CAPÍTULO 7

Usted estudió en el colegio D. João II, en el antiguo palacio de doña Ana Joaquina. ¿Cómo era el día a día en aquella época?

LÍDIA: Era casi siempre igual. Me levantaba a las cinco y media de la mañana. Angelina me bañaba con agua fría, me peinaba y me vestía. A las seis desayunábamos, mi abuelo ya había salido a ocuparse de sus negocios. A las seis cuarenta y cinco, Angelina, Maria do Carmo o uno de los criados me llevaba al colegio. Recuerdo bien al profesor, un hombre circunspecto, siempre vestido de negro. Tocaba la sirena, pedía que le enseñáramos los deberes y castigaba a los que no los habían hecho con media docena de reglazos en cada mano. A los reincidentes les pegaba en las palmas. Decían que si te restregabas excrementos de gallina en las manos, la regla resbalaba y dolía menos. Pero lo probé y no funcionó. A las diez había una pausa y salíamos al recreo, donde nos estaban esperando los criados con las meriendas que nuestras madres habían preparado. Mis compañeros más pobres traían de casa un corrusco de pan envuelto en papel pardo.

¿También le llevaban la merienda?

LÍDIA: Yo era una de las pocas niñas negras a quien le esperaba alguien, pero sólo me percaté de eso mucho más tarde. Recuerdo a otro muchacho, también negro, al que una señora muy blanca, vestida con una especie de túnica color crema, como la de los curas, y con un sombrero colonial en la cabeza, venía a traerle la merienda. Llegaba pedaleando una vieja bicicleta azul, la merendera dentro de un cesto sujeto al manillar. Detrás de ella, los perros corrían en silencio.

¿Cómo?

LÍDIA: Pues eso mismo. Recuerdo verla pedalear. Y los perros detrás de ella corriendo en silencio.

(Entrevista con Lídia do Carmo Ferreira,

Luanda, el 23 de mayo de 1990)