CAPÍTULO 5
Xico Nigua fue expulsado inmediatamente de la OCA. El acta la redacté yo: «El camarada Francisco Borja Neves es expulsado de la Organización Comunista de Angola, célula Viriato da Cruz, por comportamiento antisocial. Se aconseja a todos los camaradas que corten con él cualquier tipo de relación». Al poco fue detenido. La policía le mandó que parara el coche en una operación rutinaria y debajo del asiento encontró una caja llena de panfletos de la organización. Ésta es su versión. Pero mucha gente cree que fue él quien se entregó. Lo cierto es que a la semana siguiente, cuatro hombres de seguridad fueron al «cuartel de las locas» y nos llevaron a todos a la cárcel de São Paulo: a mí, a Paulete, a Lay, a Samy, a Zorro y a dos desgraciados más, uno de los cuales había aparecido simplemente para entregar un jamón.
Nos metieron en el pabellón de aislamiento, una construcción alargada, un poco alejada del cuerpo central. Me quedé con Zorro en una celda cuadrada, un cubículo caluroso y tan privado de aire que hasta las moscas se asfixiaban y se dejaban atrapar con la mano, aturdidas. En uno de los rincones había un agujero que servía de letrina. De madrugada temprano, en cuanto el sol salía, golpeando de frente contra las paredes de la cárcel, la letrina empezaba a gargarizar. Primero con un suspiro profundo, una especie de lamento, pero después subía y se transformaba en una risa sorda, en un eructo, y subía más y el hedor se desbordaba y trepaba por las paredes, se pegaba a la piel como si fuese liga. Estuvimos allí dos noches y un día sin que nadie se acordara de nosotros. Al principio todavía me apetecía bromear: «Podríamos escaparnos por la letrina». Las horas pasaban y la sed se hizo insoportable. Entonces, volví a pensar en la letrina. Sacudí a Zorro: «Ahora lo digo en serio. ¡De verdad que podríamos huir por la letrina!». ¿El hedor? Ya ni siquiera lo notaba. Sólo la sed. Las paredes de la celda se me echaban encima. Me quemaban. A la mañana del segundo día perdí la cabeza y me lancé contra la puerta a puñetazo y patada limpia. Un guardia apareció corriendo. Abrió la puerta hecho una furia: «Fraccionista de mierda, ¿acaso te crees que tienes criados en la cárcel? ¡A que te reviento los morros!». Me empujó con fuerza y volvió a cerrar la puerta. Me senté en el suelo y empecé a llorar. Zorro me tomó de la mano: «No llores, bailundino, las lágrimas te van a hacer falta». Por la tarde vino otro hombre: era Santiago. Sonrió y me dio una lata llena de agua:
—Me acuerdo de ti. ¡El joven camarada de la carretera de Quibala! Resulta que al final te tendríamos que haber fusilado —me dio una palmada en la espalda—. El camarada Monte quiere hablar con los dos.
El camarada Monte era un blanco pequeño y seco, con la cara chupada y el pelo desordenado. Cuando entré tenía los pies en la mesa y leía unos papeles: «¡Muy bien, jovencito!». Me miró como si se hubiese despertado justo en ese momento: «¡Quieres ser comunista y ni siquiera tienes cuerpo para aguantar los golpes…!». Se encendió un cigarrillo sosteniéndolo entre el pulgar y el dedo corazón:
—Tu amigo Neves ya lo ha cantado todo. Lo único que necesito es que me confirmes algunos detalles.
Me enseñó una hoja de papel escrita a máquina. Era una lista con unos treinta nombres. A algunos no los conocía. De los otros estaba seguro de que si no eran militantes, al menos, eran muy cercanos a nosotros:
—No sé quienes son…
Monte aguantó el humo en la boca, se atusó el pelo de recién levantado con la mano izquierda. Parecía divertirse:
—Quédate con la hoja —dijo—, puede que después te acuerdes.
Cuando regresaba oí que alguien gritaba mi nombre. Me volví. Lay se reía para que la viera. Le vi los dientes brillar entre las rejas. Volvió a gritar:
—¡Lila!
Era nuestro código de colores. Amarillo: situación difícil, peligro, urgencia. Azul: no digas nada, guarda silencio. Rojo: entre nosotros hay un infiltrado. Negro: vete. Marrón: no hay problema. Lila: espléndido, todo ha ido bien. Habíamos aprendido aquel disparate en algún manual de lucha clandestina, pero nunca nos había servido de nada. Con todo, Lay lo adaptó con éxito a los juegos de amor.
Zorro ya estaba en la celda, con la cara cubierta de sangre seca, el labio partido: «Nada, bailundino, no te preocupes. El camarada Monte y yo hemos tenido una pequeña discusión».
Dos días después Santiago llamó a la puerta, como siempre hacía antes de entrar: «Traigo un nuevo inquilino. La habitación es pequeña, pero no os preocupéis. ¡Unidos cabéis todos!». Se rió con estruendo. Joãoquinzinho entró en pijama, agachando la cabeza para no golpearse en el techo, las manos atadas a la espalda. Esa madrugada, dos civiles armados lo sacaron de la cama: «Ni siquiera me han dejado que me vista». Joãoquinzinho mostraba con disgusto el pijama desaliñado, las chanclas llenas de barro. Habían forzado la entrada y descubierto en mi habitación la literatura producida por la OCA en quince meses de actividad. Lo suficiente para que se convencieran de que Joãoquinzinho era uno de los cerebros del movimiento. Zorro debía de ser el otro. Monte estaba decidido a arrancarles una confesión, y con Joãoquinzinho no fue difícil —se avino a todo, firmó todos los papeles que le pusieron delante. Zorro, en cambio, o se encerraba en un silencio de piedra o se divertía confundiendo a los interrogadores:
—Sí —decía—, el objetivo de la OCA es derribar al régimen. Es un régimen burgués, fascista, de inspiración colonial.
—¿Puede decirnos cuántas células existen en total?
Zorro, con aire apesadumbrado:
—No puedo porque ni siquiera lo sé. La OCA es como un cáncer. Se ha multiplicado por todas partes. Hemos montado nuestras células en el seno de organizaciones de masas, de empresas, de comunas. Incluso en las células del MPLA.
Volviéndose hacia Monte:
—Estamos aquí conversando y a lo mejor su célula del partido ya está controlada por nosotros. Quizá usted mismo sea ya uno de los nuestros.
Monte temblaba de rabia. Empezaba a gritar, daba puñetazos en la mesa, apuntaba con la pistola a la cabeza de Zorro.
Para mí, lo más difícil de soportar era el calor. Nos pasábamos todo el tiempo en calzoncillos. Sólo teníamos un colchón, una esponja insana, tan infestada de chinches y pulgas y cucarachas que respiraba como si estuviera vivo. Dormíamos por turnos, no sólo porque no cabíamos los tres tumbados en el colchón, sino porque creíamos más importante que alguien estuviera siempre despierto: «En el silencio de la noche», explicaba Zorro, «se puede percibir mejor lo que pasa en la cárcel, pescar conversaciones, comunicarse con los otros reclusos». A mí, lo que más miedo me daba era que me mordieran las ratas. Me las imaginaba subiendo por la letrina y entrándome por la boca mientras dormía. Pero a los otros no les hablaba de eso.
Al cabo de tres semanas, cuando me llevaron por primera vez a ducharme, el pelo se me había transformado en una pasta grasienta que se podía moldear con los dedos. Abrí el grifo y el agua salió a chorro, primero oscura, roja, y luego limpia. La recogí en el hueco de las manos, me la llevé a la cara y la noté pura y fresca, como debió de haber sido al principio del mundo.
¡Dios mío, estaba vivo!
Metí la cabeza debajo del grifo y me reí. El guarda me gritó algo. Me reí para que me oyera y él se rió también. Zorro y Joãoquinzinho parecían tan eufóricos como yo. Aquel día pedimos un cubo y un trapo y limpiamos la celda, lavamos la ropa y el colchón. Pasamos a ducharnos todos los martes. El sábado nos dejaban quedarnos dos horas en el recreo, bajo el sol.
Allí me volví a encontrar con Ángel. Estaba más fuerte. Me dijo que se pasaba el día haciendo musculación y me aconsejó algunos ejercicios. A través de él tuve noticias de Lídia, de Lay, de Samy y de Paulete. Ángel estaba muy bien informado. Había entablado amistad con uno de los guardias y éste le llevaba cartas para Paulete, le traía los recados, se aventuraba incluso a pequeñas indiscreciones. Me enteré de que Lídia, sola en una celda, se pasaba el día escribiendo. No estaba mal instalada, teniendo en cuenta las circunstancias, e incluso podía recibir visitas.
A Samy la iban a soltar en breve. El padre, un ingeniero alemán, era una persona influyente, con amigos bien situados. El caso de Milagro de las Rosas era el opuesto: la DISA quería negociar el silencio del viejo Mattoso da Câmara, en Lisboa, proponiéndole a cambio la liberación de su hija. Eso podría demorarse un tiempo. La situación de Paulete era todavía más complicada. Había escupido a Monte a la cara durante los interrogatorios, insultado a todo el mundo y se había asumido como dirigente de la OCA.
Los días encerrado en la celda me parecían muy largos. Zorro y Joãoquinzinho hablaban poco. Zorro había improvisado un tablero de ajedrez, con chapas de botellas y cartón, y nos enseñó a jugar. Santiago, que disponía de mucho tiempo libre, aparecía con frecuencia. A veces traía la guitarra, se sentaba en un ladrillo y cantaba. Pero sobre todo hablaba, hablaba mucho. Era capaz de quedarse horas y horas hablando solo. Se divertía con sus propias historias, relatos impresionantes, violentísimos, donde hasta los casos más prosaicos —cosas sucedidas sin gran revuelo—, adquirían la bravura de los mitos. Creo que creía en ellas, en esas historias, pero en algunas reconocí intrigas de viejas películas. Además de la imaginación, tenía, me parece que ya lo he dicho, una memoria prodigiosa. También aprendió a jugar al ajedrez y memorizaba jugadas enteras. Mientras jugaba, Zorro intentaba estirarle de la lengua para que hablara de la situación política. Lo difícil era, después, despojar la verdad del manto de fantasía. Un día apareció con una canción nueva, una rumba llamada Viva el imperialismo proletario. Parecía ser un elogio a las tropas cubanas. Pero dos de los versos se referían al presidente de forma poco ortodoxa; daban a entender, además, que Santiago lo conocía íntimamente. Zorro se extrañó:
—Esa canción te va a traer mogollón de problemas. ¿Qué sabes tú de la vida íntima de nuestro superior?
Santiago se encogió de hombros:
—¡Hasta sé de qué color lleva los diampunas![60] ¿Es que no sabes que fui su guardaespaldas?
Hizo una mueca. Cantó un poco más; pasados unos minutos apoyó la guitarra en la pared. Se hizo un silencio:
—¡Esos hijos de puta me han engañado! Han ido a decirle que yo era un hombre de Nito[61].
Nuevo silencio:
—¿Y si lo fuera qué? ¡Joder, ese tío tiene los huevos bien puestos!
Se rió y sus carcajadas llenaron la celda:
—¡Soy un hombre de Nito Alves, sí señor! Conozco bien al comandante, es amigo mío. Un tío al que respeto, con los huevos bien puestos.
Santiago. El ceño fruncido:
—Me han engañado. Me han puesto aquí a cuidar chavales. Han apaleado a los compañeros del Comité Central. Ahora quieren parar la tempestad con las manos. Creen que pueden prender al pueblo entero. Pero eso no quedará así. Estoy avisando: ¡aquí va a pasar algo!