CAPÍTULO 1
El día clareaba cuando un grupo de cinco soldados de las FAPLA encontró a Ángel Martínez, alias Pablo Vivo. Ángel los vio llegar, caminando a través de la bruma: extraños fantasmas cautelosos. Pisaban el cieno como si fuese cristal. Uno de ellos se paró de repente y lo apuntó con el arma. Antes de que disparase, el mercenario lo detuvo con un grito:
—¡Qué haces, caramba, soy cubano!
Fue como si se hubiese desatado un hilo invisible. La tensión se deshizo y los soldados empezaron a reír y a moverse con normalidad. El que lo había apuntado con el arma levantó la mano colocando los dedos en forma de la V de victoria:
—¡Compañero! —exclamó—, ¡patria o muerte!
Lo llevaron a hombros colina arriba. A medida que subían, empezaron a aparecer hombres armados. Todos le sonreían y hubo uno que se le acercó y quiso darle un abrazo, pero los soldados que lo habían encontrado lo apartaron con un gesto. Lo trataban como si fuese un regalo.
Ángel temía que apareciesen cubanos. «Querida abuela Rosalía Hernández», pensó, «con razón me dijiste que este acento sería mi perdición». Además, no resistiría a un interrogatorio formal. La solución era desmayarse, fingir que estaba conmocionado. O, mejor aún, hacerse el mudo. ¡Puta vida! Era poco probable que en el ejército cubano aceptasen a mudos…
Cuando los cubanos aparecieron él ya estaba en el Hospital Militar. Una enfermera gorda y maternal le curó la pierna y le garantizó que la metralla ni siquiera le había alcanzado el hueso: «En dos semanas», le dijo, «estás listo para otra». Lo dejaron en una sala enorme con una veintena de heridos, uno de los cuales no paraba de gritar. Empezaba con un gemido agudo e iba subiendo el tono hasta que perdía el aliento; luego, paraba un segundo, retorcía las manos y reviraba los ojos, y volvía a gemir y a gritar. Un negro delgado lo señaló con el dedo y le dijo sonriendo: «¡Ten paciencia, camarada! ¡Dentro de poco te callo!». Y, efectivamente, a mitad de esa misma noche el muchacho dejó de gritar. A la mañana siguiente se lo llevaron de allí.
Ángel dormía. Soñaba que era un niño y que iba con su padre a pasear por las calles, cerca de la playa. El padre tenía una pequeña cabeza de pájaro y vestía un frac negro, con lentejuelas doradas. Se paró ante un barco deshecho, le dio una palmada en el hombro y le preguntó señalando con el dedo un bulto que se acercaba: «¿Éste es nuestro hombre?». Ala segunda palmada, Ángel se despertó. Inclinado sobre él había un tipo con bata blanca y con una expresión divertida en un rostro oscuro:
—Buenos días —lo saludó—. Dormías como un ángel.
—¡Soy Vivo! —le respondió Ángel casi aterrorizado—. ¡Pablo Vivo!
El médico lo miró con curiosidad:
—Ya lo sé —dijo—. ¿Y de dónde eres?
Ángel no respondió. Ni siquiera parecía haberlo oído. Pero cuando el médico iba a repetirle la pregunta, le hizo una señal para que se acercase:
—Tu mujer es una cabra —le susurró—. Jode con el cura.
Los ojos le brillaban. Abrió la boca y empezó a reírse a carcajada limpia:
—Me gusta comer carne de puerco con papas —gritó poniendo voz de mujer— y garbanzos y chorizos, y huevos, pollos, carneros, pavos, pescados y mariscos.
El médico dio un paso atrás:
—Este hombre no está bien —dijo—, lo mejor será darle un calmante. Luego pasaré por aquí; quizá entonces ya sea posible hablar con él.
Al salir del hospital, con las manos temblorosas, todavía podía oírse el griterío del herido:
—Bebo ron y cerveza y aguardiente y vino y fornico, incluso con el estómago lleno. ¡Soy impuro! ¿Qué quieres que te diga? ¡Completamente impuro…!
Tres días después, Ángel huyó del hospital. El sol nacía y mostraba una ciudad aturdida. Ante él se sucedían calles llenas de basura, los perros vagabundos salían de las sombras y venían a lamerle los pies, y todo aquello le resultaba extraño. «Me he equivocado de película», pensó. Todavía le dolía la pierna. No sabía qué hacer. Siguió por una calle en pendiente y luego por otra y por otra. Al final fue a parar a una gran plaza, rodeada de edificios altos, y el mar se abrió ante él. Decidió rodear la bahía en dirección a la fortaleza. Al otro lado se extendía una larga lengua de arena blanca, árboles dispersos y casas. «Panorama», se leía en un edificio grande. La playa parecía un buen lugar para descansar, ordenar las ideas, articular un plan para abandonar la ciudad y unirse a las tropas de Holden Roberto.
Ángel se quedó mucho tiempo tumbado boca arriba, con los párpados cerrados, sintiendo como el sol le calentaba los huesos. Escuchaba voces a su alrededor, pero era como si estuviese flotando en otro tiempo. Risas de mujer, pasos, el mar enroscándose en la arena. Entonces algo le golpeó en el pecho. Abrió los ojos y, primero, vio una pelota de playa con los colores de la bandera americana. A continuación, la vio a ella. Avanzaba a contraluz, la espléndida cabellera ondulando al viento:
—Perdone —le dijo la joven. Se agachó para recuperar la pelota y el mercenario siguió su movimiento con una súbita sensación de angustia—. De todas maneras, la playa no es el mejor sitio para dormir.
Se reía. Volvió el cuerpo y lanzó la pelota hacia sus compañeras:
—¿Usted es cubano?
Ángel no sabía hablar con mujeres. ¿Miedo? En aquel momento era más que miedo. Angustia, un sentimiento oscuro. La mulata se arrimó más:
—¿No entiendes portugués? —le preguntó—. ¿Cómo te llamas?
—Pablo. Pablo Vivo. —Ángel respiró hondo y la miró a los ojos—. ¿Y tú?
Era Paulete.