CAPÍTULO 4

Creo que fue en marzo. Es cuando el calor coincide con el agua y ese exceso de energía transforma la naturaleza. Las flores arden de fiebre y los animales de celo. Los crímenes aumentan en los suburbios. En las farmacias se agotan las pastillas para dormir (suicidios de amor). Las mujeres lloran sin saber por qué. Las adolescentes caminan con furor.

Aquella noche llovió, de eso estoy seguro. Pasaba ya mucho rato de la hora de recogida obligatoria cuando sonó el teléfono. Fui a atenderlo porque sabía que a esas horas sólo podía ser para mí. Era Lay, preocupada:

—¡Tienes que venir! ¡Ha ocurrido una desgracia!

¿Salir por la noche? Nadie salía por la noche. Había ladrones, la policía y, lo peor de todo, los altercados permanentes con los militares. Los jóvenes eran cazados como conejos, embarcados a toda prisa en camiones furtivos y enviados directamente a los frentes de guerra. Yo nunca salía de casa después de anochecer. Pero salí. Me subí en la vieja bicicleta de Joãoquinzinho y empecé a correr, zigzagueando entre las sombras. Llegué empapado de lluvia y sudor. Nervioso. Lay me esperaba en la puerta:

—Es Paulete…

Paulete estaba en la habitación, tumbada en la cama. Lloraba bajito, agarrando la almohada. Samy me empujó a un rincón:

—Ha sido Xico.

En aquella época, Borja Neves daba clases de matemáticas en el instituto Ngola Kiluange. Había publicado un pequeño volumen de poemas, Tetembua ya Kalunga. Cantos de la Revolución, y no hablaba de otra cosa. Había engordado —según Lay, se había hinchado— y bebía mucho. Su pasión por Paulete se había transformado en un sentimiento peligroso. La telefoneaba todos los días, iba a buscarla a la Embajada de Italia, donde trabajaba. Le enviaba largos poemas de amor. Paulete lo trataba muy mal. «Nacer blanco», le decía, «es una desgracia, peor que nacer sin piernas. Es nacer sin alma». Se burlaba de él ante todo el mundo, leía sus poemas en las reuniones de la OCA, le pedía constantemente pequeños favores. Muchas veces concertaba citas y después no aparecía. Borja Neves la esperaba horas y horas, royéndose las uñas de angustia y desesperación.

Aquella tarde llegó en coche a la Embajada. Paulete fingió no verlo. Entonces, él abrió la puerta y ordenó: «¡Entra!». La chica nunca lo había oído hablar así. Entró y Borja Neves puso el coche en marcha. Fueron a Maianga, a su apartamento. «¡Desnúdate!», dijo el chico. Paulete lo miró asombrada:

—¡No pienso hacerlo!

Borja Neves parecía más calmado: «¡Serás la última burguesa de mi vida!». Se quitó el cinturón y empezó a azotarla hasta que Paulete cayó al suelo. Entonces, la tomó del cuello, la llevó a su habitación y la desnudó:

—Estaba fuera de sí —contó Paulete—, creo que ni siquiera me oía.

Fue a buscar un cuchillo a la cocina y arrimó la hoja al cuello de la muchacha:

—Di que me amas.

—Te amo…

—Di que no puedes vivir sin mí.

—No puedo vivir sin ti.

—Jura que vas a casarte conmigo. Júralo por la salud de tu madre.

—Lo juro.

Mientras se movía rompió a llorar. Lloraba y pedía perdón. Estuvo mucho rato abrazado a ella. Al final se durmió. Paulete recogió la ropa y se marchó.

Me quedé sin aliento:

—¡Voy a matar a ese animal!

Estaba dispuesto a ir solo a su casa. En aquel momento hubiera sido incluso capaz de matarlo. Pero Lay no me dejó salir. Al día siguiente supimos que un compañero de Borja Neves lo había encontrado inconsciente en el suelo de la habitación. Había intentado suicidarse tomándose un frasco entero de somníferos. «Las mujeres son las que se matan con pastillas», comentó Samy. «Los hombres se pegan un tiro. A mí me parece que no quería matarse».