CAPÍTULO 2
En 1986 vi en Malasia, en el barco que une el continente con la isla de Penang, unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, pero más anchos, voluminosos y pensativos. Caían del cielo y se asían a las barandillas de la cubierta, desde donde se dirigían a los pasajeros con palabras fuera de lo común y con la voz extravagante de un presentador de circo. Hablaban de todo y de nada. Hablaban sobre el estado del tiempo, la salud del rey, el coste de la vida y el humor de Buda. Los pasajeros les hacían preguntas incomprensibles, de esas a las que nadie es capaz de responder, pero ellos respondían siempre, y siempre con ineludible sensatez. En Malasia, estos pájaros me recordaron a Joãoquinzinho. Todo el mundo lo conocía por ese nombre, pero era un hombre inmenso, con una sólida cabeza de toro —Lídia lo llamaba Capita taurus. Tenía los brazos gruesos como troncos de baobab.
Lo conocí cuando me escapé de casa y fui a Luanda, en noviembre de 1975. Después estuve cuatro años encarcelado con él. Joãoquinzinho arreglaba relojes. Vivía con su madrina, doña Diamantina, una señora plácida, de edad indescifrable, con una piel tan blanca que parecía hecha de la misma materia que el claro de luna. Era una mujer original. Casi siempre vestía una túnica color crema y se enfrentaba a la furia del sol con uno de esos viejos sombreros coloniales, de corcho, hechos a mano. Joãoquinzinho y ella hablaban poco y sólo por medio de murmullos, pero era evidente que los unía un sentimiento más poderoso que el amor.
Detuvieron a Joãoquinzinho bajo la acusación de pertenecer a la OCA[33]. La culpa fue mía, porque había escondido panfletos de la organización en su casa. Pero ése no era motivo suficiente para detener a un hombre y, desconfiados por naturaleza y por principio, algunos de nuestros compañeros vieron en el hecho un tortuoso malabarismo de las fuerzas de seguridad del Estado para infiltrarse en el movimiento; sin embargo, enseguida se dejaron cautivar —como yo— por el sortilegio de su discurso arcaico y sobre todo por su estoica sensatez de buey. Al final, cuando la DISA[34] lo liberó, ya lo habíamos nombrado sin su consentimiento, tan en secreto que ni siquiera él mismo lo llegó a saber, secretario general del futuro Partido Comunista de los Trabajadores (de toda la gente que conocíamos, él era el que más se parecía a un obrero).
Me acuerdo de Joãoquinzinho porque intuyó mejor que nadie la importancia de Antonio Guilherme Amo en la vida de Lídia y cómo su descubrimiento la había transformado. En la cárcel organizamos una serie de cursos sobre temas que iban desde los idiomas a la medicina. En la celda J, donde estuve preso, había varios estudiantes universitarios, dos médicos, un ingeniero y un profesor de inglés. También había un joven tractorista sospechoso de pertenecer al FNLA —nos daba clases de quicongo—, y un famoso verdugo del ejército portugués, el coronel Aristides Lobo d’África, que aceptó dirigir un curso de música clásica.
Lídia, encarcelada en el ala de mujeres, empezó entonces a colaborar en los cursos, haciéndonos llegar manuscritos con clases sobre la historia de Angola, la esclavitud, los descubrimientos portugueses, la revolución francesa y otros temas generales. Inevitablemente también acabó hablándonos de Amo. Normalmente, los manuscritos de Lídia los solía leer Joãoquinzinho, que cumplía su papel con una seriedad inmensa. La historia del filósofo guineano le entusiasmó y cuando, en la tercera clase consecutiva, Lídia volvió a referirse a él, recuerdo que hizo una pausa en la lectura y comentó: «La señora Lídia nos habla como si fuese el otro, el propio Amo».
Precioso anacronismo, este «señora»: en plena euforia revolucionaria, Joãoquinzinho siempre se negó a tratar a quienquiera que fuese de «camarada» y siguió diciendo «señor» y «señora», y a veces incluso «ilustrísimo», o cuando se trataba de altos dirigentes del partido o del régimen, «Su Excelencia, Fulano de Tal».
Si se sentía muy presionado, condescendía a un tratamiento nuevo: «camarada excelentísimo».