CAPÍTULO 4
Era en diciembre cuando Lídia más echaba de menos Luanda. En diciembre hace frío en las calles de Lisboa. Una lluvia de telarañas se prende a la ropa y al pelo. La gente es más amarga. En Luanda, por el contrario, el vigor de la naturaleza lo contagia todo. El sol arde. Los pájaros cantan de euforia. Diciembre es un mes de risas y calor —el benigno calor del suelo. Los hombres se sientan a la sombra a beber cerveza. Conversan largamente. Las comadres se perdonan antiguas ofensas. Por las calles resplandecen las acacias encarnadas. Las estrellas, como diamantes, adornan las noches con un brillo nuevo.
Los domingos, Lídia iba a la playa con las tías o un grupo de amigas y, cuando volvían, el viejo Jacinto las duchaba con una manguera en el patio.
Jacinto do Carmo Ferreira murió en diciembre de 1953, ya centenario. Lídia recibió la noticia en el frío de Lisboa. Seguro que si hubiese sido en Luanda le habría dolido menos. Pero fue en Lisboa y el cielo estaba sucio. El aire segregaba una lluvia viscosa y lenta.
Lídia arregló sus cosas, vendió todo lo que no se podía llevar, reunió todo el dinero y compró un billete a Berlín. Se marchó sin despedirse de nadie.
—Fue una decisión repentina —me explicó—, estaba fuera de mí. Con la muerte de mi abuelo sentí que el suelo me quemaba los pies. Sentía que la vida no tenía sentido. Estaba muy confundida y, para complicar las cosas, Mário se había enfadado conmigo.
Todo empezó con una gran discusión sobre la negritud. Mário Pinto de Andrade pretendía incluir algunos poemas de Lídia en una antología de poesía negra de expresión portuguesa. En aquel momento él ya se carteaba con Cesaire, Senghor, Diop y Depestre. Había escrito decenas de artículos y conferencias sobre temas como «La expresión en quimbundo», «La literatura negra y sus problemas», «El problema lingüístico negroafricano» o «El folclore en la cultura bantú», y había ayudado a fundar, junto a Francisco José Tenreiro, Agostinho Neto y Alda do Espirito Santo, entre otros, un Centro de Estudios Africanos.
El Cuaderno de poesía negra de expresión portuguesa debía de ser, decía Mário de Andrade, «la primera manifestación colectiva de la negritud en lengua portuguesa. La demostración cabal de que los poetas negros de lengua portuguesa han empezado a labrar su propio camino y ejercitan también sus voces para cantar en la gran sinfonía humana». Sin embargo, Lídia no creía que su poesía fuese negra.
—Es una equivocación —intentó explicar a Mário de Andrade—. Lo que yo escribo no tiene que ver especialmente con el mundo negro. Tiene que ver con mi mundo, que es tan negro como blanco. ¡Y sobre todo es mi mundo! Si quieres incluir mi trabajo cambia el nombre de la antología por «Cuaderno de poetas negros», pero aun así sería un disparate, como hacer un «Cuaderno de poetas altos» o una «Antología de poesía de las mujeres obesas»…
Mário de Andrade se impacientó y levantando la voz la acusó de falta de solidaridad con sus compañeros y compatriotas: «Y en esta fase de nuestra lucha, la falta de solidaridad se confunde con la traición», añadió.
Lídia era una mujer de corazón cortés y meticuloso. Antes de responder, midió sus palabras:
—En el fondo —dijo—, la verdad es que yo no me identifico con la negritud. Entiendo la negritud, soy solidaria con los negros de todo el mundo y me gustan mucho los poemas de Senghor y los cuentos de Diop, pero siento que nuestro universo es otro. Tú, como yo y como Viriato da Cruz, todos nosotros pertenecemos a otra África; la misma África que también habita en las Antillas, en Brasil, en Cabo Verde o incluso en Santo Tomé, una mezcla de la África profunda y la vieja Europa colonial. Pretender lo contrario es una estafa.
Mário de Andrade la miró, a la vez indignado y victorioso: «¡Eso dice Gilberto Freyre!», aseguró, «¡eso es la maldita mistificación lusotropicalista!». Se enardeció. La tenía prisionera en la tela de su argumentación indiscutible y durante media hora la crucificó con palabras duras. Cuando se marchó, parecía estar tan ofendido que Lídia creyó que lo había perdido para siempre.
Durante los días siguientes no pudo dejar de pensar en todo aquello, pero cuanto más pensaba, más se convencía de que tenía razón: «El propio Senghor sufre de la nostalgia del universo criollo en el que transcurrió su infancia». Y estaba pensando en Joal: «Recuerdo a las mujeres a la sombra verde de los balcones. Las mujeres de ojos irreales como el claro de luna golpeando en la arena. Recuerdo las voces paganas entonando el Tantum ergo».
Y si con Senghor sucedía eso, ¿qué decir de los poetas que Mário de Andrade quería incluir en la antología? Alda do Espirito Santo, negra de Santo Tomé, cantante de los paisajes criollos de su isla. Francisco José Tenreiro, también santomense, mestizo y criollo, casi toda su vida vivida en Portugal. Noémia de Sousa, una joven mozambiqueña que tenía a flor de piel la inquietud de tantas sangres mezcladas: el padre, natural de la isla de Mozambique, con esa inevitable ascendencia india, árabe, bantú y portuguesa, y la madre, una señora mulata, hija de una negra y de un alemán.
Noémia también estudiaba en Lisboa. Sus poemas se leían en recitales y muchos estudiantes africanos se sabían de memoria dos o tres. Uno de ellos hablaba de su infancia lejana. Hablaba de los pescadores indios, de los gritos de los negros de las barcas, de las matronas aturdidas por el calor. Hablaba de los compañeros de pesquerías, «niños negros y mulatos, blancos e indios, / hijos del lavandero, del panadero, / del negro del barco, del carpintero, / venidos de la miseria de Guachene / o de las casas de madera de los pescadores». Todos, «compañeros en la inquieta sensación de misterio de la isla / de los Navíos Perdidos / donde ningún grito se queda sin eco». A Lídia le gustaba el poema porque le recordaba un poco su propia infancia.
Viriato da Cruz y Agostinho Neto también tenían que figurar en la antología de Mário de Andrade. Neto, aunque nacido en una zona rural, era hijo de un pastor protestante y su poesía denunciaba la frecuencia de la Biblia y el hábito de los cánticos religiosos. Una vez le enseñó a Lídia un poema que empezaba así: «Madre Mía / (todas las madres negras / cuyos hijos partieron) / tú me enseñaste a esperar / como esperaste en las horas difíciles. / Pero la vida / mató en mí esa mística esperanza. / Yo ya no espero. / Soy Aquél a Quien se espera».
A Lídia le desconcertó tanto el último verso que no supo qué decir. Le costó mucho tiempo darse cuenta de que un profeta, para ser auténtico, lo único que necesita es sentirse auténtico.
Sin embargo, el caso más curioso era el de Antonio Jacinto, un luandense hijo de portugueses, muy activo en el medio cultural y con el que Mário de Andrade mantenía correspondencia. Al principio, el joven estudiante de filología no quería influir en la antología: «La negritud no excluye al mestizo, sino que excluye al blanco», le dijo a Lídia. Además de eso, desconfiaba de los angoleños blancos, de la profundidad de su arraigo. Lídia también. Ambos sabían que a los blancos les gustaba participar en las iniciativas culturales, pero sólo hasta cierto punto, y raramente estaban dispuestos a prescindir de sus privilegios de raza y de clase. Por ejemplo, en las farras de los estudiantes africanos, los jóvenes blancos aparecían sólo las primeras horas. A continuación, se iban a seguir la noche en las brillantes fiestas de sus colegas metropolitanos, en las que no se veían negros ni mestizos.
Aun así, los poemas de Jacinto eran de los más interesantes, no sólo desde el punto de vista estético, sino también en términos políticos. «Monangambé» era un poema fortísimo, eléctrico: «En aquel campo grande no llueve / es el sudor de mi cara el que riega las plantaciones. / En aquel campo grande hay café maduro / y ese rojo cereza / son gotas de mi sangre hechas savia»; el poema empezaba así y luego seguía tras un grito de protesta contra la explotación colonial: «¿Quién da dinero para que el patrón compre / máquinas, coches, señoras / y cabezas de negros para los motores? / ¿Quién hace prosperar al blanco, / tener la barriga llena — tener dinero? / ¿Quién?».
A Mário de Andrade le hubiera gustado haberlo escrito. Cuando decidió incluir a Jacinto en la antología —en lugar de a Orlando da Costa, un poeta indio nacido en Mozambique, pero que desde niño vivía en Portugal—, le dijo a Lídia que así ya no los podrían acusar de racismo. «Y además», añadió, «fuera de Angola nadie sabe que Jacinto es blanco».
Por último, Mário también quería incluir en el Primer cuaderno de poesía negra de expresión portuguesa al poeta cubano Nicolás Guillén, según él porque era «la voz más vasta de la negritud en las Américas». Lídia opinaba que la inclusión del cubano definiría la esencia del cuaderno, y que no era de negritud de lo que se trataba: «La genialidad de Guillén ha sido conseguir aportar a la poesía culta el alma criolla de Cuba; él no ha recuperado las tradiciones yorubas. Ha reproducido, eso sí, los modelos de mestizaje que habían tenido lugar en la isla durante siglos. Ha fundido la tradición africana con la tradición europea». La elección del poema «Son número 6», de El son entero, era casi una bandera del criollismo: «(…) Estamos juntos desde muy lejos, / jóvenes, viejos, / negros y blancos, todo mezclado; / San Berenito y otro mandado, / todo mezclado / (…)/ Salga el mulato, / suelte el zapato, / díganle al blanco que no se va… / De aquí no hay nadie que se separe; / mire y no pare, / oiga y no pare, / beba y pare, / coma y no pare, / viva y no pare, / ¡que el son de todos no va a parar!».
Lídia pensaba en todo esto. En cualquier otro momento, la paradoja le habría parecido graciosa. Habría buscado a Mário y éste la habría recibido con esos ojos de lumbre que tenía, le habría dicho cualquier cosa, una frase galante, y las carcajadas de ambos habrían apagado el rencor de la discusión. Pero era diciembre y el viejo Jacinto había muerto. Amílcar Cabral se había casado y había vuelto a Guinea. Viriato da Cruz no había respondido a sus últimas cartas.
Lídia estaba desconcertada. Cansada. Quería seguir investigando el pasado de Amo y sabía que en Berlín existían muchos indicios de su paso. Además, tenía algunos amigos en la vieja ciudad alemana. Entonces vendió todos sus libros, compró un billete de avión y se marchó.