se habían implantado en Angola a finales del siglo anterior. El darwinismo social era motivo de burla en las academias y los arrogantes germanófilos, que hasta hacía pocos meses abogaban por la separación de las razas y el alejamiento de los negros y los mulatos de todos los cargos públicos, se callaron. Los estudiantes organizaron marchas para apedrear las ventanas del consulado de Alemania, a la vez que exasperaban al cónsul inglés con continuas manifestaciones de apoyo y agradecimiento. Sin embargo, Salazar seguía apretando las tuercas del imperio y los angoleños se sentían cada vez menos dueños de su propio destino. Los más viejos hablaban de un tiempo en que los hijos de la tierra eran los que dominaban la vida económica, cultural e incluso política de Angola, pero los jóvenes se reían de ellos. Alguno de esos viejos soñaba con la restauración de los antiguos partidos del tiempo de la monarquía: hablaban mucho del Partido Pro-Angola.

Un escaso número de infatigables idealistas, como el viejo Carmo Ferreira, envejecían en las mesas de los cafés intentando atar unos con otros los confusos y podridos cabos de la revuelta.

En ese ambiente, la poesía surgió entre la juventud como el camino más obvio de afirmación cultural: «Nos lo quitaban todo, la dignidad, las tierras, los hombres. Y al final la propia fisonomía», me dijo Lídia, «nos quitaban todo el pasado y mirábamos alrededor y no éramos capaces de comprender el mundo. Entonces, empezamos a escribir poesía. En aquella época, la poesía era un destino irremediable para un estudiante angoleño».

Era una poesía pobre, pero generosa, atenta a las distorsiones sociales y, sobre todo, obcecada con el espacio sagrado de la infancia, ese último y más profundo reducto de la memoria, no la particular, sino la general, la que explicaba el mundo. La infancia de las remotas costumbres que todavía se mantenían: el makezu[31], la cola y el gengibre[32], el quimbundo mestizo de las quitandeiras, las leyendas que contaban las abuelas, siempre habitadas por bichos que hablaban y extraños seres prodigiosos.

Los jóvenes poetas eran conscientes de su papel mesiánico. «Escribíamos para la Historia», me dijo Lídia. Me contó que una vez se encontró a Viriato da Cruz paseando por la plaza da Mutamba. Estaba solo, pero parecía concentrado en algo. Lídia le preguntó qué estaba haciendo y Viriato le respondió que estaba esperando el eco. A ella le extrañó: «¡Qué dices! ¿El eco de qué?». Viriato le dijo que aquel día había publicado un corto poema en un periódico de la ciudad:

—¿No lo has leído? No pasa nada, tus nietos lo harán.

Con seguridad, esto debió suceder a finales de los años cuarenta. Viriato se recuperaba de una tuberculosis. La enfermedad y la falta de recursos económicos lo habían obligado a abandonar los estudios. Se pasaba los días leyendo. Recibía de Brasil los libros prohibidos de la revolución y leía como un loco. También leía literatura: Jorge Amado, Erico Veríssimo, Manuel Bandeira, Graciliano Ramos, los clásicos rusos, los primeros neorrealistas portugueses. Tenía un espíritu curioso y exaltado. Soportaba las críticas con dificultad, pero siempre era el primero en criticar. Hablaba de la necesidad que tenían los angoleños de redescubrir Angola, defendía el estudio del quimbundo —«nuestra verdadera lengua»— y soñaba con una gran revuelta de los campesinos y de las masas oprimidas de los musseques. A la vez criticaba con una ironía feroz «los pequeños valores burgueses» de la vieja aristocracia luandense, se irritaba con las limitaciones intelectuales de su círculo de amigos y estaba considerado por muchas personas como un individuo pretencioso y arrogante. En realidad, se sentía coaccionado siempre que se hablaba en quimbundo delante de él y cuando visitaba a su familia en Porto Amboim, donde había nacido, evitaba a los campesinos porque no sabía qué decirles. Envidiaba en secreto a los que se iban a estudiar a Portugal.

El día en que Lídia se marchó, apareció en el muelle en el último minuto, los pasajeros ya se preparaban para subir las escaleras. Traía un ramo de rosas y tenía mucha fiebre. No le dijo adiós. Le dijo: «¡Hermanita, no nos olvides!».

Llovía. Lídia le pasó los brazos por el cuello, lo atrajo hacia sí y notó que su cuerpo temblaba. Ardía. Y el ansia, la fragancia de las rosas.