CAPÍTULO 5

Ángel vivió un tiempo escondido en casa de Paulete, un bonito apartamento en plena avenida junto al mar. Le mintió: le dijo que lo habían herido en combate y que estaba esperando embarcar para Cuba. Y después de dormir con ella, le dijo que estaba enamorado (eso era verdad) y que ya no quería volver a la isla.

Paulete había tenido la suerte de encontrar aquel apartamento. En el caos que acompañó la fuga en masa de los portugueses, se encontró con un antiguo compañero del instituto, hijo de uno de los reyes del café. El chico no se había dejado contagiar por la euforia nacionalista y mucho menos por las tesis del viejo Marx. Quería seguir viviendo bien y se mostraba indiferente ante lo que pudiera ocurrirle a Angola: se iba a Brasil. Paulete le preguntó si no podría alquilarle la casa y el joven se rió: «Te la cambio por un beso», dijo.

En aquel momento había quien cambiaba coches y casas por cosas mucho menos valiosas que un beso de Paulete. En el aeropuerto, tipos afligidos trepaban al tejadillo del coche y allí mismo lo subastaban por un reloj, un bolígrafo o simplemente un par de zapatos, cualquier cosa que se pudiese llevar en la mano. Por tanto, Paulete le dio el beso y recibió las llaves.

Con Paulete vivían dos amigas: Lay y Samy. Milagro de las Rosas Mattoso da Câmara (Lay) pertenecía a una vieja familia de Benguela. Tenía la piel oscura, una mata de pelo densa, pero lisa, que le caía en manojo por los hombros. Sabina Schwartz (Samy), también natural de Benguela, perturbaba a los hombres con sus ojos color ceniza.

La casa tenía una particularidad que poca gente conocía: daba acceso al apartamento contiguo a través de un agujero abierto en la pared del armario empotrado. Fue obra e idea de Paulete. El apartamento había pertenecido a una ancianita. Eso era, al menos, lo que Paulete supuso, aunque nunca la hubiese visto. Pero durante los primeros meses después de haberse instalado, oía ruidos en la casa de al lado y al caer la tarde, siempre a la misma hora, veía una mano descarnada que aparecía por la ventana. Era un señuelo para las palomas, que bajaban en círculos y venían a posarse en el brazo flaco, picoteando el maíz que la anciana escondía en el hueco de la mano.

Una tarde, Paulete reparó en la inhabitual ansiedad de las palomas y al fisgonear por la ventana no vio el brazo de la anciana. Durante toda la noche y la mañana siguiente estuvo atenta a los rumores del edificio, pero del otro lado de la pared no llegaba el menor indicio de vida: ni el sonido del agua circulando por las cañerías, ni la voz de la telefonía, ni tampoco el desazonado crepitar de una tetera hirviendo.

—Ha muerto —dijo Lay—. Lo mejor es llamar a la policía.

—¿Qué policía? —se preguntó Samy—. Ya no quedan policías, se han ido todos a la metrópoli.

—Y probablemente eso es lo que ha sucedido con ella —se aventuró a decir Paulete—, seguro que la vieja se ha ido a la chita callando.

A continuación, miró a sus compañeras y se echó a reír:

—¿No creéis que aquí estamos un poco apretadas?

A Samy le parecía que no. Le gustaba tener a mucha gente a su alrededor. Quizá por eso fue la única que se opuso a la idea de agujerear la pared y ocupar clandestinamente el apartamento vecino:

—¡Eso es una locura! —gritó—. Primero porque la vieja puede que esté ahí, sí señora. ¡Muerta, podrida, apestando! Además, nos arriesgamos a agujerear las cañerías o la instalación eléctrica.

Paulete no se convenció. Fue a buscar un martillo, se metió en el armario empotrado de su habitación y empezó a romper la pared:

—Poned la música a tope —dijo—, y si aparece algún vecino protestando por el ruido, haced que también se ponga a bailar.

El agujero comunicaba con el armario del otro apartamento. Paulete entró, separando con las manos nerviosas los vestidos y las faldas, refajos y combinaciones. Nada más entrar, una nube de polillas se despertó, a la vez que un perfume añejo se liberaba en el aire. Por fin, la muchacha consiguió dar con la puerta del armario y salió a la luz.

La casa estaba impecable. Limpia, arreglada, la cama hecha, con sábanas, mantas y una colcha de encaje. Las porcelanas azules en las lejas, un periódico de hacía seis meses abierto en una silla. En el comedor encontraron la mesa puesta, con cubiertos de plata y un único vaso de cristal. Al abrir la puerta de la cocina un hedor intenso las obligó a retroceder. Samy se apoyó en la pared y vomitó allí mismo:

—¡Ay, madre mía, pero si es la vieja! —gimió—. Ya os dije que no tendríamos que haber entrado.

Pero no era la vieja: encima de una mesita, triste y sin gloria, un enorme queso se pudría.

Entonces ocuparon la casa, haciendo creer al resto de vecinos que seguía habitada por la antigua propietaria. Fue en ese apartamento donde Ángel Martínez —o Pablo Vivo, como prefiráis— estuvo escondido. Pero, claro, al cabo de unas semanas ya mucha gente sabía que Paulete se había enamorado de un cubano y que lo escondía en casa. «Para que no lo repatríen», decía. Y con la boca chica había quien juraba que el cubano ya había intentado desertar del frente de combate, y otros que había matado a un oficial, y terceros que era un izquierdista, como Paulete, y que lo buscaban por intento de sublevación.