CAPÍTULO 5

Fue en julio de 1994, en Porto Alexandre (Tombua), en el extremo sur de Angola. Había entrado por casualidad en una vieja ferretería. Al principio me dio la sensación de que estaba vacía. Después lo vi, sentado en la penumbra. Sólo pude distinguir sus manos flacas. Los gestos cansados con los que espantaba las moscas.

La tienda parecía no tener nada para que vender. Sólo algunos objetos comidos por el óxido. Clavos, tuercas, pequeñas cosas de uso remoto. El hombre hablaba despacio:

—Tendría que haber conocido esto antes —me dijo—. Ahí afuera, esas casas parecían palacios. También había casuarinas, esos árboles altos que el gobierno mandó plantar para impedir el avance de las dunas.

Había visto las casas. Parecían barcos hundidos en la arena. En cuanto a los árboles, no vi ni uno. El hombre levantó las manos con un gesto de desaliento:

—¿Qué quiere? Las cortaron para hacer leña.

La tarde caía rápida sobre el desierto. Mirando hacia fuera, por la puerta, se veían crecer las sombras. Un perro pasó gruñendo, cabizbajo (¿sería el miedo?). «Gané bastante dinero», siguió diciendo el hombre. «Fui pescador».

Se rió:

—Pescaba sirenas.

Se calló. Mudo y oculto en la sombra, era como si no estuviera allí. Me senté solo en el umbral de la puerta. Pensaba en Lídia. Había ido hasta allí, hasta aquel fin del mundo, en su busca. ¡Dios mío! ¿Dónde estaría?

Las hormigas rojas corrían formando extraños dibujos en la arena.