CAPÍTULO 4

Una noche nos despertamos con el repentino espectáculo del fin del mundo. La ciudad entera parecía estar explotando. Mucha gente salió a la calle en calzoncillos, con armas en la mano. El fragor sacudía los edificios. El resplandor era tal que se podía leer hasta con las cortinas echadas, los estores cerrados. Vi que algunos hombres se reían. Un vecino me llamó: «¿Aún no tenéis armas? Pues venid y escoged». Nos enseñó una habitación llena de pistolas, fusiles, ametralladoras. ¡Por Dios! Juro que hasta había obuses, lanzagranadas. Joãoquinzinho miró todo aquello con una intensa expresión de horror. Movió lentamente su enorme cabeza de buey:

—¡Aquí hay más armas que gente para matar!

Y después llegó aquel mes de noviembre. Es en noviembre cuando empieza la estación de las lluvias. ¡Dios mío, hace años! ¿Cuántos años hace que no llovía en la ciudad?

Había ido a visitar a Lídia, que se alojaba en el apartamento de Paulete, y ya no salí de allí. Los tiros parecían salir de todas partes. Zorro llamó por teléfono: «Ha venido un grupo de hombres a matarme, pero los vecinos les han dicho que yo ya había huido». Bajó la voz: «No quiero que Samy lo sepa. Le he puesto un válium en la sopa y ahora está durmiendo».

Llamé a Joãoquinzinho. Su voz llegaba con eco, como si estuviese hablando desde dentro de un pozo: «Hemos hecho una barricada en el pasillo», dijo, «un obús ha entrado por la ventana del salón».

La televisión mostraba imágenes de guerra. Niños con cintas rojas anudadas en la frente, walkmans en las orejas, cinturones de municiones cruzados en el pecho. Blandían las armas al aire y bailaban delante de las cámaras. En una de aquellas imágenes me pareció reconocer a un hombre: a Monte, la barba desaliñada le trepaba desde el pecho hasta los pómulos. Poco antes de las elecciones me lo había encontrado en la calle. Vino a hablar conmigo y me abrazó: «¿No me reconoces?». Volvió a abrazarme: «Espero que no me guardes rencor, ¿OK? Agua pasada no mueve molino». Sacó un trozo de papel y escribió un número: «Es mi teléfono», dijo, «ahora estoy en Kinaxixe, llámame y quedamos para una comilona, mi esposa cocina estupendamente». Le dije que sí y el sábado siguiente, en cuanto cayó la noche en Luanda, ya estaba yo en Kinaxixe. Era el quinto piso de un edificio en ruinas que parecía estar a punto de derrumbarse en una laguna de agua podrida. La escalera no tenía pasamanos y, de vez en cuando, faltaba un peldaño. Alguien había colocado velas encendidas cada tantos y tantos escalones y la cera iba escurriéndose por el suelo. La luz bailaba y hacía que las paredes se acercasen, se alejasen y de nuevo que se acercasen. Pensé: «Este edificio está vivo y respira». Algo oscuro pasó corriendo, me golpeó con fuerza en las piernas y desapareció en el vacío, por detrás de mí. En casa de Monte había luz. El ronronear pesado del generador hacía que el suelo temblase, pero a Monte no parecía molestarle: «Uno se acostumbra a todo», dijo mientras me conducía a la cocina. La mujer era una señora muy baja, de caderas anchas y con un pecho enorme. Pero tenía la piel de la cara lisa y brillante, y cuando sonreía era casi guapa. Se llamaba Marilinda y trabajaba de secretaria en una empresa pública. En la sala, dos adolescentes comían en silencio: «Son mis hijos», dijo Monte. Después de cenar quiso que viese su colección de mariposas, cuidadosamente guardada en cajas de zapatos, y me dio la impresión de que era para eso para lo que vivía: «Tengo ejemplares rarísimos», me aseguró.

La televisión volvió a mostrar imágenes de las calles y esa vez estuve seguro de que era Monte. El reportero se acercó a él y le acercó el micrófono; Monte se pasó el arma a la mano izquierda y lo cogió:

—¡Aquí estamos! —dijo—. Nosotros, el pueblo. Defendiendo la voluntad del pueblo, las conquistas del pueblo, la libertad, la iniciativa libre. Luanda es hoy la trinchera firme de la democracia en África…

Parecía muy cansado, las ojeras profundas, el pelo grisáceo desaliñado. El reportero le preguntó cómo estaba la situación. Monte movió los labios mostrando los dientes de ratón y yo no me di ni cuenta de que aquello era una sonrisa:

—¡Ahora se está bien…!

Lídia no quería ver la televisión. Durante esos tres días se encerró a escribir en la habitación. Más tarde leí lo que había escrito. Cosas terribles. Cuando los tiros pararon, salí con ella. Fuimos a pie hasta la punta de la isla, simulando que no veíamos la ciudad en ruinas debido a los últimos enfrentamientos. La locura rondaba a nuestro alrededor, nos extendía sus largas patas de araña. El hedor me hizo recordar el 27 de mayo. La misma furia, el mismo vértigo. Se concentraba en las esquinas, se arrastraba por el suelo, se nos subía por las piernas, por el cuerpo.

En la playa no había nadie. Nos sentamos en la arena y nos quedamos mirando los destrozos que la marea había traído. Lídia dijo: «¡El caos es prodigioso!». Dijo: «¡Hace años que no llueve!». Era verdad. Hacía varios años que no llovía en la ciudad. Al cacimbo le sucedía una luz más blanca. A veces, el cielo se volvía oscuro y el mar crecía ansioso en la bahía, pero las nubes pasaban y no llovía nunca. La playa estaba llena de pequeños monstruos muertos. Los cangrejos habían muerto dentro de sus armaduras transparentes. Peces blancos nos miraban con grandes ojos de agua. Lídia me cogió de la mano: «¿Qué país es éste?». A lo lejos todavía se oían tiros.

Yo quería sacarla de aquel estado:

—La esperanza es como un fuego que duerme —le dije, citando uno de sus poemas—. Lo sofocan y creen que está muerto, pero sólo duerme.

Lídia ni siquiera me escuchó:

—Ahora sé más que entonces —dijo—. Ahora sé que ocurre exactamente lo mismo que con la desesperanza.

Se llevó la mano al pelo y se lo recogió con una cinta:

—No me tomes muy en serio. El corazón de los viejos es un mineral amargo.

El lanzamiento de su último libro, Un vasto silencio, estaba previsto para dentro de una semana. Le pregunté si la fecha se mantenía. Lídia hizo un gesto vago. Estuvimos mucho rato escuchando el mar. Después me levanté y me marché.