CAPÍTULO 2

«En Catengue», me contó Zorro, «llegó un momento en que pensé en acabar con todo. Porque no había caminos. Yo ya no creía en nada, pero sabía que no tenía derecho a contagiar a los demás con mi descreimiento».

La historia de Zorro: estuvo en Catengue. Una mañana despertó y vio la tierra roja, los montes sumergiéndose en la bruma. Escuchó un gemido y descubrió a una niña que se moría a su lado. Era una muchacha de unos dieciséis años: «Sujetaba con fuerza una Ka-2 y me sonreía. Me dijo: “Vamos a darle una paliza a esos gilipollas, comandante. ¡Vamos a ganar!”. Yo sabía que no».

Zorro era comisario político de escuadrón. En octubre lo nombraron responsable de logística del Comité de Emergencia para la Defensa de la Ciudad de Moçâmedes. Sin embargo, cuando se lo comunicaron, Moçâmedes había sido ocupada por el ejército de Sudáfrica. El grupo que defendió la ciudad hasta el final estaba formado por niños de diez años. Nadie se salvó. Zorro también se enteró de eso. Aún así, se metió en un viejo Dakota y voló hasta Benguela.

«Participé en los combates de ocupación de la ciudad», me dijo; «resultó fácil, porque la delegación de la UNITA[42] era militarmente muy débil. Casi no hubo sangre». Mientras tanto, la columna sudafricana había subido hasta Coporolo. Aquí se dividió: quince blindados se dirigieron a Benguela y cinco a Cubal. Zorro asistió de lejos a las maniobras: «Lo vi todo con mis prismáticos. Luego me enteré de que las FAPLA recibieron festivamente a los cinco blindados. Para tranquilizar a los soldados, el alto mando de las FAPLA, en Luanda, mandó un mensaje garantizando el envío rápido de refuerzos. En Cubal, los soldados vieron llegar a los sudafricanos, pensaron que eran los refuerzos que les habían prometido, abandonaron sus trincheras y se pusieron a bailar en medio de la carretera».

Simon du Plessis, un joven teniente sudafricano que conocí en la cárcel de São Paulo, en Luanda, iba en uno de esos blindados: «Llegamos a Cubal», me contó, «y vimos que la carretera estaba llena de negros y que estaban todos bailando. Quise parar el coche. Llamé la atención del artillero, le dije: “Esos cafres están bailando. ¿Por qué rayos bailan?”. Se rió: “No sé”, respondió, “hay cosas que no podemos saber. ¡Esos bastardos no son como nosotros!”. Y empezó a disparar. Ese día matamos a muchos de los vuestros».

La prioridad de las jefaturas militares de las FAPLA era proteger Luanda. Nadie sabía exactamente lo que se tenía que hacer con los sudafricanos y las escasas instrucciones que llegaban se contradecían unas a otras. En Catengue, un cubano, el capitán Rodríguez, asumió el mando de las operaciones. «Cometimos un error tras otro», me dijo Zorro, «primero porque podíamos haber abandonado a su debido tiempo las posiciones que sabíamos que eran insostenibles y haber retrocedido al interior, a la zona de los mumuilas o de los mucubales. En ese momento, la orden no era la de retroceder. Retrocedimos después, ante los sudafricanos, dejando atrás armas y equipajes. Después de ese desastre vino Catengue. Montamos una defensa asentada en tres líneas de fuego. Una a tres kilómetros de la bifurcación, otra a cuatro y la última a cinco. El capitán Rodríguez quiso que fuese yo el que disparase el mortero y con el primer tiro —¡tuve suerte!— reventé el blindado que tenía delante. Pero después, los sudafricanos empezaron a responder y enseguida silenciaron a la primera línea, y luego a la segunda y, al final, a la tercera».

Entonces retrocedieron a un lugar a veinte kilómetros de Coporolo, un valle a través del cual serpentea la carretera. El capitán Rodríguez explicó que era necesario cavar trincheras y esperar allí la llegada de los sudafricanos. Zorro protestó, le parecía más sensato montar la emboscada en las montañas. Rodríguez lo acalló con un gritó:

—¡Coño, será como lo digo yo!

Aún estaban cavando las trincheras cuando los blindados sudafricanos surgieron por detrás de ellos —habían abandonado la carretera y atajado por un camino— y empezaron a disparar: «La consigna fue “¡Fuera-fuera-fuera!”», me contó Zorro. «¡Nos metimos por el monte y sólo paramos en Benguela!».

La madrugada en que sucedió la batalla de Catengue, Zorro se despertó y vio a su lado a una niña muriéndose: «Estaba en las últimas», me dijo Zorro, «tenía una bala en el pecho y perdía mucha sangre. Le pregunté de dónde era y me dijo que había nacido en Moçâmedes. Yo también soy de Namibe. Sentí curiosidad y quise saber cómo se llamaba».

La chiquilla lo miró con una misteriosa expresión de orgullo:

—Quiero Ver-el-Fin.