CAPÍTULO 4
Ésta es la historia de un amor desesperado. Todo empezó en 1926, año en que llegó a Lubango un cura de Santo Tomé. Se llamaba Isaú da Conceição y era un joven flaco, melancólico, propenso a la meditación y a la poesía. Le gustaban las palabras extensas, nocturnas, y sus largos sermones versaban irremediablemente sobre lo efímero de la vida. Excelente declamador, con una voz cálida y profunda, en poco tiempo se convirtió en una presencia indispensable en las prolongadas veladas de la burguesía local. Y aunque el hecho de ser negro le cerraba algunas puertas, la virtud de ser párroco le abría otras.
En una de esas veladas fue donde Isaú da Conceição conoció a Francisca Barbosa, y se dejó seducir por sus ojos de abismo. La abuela del embaucador, doña Assunção, una señora enorme, grande como una casa y de risa fácil, me recitó uno de los poemas preferidos de Isaú: «Va alta la luna en la mansión de la muerte», dijo, intentando reproducir la voz profunda del santomense. Era O noivado do sepulcro, de Soares de Passos. «Ya a medianoche con demora sonó», añadí en el mismo tono, y ella me miró con verdadero asombro. Le expliqué que también tuve una abuela y mis palabras parecieron divertirla mucho.
Doña Assunção fue amiga de Francisca Barbosa. «Pobrecilla», me dijo, «aún era una niña cuando le cayó la desgracia».
Ésta es la historia que me contó: Francisca vivía en Chão de Chela, en un caserón gastado por el tiempo y habitado sólo por mujeres. Mejor, por generaciones de mujeres. Las dos mayores eran negras retintas, sin lazos de parentesco entre sí, además de ser ambas viudas de un madeirense llamado Barbosa, antiguo profesor de primaria, luego comerciante y finalmente agricultor, deportado a África por delito de violación. Este hombre se convirtió prácticamente en una leyenda en todo el altiplano de Huíla, e incluso más lejos, porque, se murmuraba, prohibía a las mujeres y a las tres hijas mulatas que saliesen de casa y hacía con ellas —decía doña Assunção— lo que un hombre sólo debe hacer con su esposa. Y ni siquiera lo hacía cada vez con una, sino con todas a la vez. Y cuando tuvo nietas de su propia semilla, una por cada hija, así volvió a proceder con ellas, y de las tres recibió igual descendencia. Y después murió.
En agosto de 1907 llegaron a Chela tres hombres exhaustos y harapientos. Eran desertores de la columna portuguesa que había ido a vengar el vergonzoso desastre militar de Vau de Pembe, sucedido tres años antes, cuando los cuamatas acorralaron al capitán Pinto de Almeida, lo mataron a él, a los dieciséis oficiales que lo acompañaban y a unos trescientos y pico soldados más.
Ninguno de los hombres quiso contar con claridad los motivos de la fuga. Al final, uno de ellos, un teniente mestizo que decía llamarse César Augusto y ser natural de Luanda, habló por los otros dos; explicó que estaban muy cansados, sedientos y hambrientos, y que se veían obligados a permanecer en la hacienda hasta restablecerse por completo. Añadió que habían puesto precio a sus cabezas por traición a la patria, pero que no reconocían como suya la patria a la que habían traicionado. «Nuestra patria es Angola», debió de decir el mulato.
Las dos mujeres mayores se mostraron indiferentes, las mulatas y las mestizas aterrorizadas, y las tres más jóvenes, unas muchachas muy pálidas, lánguidas y rubias —de un rubio tan rubio que daba angustia verlas—, ésas, se pusieron a bailar mientras cantaban en una lengua que ellas mismas habían inventado sustituyendo las vocales por notas musicales, de tal manera que una misma palabra podía tener significados distintos.
Los dos soldados se marcharon al cabo de una semana, pero César Augusto no quiso acompañarlos: se había enamorado de las tres biznietas del madeirense. Ellas se trataban como primas, pero la verdad es que, excepto las dos negras, todas las mujeres de aquella casa eran primas entre sí y también hermanas. Sobre las más jóvenes, pobrecitas, pesaba la desgracia de ser, a la vez, hijas, nietas y biznietas del viejo Barbosa.
Entonces, César Augusto empezó a recuperar la xitaca y, como era joven, fuerte y decidido, en poco tiempo había devuelto a los naranjales el antiguo esplendor, traído agua de arroyos distantes y sembrado maíz y massambala[5] en la falda de las montañas.
Un día, sin embargo, Leda, Dejanira y Polixena —estos eran los desmañados nombres de las tres primas— descubrieron que estaban embarazadas. Eufórico y ya desmemoriado de la condena que pesaba sobre él, César Augusto decidió ir a Luanda a pedir ayuda a su padre para reconstruir la hacienda. Se marchó un día de neblina y nunca más volvió.
Meses después, las primas, cumpliendo lo que parecía ser un secreto destino de la familia, daban a luz a tres bellas niñas. La última en nacer, hija de Dejanira, se llamó Francisca y enseguida se reveló la más guapa de todas. Doña Assunção la recuerda como una adolescente de mirada absorta, que pasaba horas y horas sentada, muy quieta, flotando en la fresca penumbra de las habitaciones. Nadie entendió nunca cómo Francisca llegó a conocer a un hombre; salía contadas veces de casa para visitar la ciudad y siempre rodeada de hermanas y tías y abuelas. Cuando le faltó la regla y luego vinieron los vómitos y los mareos, y la barriga se le empezó a hinchar, Dejanira creyó que su hija padecía algún mal desconocido, o que serían caprichosos calundus[6] de adolescente. Consultada la más vieja de las tatarabuelas, Nga Samba, una esclava que Barbosa había traído de Catete y que demostraba poseer una erudición sin límites en materia de sortilegios y filtros, pidió que le diesen un huevo cocido y, luego, que la dejaran sola con la muchacha. El examen fue rápido y definitivo: efectivamente, Francisca había sido desvirgada y tenía en la barriga un alma. «Un dikulundundu»[7], precisó la anciana.
Dejanira, que al desaparecer César Augusto se había convertido en una mujer amarga, de modales bruscos, se encerró con la hija en una de las habitaciones, la desnudó y la azotó con un látigo que había pertenecido al viejo Barbosa. El griterío de la madre, de las sobrinas y hermanas, de las tías y abuelas, sólo sirvió para que aumentara su ira. Cuando por fin abrió la puerta, lívida como un fantasma, ya sabía el nombre del seductor: «Ha sido el cura», dijo con la voz llena de asombro.
Ifigénia, hija de Polixena, aprovechó el tumulto que reinó el resto del día y, escapando a la vigilancia materna, fue a ver a Maria da Assunção, que vivía a unos cinco kilómetros de allí.
—Ifigénia me entregó una carta de Francisca para que se la hiciese llegar al cura —doña Assunção se rió abriendo su inmensa boca, casi sin dientes, al recordar la escena—. Pero enseguida me di cuenta de que aquello era un lío tremendo y rechacé el servicio.
Pero Ifigénia insistió tanto, llorando y desgreñándose, que Maria da Assunção acabó aceptando y llevando la mucanda[8] al cura:
—No debí hacerlo. El cura leyó la carta delante de mí y se quedó sin habla.
Balbució no sé qué, dio la espalda a Maria da Assunção y entró en la iglesia. Fue al atardecer. En la madrugada del día siguiente se tiró por la boca del Tundavala.
Al darle la noticia, la bella Francisca enloqueció de dolor. A pesar de estar embarazada se negó a comer durante varios días y adelgazó hasta tal punto, que el más mínimo residuo de luz la traspasaba y a través de ella se podía ver el pequeño feto nadando plácidamente en un agua lunar. La ayudó la poderosa ciencia de Nga Samba que, con hierbas y polvos, consiguió devolverle las ganas de vivir. Pero por poco tiempo. En cuanto nació el bebé —fue una niña—, Francisca dejó de nuevo de alimentarse y se sumergió en un estado de completa apatía. Una noche empapó un cambriquito[9] en agua, se envolvió en él y se durmió. Al día siguiente se despertó con una tos ligera y siguió tosiendo y suspirando más que respirando, hasta que su cuerpo perdió toda la sustancia y tuvieron que cerrar las ventanas y atarla con una cuerda a los pies de la cama para que no la arrastrase la brisa vespertina.
Cuando murió estaba tan privada de existencia que hubo que vestirla con sus ropas más gruesas, perfumarle todo el cuerpo, pintarle con colores afligidos el pelo y las uñas de las manos y de los pies para que fuera creíble que en otro tiempo perteneció a este mundo.
Antes de morir, Francisca le puso nombre a la hija: Lídia. Meses más tarde, el padre del teniente César Augusto, Jacinto do Carmo Ferreira, apareció en Chela con la noticia de su muerte. Dijo que César Augusto había sido asesinado en Luanda hacía dieciocho años, durante una confusa conspiración nacionalista. Dijo que el hijo era un héroe. Doña Assunção lo recordaba perfectamente:
—Un viejo grande, firme a pesar de la edad. Podría ser misionero, pero hablaba como si fuera uno de nosotros.
Jacinto do Carmo Ferreira explicó que había acudido a buscar a las nietas. Estaba viejo, había hecho cierta fortuna, pero se sentía muy solo; por eso había decidido reunir a su alrededor a toda la descendencia. Antonia e Ifigénia, hijas de Leda y de Polixena, se emocionaron muchísimo. Para ellas, Luanda era el siglo XXI, el principio del mundo. Sin embargo, ni a Leda ni a Polixena ni al resto de mujeres les gustó la idea. Jacinto do Carmo Ferreira intentó argumentar diciendo que en la capital las chicas recibirían una educación mejor y que, además, periódicamente podrían visitar a la familia en Chela. Añadió que estaba dispuesto a pagar la manutención de todas las mujeres y a correr con los gastos de la xitaca. Todo resultó inútil. Las mujeres replicaron que eran absolutamente capaces de educar solas a las niñas y de asegurar su sustento. Jacinto do Carmo Ferreira se exaltó, las amenazó. Al final, llegaron a un acuerdo: Antonia e Ifigénia se quedarían en Chela, pero la huerfanita podría irse con él.
Así fue como Lídia marchó a Luanda.