CAPÍTULO 1

Cuando era niño saqué un pájaro de una pequeña jaula. El pájaro no voló. Se quedó por allí, andando en círculos, en círculos, aterrorizado por la anchura del mundo y por la enorme responsabilidad de tener que sobrevivir por sí solo. Cuando me liberaron, también me sentí así. Vagaba por las calles sin rumbo fijo. También me resultaba difícil reconocer las cosas y a la gente. Aquella ciudad ya no pertenecía a mi organismo, era una prótesis.

Una vez me llevaron a una fiesta. Me extrañó la ropa, los pantalones con pliegues y sin raya, ajustados al tobillo. Los hombres llevaban el pelo corto y las patillas recortadas a ras de las orejas. Todas las mujeres me parecían guapas, pero estúpidas, de una estupidez sólida, franca y fundamental, que contagiaba a los demás. No sabía bailar, no conocía las canciones y ni siquiera a los músicos. La gente me miraba de reojo —era lo que yo notaba, pero posiblemente ni siquiera se fijasen en mí— y evitaba conversar sobre la situación política. Incluso nuestros antiguos compañeros habían cambiado. Uno me dijo: «Mira, lo que pasó, pasó. Fueron errores de juventud, ten paciencia, tienes que olvidarlo todo y empezar una nueva vida. Haz como si no hubiera pasado nada». Era mayor de las FAPLA. Murió en Mavinga.

Fui a Huambo a visitar a mi abuela. Me la encontré en el patio cuidando la huerta. Se volvió lentamente: «¿Qué haces aquí, ya se te ha pasado la revolución?». Estaba igual que la había dejado. La casa también. Elías Justino, el viejo cocinero, me contó que unos meses antes se había despertado con un rumor de voces. Al mirar por la ventana, distinguió unos bultos armados en el patio. Fue a llamar a mi abuela: «¡Señora, prepárese, vamos a morir!». La anciana encendió todas las luces y abrió la puerta en camisón: «¡Fuera de aquí!», gritó al grupo de hombres que rastreaba el patio, «¡me estáis estropeando las rosas!». Era un comando de la UNITA. El jefe se levantó y le pidió disculpas atentamente, pensaban que la casa estaba ocupada por cubanos. Elías se reía al recordar el episodio: «¡La señora es una fiera!», me dijo.

«Tus padres tenían razón». La anciana murmuró eso mientras hacía punto. No podía verle la cara. Le veía la cabeza agachada, el pelo blanco recogido en un moño. «La tenían por razones equivocadas. Vete de aquí, chiquillo. Este país no tiene destino».

—¿Y tú?

Levantó los ojos, diáfanos:

—Yo soy como la hierba, no doy fruto ni doy sombra. Y en esta tierra eso es bueno. ¡Nadie se fija en nosotros!