CAPÍTULO 9

Lídia escribía poemas en el silencio de su habitación. A la caída de la tarde iba al patio a recoger ramos de rosas. Las cigarras chillaban. Después se encerraba en la habitación y deshojaba las rosas y las masticaba con avidez sintiéndose confusa, como una mantis hembra devorando al macho. Afuera, las cigarras ardían, locas de asombro y celo. Lídia devoraba las rosas y garabateaba hojas y hojas con largos poemas inconexos.

Sentía miedo de las serpientes y de la oscuridad. Tenía miedo, sobre todo, de su propio cuerpo. Contaba los días con horror en espera de la regla. Y cuando le venía, evitaba salir a la calle, atormentada con la idea de que su olor la precedía. Se sentía perseguida por la mirada inquieta de los hombres, la burla de las chicas y compadecida por las ancianas quitandeiras. Se encerraba a solas en el cuarto de baño y lloraba en silencio mientras lavaba los paños manchados de sangre.

Su mejor amiga, Antonia Buriti, estaba enamorada de un compañero de clase. Se pasaba los días suspirando, jadeante, con la manita en el corazón y los ojos húmedos. A Lídia le parecía ridícula y al verla en aquel estado se desesperaba: «Pareces tonta», le decía. Pero, en realidad, sentía celos. El motivo de tanta exaltación sentimental era un mulato oscuro, con fama de peleón y arrogante. Con todo, tenía un inmenso talento para la caricatura y había publicado unos poemas sarcásticos en el periódico del instituto, O Estudante. Los profesores decían, con la boca pequeña, que prometía mucho. Se llamaba Viriato. Viriato Francisco Clemente da Cruz.

En el instituto había pocas chicas y mantenían una escasa convivencia con los chicos. Ellos formaban sus propios grupos. Organizaban grandes torneos de fútbol, se bañaban desnudos en la playa de Samba Pequena, paseaban en tropel por la ciudad, exploraban los musseques, buscaban cucos en los barrancos, luchaban contra bandos rivales, asaltaban los viejos huertos para robar fruta o cazaban pájaros. Es decir —como decía la vieja Fina—, muchacheaban. Viriato lideraba uno de esos grupos.

Lídia se había fijado en él, como todo el mundo, pero lo que la cautivaba era algo inédito; algo que no sabía explicar. Antonia Buriti sí que lo sabía. Hablaba con demora y languidez de sus «ojos de orientes misteriosos» y exaltaba el carácter resolutivo del muchacho. Narraba, excitada, las muchas historias que circulaban sobre él. A Lídia no le importaba nada de eso; era otra cosa. Un día escribió en su diario: «VI-RI-ATO. VITORIA. RITO, VIA». No sabía qué quería decir aquello. A veces soñaba con él. Iban juntos por una carretera larga y ella le daba la mano. Y, de pronto, descubría que el muchacho que estaba a su lado no era Viriato. Ni siquiera era un hombre. Volvió a tener ese sueño años más tarde, cuando Viriato se estaba muriendo en China y ella empezaba a entrar en el corazón de los enigmas.