CAPÍTULO 2

En Berlín, Lídia conoció a un pintor brasileño llamado Alberto Rosengarten. Era un hombre grande y grueso, doce años mayor que ella. Pero tenía unos ojos muy azules invadidos por una luz risueña, y a Lídia le pareció un niño.

Alberto militaba en el Partido Comunista Brasileño. Era un comunista afable, bastante dado a las concesiones de pequeño burgués, el buen vino y la buena mesa, le gustaban las fiestas, los puros caros, el boxeo, los caballos y todas las clases de juegos de azar. Los amigos lo consideraban inmune a los ardides del amor, pero se enamoró de Lídia a primera vista.

Fue en la Akademie der Künste. Lídia había entrado allí por casualidad y se aburría rodeada de cuadros renacentistas, con ninfas gordas y paisajes tristes, cuando oyó a sus espaldas que alguien le decía en portugués: «Éste no es un sitio para ti». Se volvió y se encontró con unos bruscos ojos azules. Los ojos sonreían. Era un hombre grande y rubio y se reía. «Estoy seguro de que eres brasileña», dijo.

En Berlín aquellos días eran movidos. Los cafés estaban repletos de jóvenes. Bebían chocolate caliente con mucha nata, comían pasteles de frutas y discutían con entusiasmo el destino del mundo. Lídia todavía no hablaba bien en alemán y, al no ser capaz de comprender todo lo que pasaba a su alrededor, se sentía perdida. Una antigua compañera de Agronomía le había prestado una habitación en un edificio del siglo XIX que aún conservaba como recuerdo de la guerra la fachada completamente agujereada por las balas. Y mientras esperaba que el gobierno alemán le concediese el estatuto de refugiada y una beca de estudios, se pasaba los días deambulando o encerrada en bibliotecas, intentando encontrar señales de Guilherme Amo.

Alberto Rosengarten la tomó a su cargo. Le encontró trabajo en una editorial y le presentó a su vasto círculo de amigos —pintores, escultores, escritores, agitadores profesionales, camioneros, estudiantes, aristócratas, polacos, en definitiva, los muchos y diversos personajes sin naturaleza definida que habían hecho de Berlín su temporal puerto de cobijo.

Una de las primeras personas que Alberto presentó a Lídia fue Nanaya Mestre. Nanaya cantaba jazz en un pequeño club nocturno, El Perro Loco. Tenía una voz cálida y ronca y la natural exuberancia brasileña. Hacía cinco años que había llegado de Bahía —persiguiendo a un amor adolescente— y enseguida se hizo muy popular. También era una médium de celebrado talento y practicaba la cartomancia con regularidad. Vivía en Ceciliem Garten, en el segundo piso de un edificio de color ladrillo, y allí fue donde una tarde de otoño le propuso a Lídia echarle las cartas.

Primero le echó el tarot de Marsella. En el pasado reciente, todavía capaz de influir en el presente, le salió la torre —la carta más nefasta, señal de destrucción inevitable. Después le salieron —para el presente— el loco y el ahorcado, indicadores de aislamiento, desorientación e inestabilidad, aliados de la traición y el abandono. Nanaya descifraba las cartas con ademanes nerviosos, cruzando y descruzando los dedos:

—El ahorcado —dijo— también es una carta que anuncia sacrificio y abnegación.

Lídia le sonrió. Miró por la ventana y vio un jardín solemne, con grandes árboles de hojas doradas. «En medio, cerca de ti, está la estrella», siguió diciendo Nanaya, «es una carta de energía e inspiración creadora. Es también el surgimiento de nuevas ideas y de un profundo optimismo. Los obstáculos, el diablo, serán la irracionalidad, un gran deseo sexual e instintos irreprimibles. En la casa de las aspiraciones, la justicia representa las ganas de superación frente a los obstáculos, la imparcialidad y el equilibrio perfecto».

A continuación, Nanaya le echó el tarot egipcio: «Los primeros oráculos confirman que para ti éste es un periodo de grandes preocupaciones y dificultades económicas», dijo mirándola a los ojos. La angoleña volvió a sonreírle: «Eso ya lo sé».

—Además hay otra cosa —añadió Nanaya—, los oráculos dicen que tienes una relación amorosa importante, pero que no va a durar toda la vida.

—¡Increíble! —se burló Lídia—. ¡Y yo que pensaba que ni dos vidas serían suficientes para un amor tan grande!