CAPÍTULO 2
Me encontré con Lídia en el Jardín Tropical, junto al monasterio de los Jerónimos. Ella no me había visto nunca. Yo la había visto por primera vez en el Morro da Luz, la tarde de la independencia, y la había entrevistado, ligeramente, la mañana del 27 de mayo de 1977. Ahora estaba sentada en un banco. Detrás de ella había rosas rojas y una buganvilla explotaba como un prodigio crepuscular. Le apreté la mano sin saber qué decirle. Lídia sonrió divertida. «Parece que no nos conozcamos».
Tenía 53 años. Era una mujer guapa. Daba clases de Historia de África en la Universidad Clásica de Lisboa. «Con algún que otro disgusto», me confesó moviéndose el pelo, «pocos alumnos lo son por vocación». Le pregunté por Paulete. Volvió a sonreír: «¡Igual que siempre!». Paulete seguía escandalizando a Luanda. Vivía con un ingeniero sueco, pero aparecía por todas partes del brazo de un importante miembro del partido. Ella misma le había escrito a la tía explicándole el caso: «Uno complementa al otro, el uno sin el otro es algo que no tiene sentido, como un cigarrillo sin nicotina, o como el café sin cafeína. El amor platónico». En la misma carta decía que ahora Zorro vivía con Samy y que ambos estaban estudiando economía.
Ángel había huido a Namibia con Simon du Plessis y el coronel Lobo d’África. El mercenario, que andaba por toda la cárcel como si fuera el gerente del lugar, y que era una especie de cocinero no oficial, sacó de la enfermería varios frascos de Largactil, una droga que se utilizaba para dormir a los locos, y la usó en las comidas. Con los guardas neutralizados, liberó a Lobo d’África y a Simon du Plessis. El resto fue fácil: esperaron la llegada de un camión militar que solía traer productos frescos y huyeron llevándose al conductor. Se dice que, en algún punto de la costa, los estaba esperando un barco de la armada sudafricana. En Windhoek dieron una rueda de prensa denunciando la brutalidad con la que el gobierno angoleño trataba a sus prisioneros. Ángel dijo que le gustaría quedarse en Namibia. El coronel Aristides Lobo d’África manifestó el deseo de regresar rápidamente a Portugal.
Joãoquinzinho retomó el oficio de siempre: «Mientras haya tiempo, habrá relojes», dijo Paulete. La anciana Fina murió mientras dormía y el caserón de las Ingombotas fue ocupado por un alto funcionario de Futungo de Belas.
Borja Neves dirigía el suplemento cultural del Jornal de Angola: «Bebe más de lo que respira», escribía Paulete, «y está hinchado como un pez globo». Pero, a pesar de eso, o quizá por eso, había publicado recientemente un nuevo libro, una novela inmensa, con más de mil páginas, El profeta de los cabrestantes, la historia de un oscuro operario de cabrestantes, semianalfabeto, que inventaba rumores. Éstos, propagados por el pueblo como hechos legítimos, acababan transformando la realidad; así, el mujimbeiro[66] derrotaba a la UNITA, a Sudáfrica y a los Estados Unidos de América y hacía de Angola un país pacífico y próspero, multirracial y antirracista. Lídia ya había leído el libro y le había gustado: «Es una utopía extravagante que enriquece nuestra literatura». A mí me parecía un disparate multiplicado por mil páginas, la obra de un ebrio que al no poder organizar la realidad según sus propios deseos, optó por erigir a su alrededor un vasto y laborioso universo de ficción (en la cárcel hacíamos lo mismo con la «televisión»).
Lídia también había editado un nuevo libro, el segundo después de Piedras antiguas, lanzado en 1961, en Lisboa, con la colaboración de la Casa de los Estudiantes del Imperio, la CEI. Fue el Fuego que duerme, al que nadie prestó atención. En Angola, los intelectuales la ignoraban. En Portugal, los críticos-amigos-de-África, la mayoría antiguos colegas y compañeros de lucha durante los años cincuenta, pasaban por su lado sin reconocerla. Lídia fingía aceptar la situación: «Más práctico que morir es no haber existido nunca».
En 1988 volví a Angola. Fue una visita turbulenta. Formaba parte de una delegación de jóvenes exiliados, invitados a visitar el país por iniciativa de la organización juvenil del partido. Era parte de una ofensiva política, lanzada por el gobierno con el objetivo de mantener fuera de la órbita de la UNITA a la importante comunidad angoleña de Lisboa. Pero las cosas no salieron bien, aparentemente porque alguien o alguna estructura de dentro del aparato del Estado no quería que saliese bien. Hubo una serie de incidentes y, en Lubango, una chica del grupo fue violada. A toda prisa y con escándalo nos devolvieron a Lisboa, pero en el aeropuerto me encontré a Paulete.
Había venido a presentarme a sus hijas gemelas. Gemelas, pero no idénticas. Una era muy oscura, el pelo abundante e indomable como el de la madre. La otra, rubia, de ojos claros: «Son producto de mi barriga internacionalista», dijo riendo y entonces percibí, por primera vez, que tenía las encías negras, los dientes sólidos y brillantes. La gente en Luanda me pareció cansada y triste como en un fin de fiesta. Ella no.
Cuando llegué a Lisboa me pidieron un artículo de opinión sobre Angola. Una semana después de que el artículo saliera, recibí una postal firmada por Aristides Lobo d’África. Quería que fuese a visitarlo. Vendía papagayos y otras aves exóticas en un centro comercial: «Tengo una sociedad comercial con Ángel Martínez», me explicó; «él consigue las aves en África. Yo las vendo aquí y nos repartimos los beneficios. Es un buen negocio». Era un viejo simpático. Parecía que no hubiera hecho otra cosa en la vida que vender papagayos.